A Cristian Bautista

Entramos. Nada. Miro y nada. Miro alrededor y no siento nada. Estoy en el mismo patio de la foto que me tomaron con mi curso de segundo grado, hace más de cincuenta años, y aunque rebusco en mi memoria sólo consigo extraer un vago recuerdo. No revivo nada; sólo recuerdo. Recuerdo la terraza, como si la viera desde un dron: nos veo jugar como en un cuadro de Brueghel que se titulara “Juegos de los niños y niñas del colegio Boneo en el recreo, año 1971”. Recuerdo una patada voladora que di o que alguien dio, una de las tres nenas que éramos, a uno de los veinte o treinta nenes, en el estómago. La recuerdo como una imagen lejana, como un relato en mi cabeza; la palabra “estómago”. No sé si no fui yo, o si fui yo. Y lo que más recuerdo es mi miedo a que el chico pateado se cayera de la terraza, como los mexicanos en las películas que yo miraba de tarde con mi viejo. “A la terraza aquella la clausuraron, porque no era segura”, comenta Norman, y nos señala a Cristian y a mí la terraza de barandas oxidadas, que miramos los tres levantando la vista desde el inmenso patio rodeado de venecitas. Un miedo de grande tenía yo, ahora que lo pienso. Un miedo de grande en el cuerpito de una nena de seis años entre nenes de siete. Mucho western spaghetti a tan tierna edad; seguramente demasiado, ahora que lo pienso.

¿Estaban las venecitas?

Si hubieran estado entonces, te acordarías, dice Cristian.

No puedo parar de mirarlas. Sospecho un patrón oculto en la distribución de los colores de aquellos pequeños azulejos cuadrados semi traslúcidos, no esmaltados sino cristalinos, hechos del mismo fascinante material que los de unas muestras que había recibido mi viejo en casa por entonces, quizá después. No sé si no las puso él, les comento a Cristian y a Norman. Sé que hacía obras de construcción para los curas del colegio, digo. Pero estos azulejitos son más grandes, tendrán una pulgada de lado y aquellos eran de un centímetro. Sé que se llaman venecitas. Me gusta la palabra. Azules y verdes de los más diversos tonos alternan con algún morado, algún ocre amarillo. Los colores cálidos están muy espaciados, como si hubieran comprado menos o el colocador prefiriera un predominio de los fríos. “Esto tiene que ser de mediados de los setenta”, intuye Cristian. No puedo dejar de mirarlas. Me fascinan. Cubren todos los muros del patio hasta cierta altura: la mía de entonces, o quizás un poco más. No, no las recuerdo. Las recordaría. Habría dedicado mis recreos a caminar contándolas, buscando patrones de recurrencia de los colores. No habría disfrutado de la socialización que tuve, en el único año de toda mi escolaridad en el que no sufrí ninguna violencia. Aunque puedo haberla ejercido. Pienso esto mientras subimos por las escaleras revestidas de venecitas desde el patio cubierto hasta el salón de actos. Me asfixia el patio cubierto; Cristian y Norman me dicen que es relativamente nuevo.

Entonces recuerdo, siquiera por defecto, los espacios abiertos del antiguo colegio. Me hablan de reuniones que se hacían acá y me viene a la memoria un rallador que mi madre perdió en una de ellas. Era uno de esos antiguos a manivela, y tiene que haber sido un gran descuido de su parte porque en general, hasta donde pude saber, era toda gente honesta. Pero ella estaba resentida, como si se lo hubieran robado. Esas cosas morales recuerdo. No las caras, sí los cuerpos: el gran tamaño de la señorita Norma, que para mí era una giganta; la altura y la bondadosa autoridad del maestro Bernal, el director, tan respetado entonces y aún hoy, como sabré luego de que vayan llegando los demás ex alumnos y las maestras jubiladas hasta el gran salón de actos que parece un cine y que en algún momento lo fue, como nos dice Norman, y Cristian asiente. Y todos asentirán con reverencia cuando yo diga: “Conocí al maestro Bernal”. Recuerdo, les diré a todos, olores. Les contaré que mi papá me traía cada día, haciendo un largo recorrido a través del túnel que conduce a la zona norte de la ciudad. Que en el camino había olor a aceite de girasol, antiguos muros y altos árboles. Que yo iba cantando. De eso me acuerdo. Les contaré de una cartita de amor que recibí, escrita en papel metalizado, con el trazo del lápiz que hendía un gofrado en el papel glacé. No les diré lo que pasó con esa carta, por qué no la conservé. El actual director tiene cara de bueno. Parece salido de un cuento para niños. Leemos los tres nuestras cosas. Al final nos harán preguntas. Les quiero preguntar algo yo a ustedes, diré, y me dirigiré al ex alumno sentado en primera fila, mi primo Ricardo, que tiene muy buena memoria. ¿Cuándo pusieron las venecitas? “Las hizo colocar el padre Foglia en 1975”, responderá Ricardo.

Entonces Cristian acertó con su cálculo, le diré a todos. Pienso ahora que la memoria de Cristian es un verdadero museo de la memoria, un lugar donde el tiempo se percibe como un espacio. Para Cristian, sospecho yo, “1975” es un lugar en la duración, en el tiempo concebido como espacio. Lo tiene a mano. Está ahí. Le diré luego a Cristian que él rememora estratos de tiempo, vislumbra un antes y un después que se transparentan entre sí como un palimpsesto, una superposición de trazos de diversas épocas. Como si escribiera en un pizarrón sin borrar y después escribiera encima, diré. Me imaginaré que la memoria de Cristian es como observar el universo a través de un telescopio muy potente, percibiendo las estrellas que todavía existen en el mismo golpe de vista junto a las que se apagaron hace millones de años pero cuya luz nos llega recién ahora, tal es la profundidad y tal es la transparencia de ese tremendo espesor de tiempo.

Y me imaginaré un universo alternativo donde no me hicieron devolver mis padres la cartita. En ese universo alternativo, estoy casada con el chico que me la hizo llegar de un pupitre al otro, y la conservo. Vivimos en el barrio, en la zona norte. Tenemos hijos. Los traemos al colegio. Me escuchan leer.