Un día te vas a levantar y vas a ir a visitarla por primera vez. Vas a abrir los ojos y vas a estirar el tiempo en la cama. Cuando no quede más remedio vas a ir a desayunar, aunque no pruebes bocado. Van a salir caminando de tu casa y vas a sentir el aire más espeso. Le vas a dar la mano a él porque te va a dar más seguridad. Van a tomar el premetro porque es el transporte público que más cerca los va a dejar. 

En el viaje los dos van a estar callados. Vos mirando por la ventanilla. Él mirando hacia adentro con la mirada perdida. No va a hacer falta hablar, hay cosas que se dicen mejor en el silencio. 

Cuando lleguen te va a llevar a unos puestos de flores y te va a decir que elijas el ramo que más te guste. Le vas a señalar uno, pero te va a dar lo mismo, apenas los vas a mirar. 

Al entrar, sin darte cuenta le vas a apretar la mano más fuerte. Él lo va a notar, pero no va a decir nada, aunque sienta que se le anuden los dedos. 

Vas a sentir un olor invasivo a flores, un olor que te va a acompañar por siempre y cada vez que lo huelas lo vas a relacionar con este día. Vas a caminar con la mirada clavada en el piso como si estuviera prohibido levantar la vista. Te va a parecer que estás en otro lugar, no donde la despidieron la otra vez que estuviste ahí, cuando estaba lleno de gente que te intentaba consolar. Ahora es más ameno, más íntimo. 

Con la otra mano vas a llevar las flores boca abajo para no mojarte los dedos. Van a subir las escaleras despacio. Vas a mirar atento a los demás visitantes para ver que hacen, pero sin mirarlos fijo. 

Vas a atravesar pasillos y pasillos y él te va a decir que es el próximo. Van a doblar y van a buscar en esos cuadrados de mármoles un número como si fuera el domicilio de una casa. 

Cuando lo encuentren se van a frenar y el silencio se va a ir agrandando como un pozo oscuro y sin final. Lo vas a mirar cuando te intente decir algo y se le ahoguen las palabras. Vas a entender que la seña que te hace es para que le dejes las flores. 

Te vas a sentir incómodo. Vas a querer que ese momento pase volando. Vas a dejar las flores y después él las va a acomodar para que queden más prolijas. Se va a acercar a una chapita de bronce con un nombre y dos fechas y la va a besar. 

Te va a mirar para saber si vos queres hacer lo mismo. Pero vos no lo vas a hacer porque te da vergüenza frente a él. 

A esa altura ya vas a estar metido en tu caparazón. Te va a acariciar la cabeza aceptando tu decisión. Vas a queres decirle que no te gusta venir, pero lo vas a callar porque sos chico. Vas a queres decirle que te gusta encontrarla en otros lugares, pero también vas a callar porque queres acompañarlo. 

Cuando se vayan le van a dar plata a un hombre con delantal azul y una franela en la mano. Le vas a preguntar por qué lo hizo y te va a decir que es el cuidador, el que mantiene todo limpio y brilloso. 

Vos te lo vas a imaginar con su franela borrando cientos de besos. Van a atravesar de nuevo los pasillos, van a bajar las escaleras y van a salir a la calle. El aire se va a sentir más liviano. Te va a preguntar si queres comer algo. Le vas a decir que no con la cabeza.

Ya no le vas a dar la mano, vas a querer caminar libre. Van a tomar el premetro y otra vez van a viajar en silencio. El sol del mediodía va a caer suave en tu cabeza. No vas a entender qué te pasa en el cuerpo. Dentro tuyo vas a sentir una jauría peleándose a muerte. Van a llegar a casa y se van a ir cada uno a su habitación. 

Vos te vas a acostar boca abajo y vas a abrazarte a la almohada. Te vas a hacer miles de preguntas que nunca tendrán respuestas. Vas a sentir tus sollozos y vas a hundir aún más la cabeza para amordazar el llanto. Vas a sentir en tus mejillas la humedad de tus lágrimas en la funda de la almohada. 

Te va a pasar seguido y siempre lo vas a hacer así, en secreto, escondiendo el llanto. Se te van a ir acumulando temporadas de lágrimas reprimidas. Después, te vas a dar cuenta que esa es solo la primera trompada de muchas. Vas a besar la lona varias veces y en todas te vas a levantar. Trastabillando. Como puedas. 

Con el tiempo vas a mirar atrás y nos vas a poder creer como llegaste al asfalto limpio después de atravesar tantos baches. Y cuando al fin levantes la vista, esa misma que tenías clavada contra el piso, te vas a sentir orgulloso. No solo por vos, también por los brazos que te ayudaron a levantar. Les vas a agradecer a todos, como te salga, a tu manera, eso no importa.

En ese momento, en ese mismo momento, te vas a sentar y lo vas a escribir todo. Desde ese día. Desde el día que la fuiste a visitar por primera vez. Te va a hacer bien. Vas a sentir un desahogo, vas a ver como el cuerpo se te aliviana.

 

Escribilo y después lloralo… en el orden que vos quieras.