El 1 de enero de 1913, la Oficina Estadounidense de Correos sumó el envío de paquetes a su tradicional servicio de cartas, algo útil en las zonas rurales alejadas, para aprovisionarse de mercancías. La solicitud más asombrosa fue la del envío de niños. Según consta en los archivos de la Oficina de Correos, el primer niño enviado como paquete se llamaba James Beagle de ocho meses: fue transportado en un viaje de pocas millas para que su abuela pudiese verlo. Esta práctica nunca fue oficialmente autorizada, pero los empleados de correo en áreas rurales solían romper las reglas, no sabemos si recibiendo un soborno o dejándose convencer por el hecho de que el remitente era su vecino. Tal vez en esas millas, James se hizo pis y caca, padeció hambre, sed y desesperación. O quizás durmió plácidamente todo el camino.

Poco más tarde, Maude Smith, de 3 años, fue instalada en un tren por el servicio de paquetería con una etiqueta de envío cosida al vestido y provista de tentempiés. El propósito era que pudiese ver a su madre enferma. Al llegar a su destino, el empleado de correos anotó que dudaba de la legalidad de aquello, pero al mismo tiempo consideró que debía hacer entrega del “paquete”. Finalmente, la Oficina de Correos investigó el caso y nunca más se enviaron niños.

Un siglo más tarde, hoy los niños “se viajan” solos. El pasado septiembre, Tangie Wilson, una niña de ocho años que vive en Bedford, Ohio, enervada por una discusión con su hermana mayor, decidió marcharse de casa con su perro. No lo hizo caminando sino conduciendo la camioneta de su madre --cuyas llaves había robado-- hasta un supermercado. Allí se compró algunos juguetes y maquillaje. La madre llamó a la policía, que desplegó un operativo de búsqueda al que se sumaron los vecinos. La cámara de seguridad de uno de ellos logró filmar el momento en que Tangie se subía al coche, lo cual permitió encontrarla al poco tiempo. La niña no podía alcanzar los pedales del coche, pero éste tenía algunas rutas programadas, entre ellas una que llevaba a la sucursal de la cadena de supermercados. La niña solo tuvo que darle al botón de arranque y el coche hizo el resto. En caso de peligro, el vehículo se detendría automáticamente.

El hecho de que el suceso acabase de un modo feliz hizo que la policía escribiese una nota tal vez demasiado simpática en la red X, convirtiendo por unos días a Tangie en una pequeña estrella de las redes sociales.

En una entrevista, la madre criticó seriamente a la tienda por el hecho de que una niña pequeña entrase y ni un solo empleado le prestase atención al hecho, ni siquiera cuando pasó por caja a pagar. Es también una buena muestra de la alienación a la que hemos llegado: la falta de empatía, el aturdimiento que embota los sentidos en la labor diaria de sobrevivir.

Estas dos historias pueden ser leídas como síntomas que nos ayudan a entender el significado que se le otorga a la infancia en distintos períodos de la cultura. En su libro El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, el historiador francés Philip Ariès argumentaba que la infancia es un concepto creado por la sociedad moderna. Ariès estudió pinturas, lápidas, muebles e historiales escolares, y descubrió que antes del siglo XVII los niños eran representados y tratados como pequeños adultos.

El siglo XVII supuso un gran cambio en la concepción de la infancia. Los niños comenzaron a ser vistos como seres inocentes y necesitados de protección. El desamparo real de la criatura humana, que se prolonga en el tiempo más que en ninguna otra especie, se convirtió en un objeto de reflexión. El filósofo John Locke publicó en 1690 su Ensayo sobre el entendimiento humano, en el que consideraba que la mente humana es una “tábula rasa”, una hoja en blanco sin datos ni reglas preconcebidas. Freud se aproximó a estas ideas con su concepto de las “series complementarias”, según el cual la constitución psíquica es el resultado de la intersección de varios factores: la fijación de una o más pulsiones, las situaciones históricas atravesadas y los encuentros posibles con experiencias que pueden ser traumáticas.

Jacques Lacan enfatizó el papel que juegan los dichos de los otros significativos, los que han rodeado los primeros años de un sujeto. Lo que somos depende en buena medida de las palabras que, para bien o para mal, nombraron nuestro ser. Más tarde, Lacan añadió la consideración de que el sujeto está afectado por una fantasía inconsciente que condiciona la forma en la que interpreta el mundo y gobierna el carácter repetitivo de su comportamiento.

André Malraux observó en una ocasión que “ya no quedan personas mayores”. Lacan tomó prestada esa frase y se refirió a la “infancia generalizada”, un estado de la civilización en donde prospera la infantilización de los adultos, lo cual supone una renuncia a las responsabilidades, la ausencia de una autoridad legítima que señale los límites morales y lo que es aún más acuciante, el abandono de los verdaderos niños a su suerte. El paradigma de la vida convertida en un videojuego y el infantilismo de quienes deberían comportarse como gente grande, diseñan un presente a menudo patético. Lo saben bien los maestros cuando deben defenderse de padres que acuden furiosos al colegio, rugiendo que a su niño no le aprobaron un examen. Son padres exaltados por un narcisismo que los inhabilita para ejercer una función orientadora.

El mundo se va convirtiendo en un gran orfanato. “Se buscan padres” podría ser un anuncio a colgar en la entrada de la era contemporánea. Vivimos en un gran orfanato, tanto para los hiper-ricos que lo disimulan con sus fortunas, como los asalariados que luchan por llegar a fin de mes, y los miles de millones de pobres que arrastran la olla de su existencia.