“Los negros llevan en su corazón un odio inveterado a los blancos; lo beben con la leche materna” - estampa Jean-Baptiste Douville en el prólogo de su Viaje al Congo. Atravesado de precisas observaciones sobre las costumbres de los reinos que visita, aunque raramente eluden el etnocentrismo colonial; amenizado con grabados exóticos y abrumado por datos geográficos inciertos, el libro fue todo un éxito. Publicado en 1832, lo consagró ante la Sociedad Geográfica de París, que compensó con la medalla de oro su exploración del río Congo. Era la celebridad del momento. A tal punto que fue recibido por el rey Louis Phillipe a quien le solicitó la financiación de nuevas exploraciones. Gracias a él, Francia había aventajado a Portugal en su propio terreno. La vida le sonreía.
A los pocos meses un periódico de Londres publicó un anónimo difamatorio, recogido por la prestigiosa Revue de Deux Mondes, que ponía en dudas la veracidad del libro. El mismo día, la novia de Douville se suicidó al recibir una carta que le anunciaba la deshonra pública de su prometido. Abochornado y herido en su honor, el explorador ensayó una defensa balbuceante, sin mucha documentación de respaldo, en la Sociedad Geográfica. Estaba acabado. De un día para el otro liquidó sus bienes y emprendió una nueva expedición, esta vez al Brasil, donde morirá años después -si es que lo hizo-, en un episodio confuso nunca esclarecido.
En algún lugar del canal de la Mancha del que nunca quiso acordarse, Jean-Baptiste Douville había nacido durante el Terror en una familia monárquica despojada por la revolución. Pupilo involuntario en un monasterio, del que huyó a los 23 años hacia Londres, se casó con una empresaria acaudalada de la que enviudó convenientemente rápido. Libre y dotado de una sustanciosa herencia emprendió su periplo por el mundo. Al parecer viajó por Persia, Cachemira, la India y el Brasil, por entonces parte del imperio portugués. Pero su objetivo era establecer el comercio con China. Para ello recurriría a amañados artilugios que él mismo describe, como para justificarse, en su libro Treinta meses de mi vida, quince meses antes y quince meses después de mi viaje al Congo. Allí relata sus viajes a Buenos Aires en 1826 y 1831, donde montó una operación de espionaje en plena guerra con Brasil que le rindió pingües ganancias y le valió prisión y escarmiento.
Enérgico, dueño de gran poder de convicción, Douville se muestra ufano hasta la exasperación; el tono del libro, adulatorio hacia sí mismo, es insufrible, como seguramente él lo fue. Baste decir que la palabra “yo” tachona una veintena de veces cada página: narciso impenitente, se percibe benefactor de la humanidad y víctima de celos, maledicencias e intrigas debido a sus inveteradas virtudes que le acarrean permanentes zozobras. “Si la desgracia fuera un título para la calumnia no debería quejarme de lo que sucede, porque me puedo llamar, más que nadie, hijo del infortunio” -es la primera frase. Escudado en el goce de la víctima, blindado por la moral perdonavidas del justo injustamente fustigado, intenta pasar por verdades sus por momentos escandalosamente inverosímiles supercherías. Como la que da inicio a su aventura argentina.
Dispuesto a realizar la travesía hacia China por el Cabo de Hornos, dice haber comprado baratijas para intercambiar con los nativos y escondido oro y letras de cambio en sus valijas que fueron arrumbadas en la bodega del barco. La derrota del buque le resultó difícil: “Cuando me embarqué había deseado no ser objeto de ninguna intriga. Con este fin, no me había ligado con nadie. Esta circunstancia me produjo los desagrados que quería evitar” -escribe. En su relato Douville se muestra solícito y distante con todos, y despierta recelos y envidia; “la reserva me valió el apodo de orgulloso” -se lamenta no sin jactancia. En la espera del viaje traba vínculo con un Ministro caído en desgracia que iba a probar suerte al Nuevo Mundo. Era seguido por “la señorita Laboissière”, que pretendía cobrarle una deuda abultada contraída con su familia.
Al llegar a Ensenada el bergantín en el que viajaban fue tomado por las naves brasileras que sitiaban ambas bandas del Río de la Plata. Él había advertido que podía pasar, por lo que supusieron su connivencia con los enemigos; una serie de circunstancias abonaban la hipótesis. Por ejemplo, al ser abordados, como era el único en hablar portugués, ofició de interprete. La suspicacia, afirma, se volvió realidad cuando el contralmirante inglés James Norton, que comandaba la flota del Emperador don Pedro, lo invitó a su barco donde dio una fiesta en su honor. “Algunos complotaron para degollarme y tirarme al mar”, anota.
Trasladados a Montevideo, incautados todos los bienes, Douville negocia con los brasileros mentándole sus relaciones con gente eminente de Río de Janeiro, donde había pasado un tiempo trabajando. Sagaz, usa el método de Edgar Allan Poe en La carta robada: no oculta sino que muestra su vínculo con los sitiadores para que crean que no puede ser tan torpe al ser tan explícito. De ese modo queda eximido de sospechas. Pero la trampa no dura demasiado.
El comandante brasilero le permitió volver, pero, arguye, por sugerencia de algunos comerciantes montevideanos trajo inocentemente “de favor” a dos personas que resultaron ser argentinos ricos, cautivos del Brasil, que gracias a él se volvieron prófugos -y a los que sin duda cobró la gauchada. Ahora las autoridades brasileras lo consideraban un traidor: era la cobertura perfecta para un agente. De todos modos, le confiscaron los baúles donde dice haber escondido 10 mil francos oro, razón suficiente sobre la que no tardará en solicitar préstamos entre los ricachones porteños. Su entrada en Buenos Aires fue triunfal: habiéndose hundido la balsa de desembarco, llegó nadando con cartas para Rivadavia, que todo el mundo creyó traían noticias de paz. “Varias personas dieron fiestas en mi honor. Se disputaban el placer de invitarme” -consigna.
Cada tanto visitaba al presidente, que lo sondeaba con amabilidad, pero se desilusionaba al saber que su guerra era ignorada en Europa. “Los diarios sostenían obstinadamente que era un agente secreto del emperador del Brasil” -recuerda Douville. Mientras, no pierde tiempo. A la señorita Laboissière le presta dinero con el que abre una tienda de productos importados de Europa que entran de contrabando. Los buques eluden misteriosamente el bloqueo y la sociedad prospera. Su negocio ofrece libros, perfumería, naipes, pomada, tarjetas de visita, fuegos artificiales, lápices, tinta, espejos; ellos habitan, discretos, la casa más grande de entonces, de dos plantas, y gozan de la asistencia de varios esclavos. Mientras, Douville se entrega a sus pesquisas; levanta un mapa de la provincia de Buenos Aires en el que constan las posibles fuentes de riqueza y hasta intenta una empresa minera.
Su éxito comercial no cubre sino que alimenta las sospechas. Un día lo llama Rivadavia: por cartas de París que le han secuestrado saben que había levantado mapas para José Gaspar de Francia en Paraguay, por lo cual le pide que le revele el paso más fácil para una tropa en el rio Uruguay. Debía ser útil a la nación que lo había acogido y donde prosperaba. Apelando al honor y a las promesas realizadas, Douville se niega. Su destino está echado.
Primero le mandan dos agentes provocadores que le tiran la lengua; los echa diciéndoles: “Cualquiera que sea tan vil como para hacer el oficio de espía con un hombre que los recibe amigablemente no merece sino desprecio”. Un día, viendo la popularidad del almirante Brown, ídolo del momento debido a sus victorias sobre la armada brasilera, compra una prensa litográfica, contrata a un francés y él mismo dibuja y vende grabados con su retrato que le reportan ganancias inmediatas. Incluso Mariano Moreno (hijo) dibujó para él. En otro momento se vuelve prestamista y chantajea a los comerciantes con hacer pública su situación financiera. También inventó un filtro de agua. Era demasiado.
Una noche se lo llevaron preso. Le pagaban con su misma moneda: le habían armado una simulación acusándolo de falsificador de dinero brasilero -valga la ironía- para poder hurgar en sus papeles. Pero no encuentran nada. Permanece incomunicado varios días, hasta que soborna a un guardia: “había encontrado a un hombre honesto” (sic). La Gaceta Mercantil publicó su denuncia: estaba preso e incomunicado sin causa. Era un escándalo de proporciones. “No se le acusa de haber falsificado el billete, lo acusan unicamente de haber podido hacerlo”, es el argumento de su detención, digno de Kafka. Los clamores por la injusticia fueron tan fuertes, dice, que renovaron la animadversión contra Rivadavia: “Cayó”. Fue sucedido por su mejor amigo, Vicente López, que lo visita en la cárcel. El juez acaba reconociendo la futilidad de la acusación.
Al salir, Douville se casa con la señorita Laboissiere, liquida sus empresas y se va al Brasil. Su tiempo en Argentina había terminado. Pero antes produjo un informe acerca de la provincia en el que se limita a describir Carmen de Patagones, la escasa cantidad de habitantes, los pocos soldados, la navegabilidad del río, las estrategias de guerra indígena y gaucha. Casualmente al año siguiente será invadida por la escuadra brasilera que será liquidada en la batalla de Cerro de la Caballada.
De regreso a París, tiempo después, Douville visita a Rivadavia, exiliado, para que le autentique los diarios donde se cuenta su desgracia. Su esposa había muerto en el Congo; nuevamente heredaba una fortuna. Volvió a Brasil y exploró las selvas adentrándose en la vida de los pueblos indígenas. Dejó un manuscrito que Alfred Métraux publicará en 1929 en la Revista del Instituto de Etnología de Tucumán. Sus colecciones dieron origen al Museo de Historia Natural de Bahía. Alguien con sus papeles murió asesinado en un pueblo amazónico. No era él. Acaso desapareció en la jungla como el personaje de El corazón de las tinieblas.