Al llegar a la plaza de Escalada, el sol encontraba resguardo en un movimiento genuino de los pibes y pibas. Se trata del ajetreo de la sinceridad. En los chicos es muy difícil de ocultar y encuentra el camino para salir de la sombra. Entre saltos y gritos, la ansiedad del deseo puro se traduce en una tensión que deriva, usualmente, en estirarse la ropa. Se agarran el cuello de la remera o el costado del short. No pueden estar quietos. Se endurecen desde la comisura de la boca hasta la base del cuello. “Soltate la ropa”, es el canto coral de las madres. Lo que pasa es que se viene una chance única: darle la carta a Papá Noel.

Para algún desprevenido, el panorama podría ser confuso. En la fila de más de cien chicos, conviven camisetas de Boca, de River, de Talleres de Escalada y de Lanús. La ilusión era la misma. Entre pelotas que brotaban desde las baldosas y muchos gritos de gol, porque todos hacían goles en todas las variantes de arcos, el sillón blanco del hombre de los regalos tenía un brillo que reflejaba cada sonrisa que arribaba en búsqueda de una foto.

Los tímidos, los jetones, los atolondrados y, también, los confianzudos, achicaban la espalda y los hombros cuando Papá Noel les hacía un lugarcito al lado. No sabían si tocarlo o no. Algunos llegaban al abrazo. Otros, con apenas una vibración de la mano intentaban transmitir su emoción. A veces era foto para uno. Otras, para tres o cuatro. “Una foto por grupo familiar”, repetía Milagros, una de las trabajadoras que organizaban el desfile de pibes.

No había peleas. Quizás, algún imprevisto por el que llegaba y no se dio cuenta que había que hacer la cola. Nada que no se solucionara con una indicación y un folleto con el QR para descargar la foto gratuita. Lo que sí, rara vez el beneficiario iba a hacer la fila. Eso, en la mayoría de los casos, terminaba siendo tarea de padres, tíos y abuelos.

Por eso, la mayoría de las imágenes retratadas por el fotógrafo tenían pelos al viento y un surtido de manchas en la ropa. Calesita, hamaca, tobogán, redes y un sinfín de juegos imanaban a los impacientes. Pasa que, o se quedaban en la placita o terminaban con el cuello de la remera tamaño estadio. La opción intermedia no existía.

Para los más pequeños, los que aún pueden distraerse de manera más simple, las mesas con lápices y rodeadas de almohadones eran un punto de relajación. Sentados, garabateaban sus pedidos a Papá Noel. Hacían sus cartas. Y, también, podían buscarlo. No al que estaba sentado meta foto y foto. Se repartía un mapita de Lanús con diez figuras de papanoeles escondidos, donde Ramiro y Noelia, entre otros, buscaban y buscaban sin parar.

En ese marco, con una tardecita que despedía el sol, el paisaje de la plaza de Escalada se teñía de jabón. Las baladas de Luis Miguel que despedían los parlantes del escenario hacían vibrar cientos de burbujas en el aire. Era una tarde de burbujas. Y es que, al menos, ya treinta o cuarenta chicos pasaron por el sillón de Papá Noel y se llevaron el regalo del día: un burbujero.

Entonces, las pelotas se convirtieron en burbujas. Pequeños arco iris se desprendían de cada pompa en la tarde dominguera. El correteo de pibes detrás de reventar con pasión cada burbuja traía aparejado el grito de “no te vayas lejos” y “hasta ahí”. Mientras tanto, la fila seguía. De las mochilas salían botellas plásticas de hielo que se tomaban al ritmo en el que se derretían. De vez en cuando, alguna Manaos, quizás algo tibia, decoraba la espera.

El interrogante de la jornada se subsanaba solo y el desvarío que condena un evento de este tipo se achicharra antes de pronunciarse. Hoy, la plaza, igualó. Todos se podían sentar con Papá Noel, tanto los que lo conocían como los que no. Entre ellos, los que no saben si alguna vez lo verán pasar por casa. Sucede que, para sorpresa de algunos, la Navidad no es festiva por inercia si no podés responder a una de las demandas que calan más hondo en una persona: la de los hijos.

Es fácil la conclusión de “lo material no importa”. ¿Y si importa? ¿Si el amor y el abrazo dan una felicidad incomparable pero que se queda chica si, al menos, no hay un burbujero en el arbolito? Encontrarse con alguien que abre su pecho y ofrece sin pedir nada a cambio, es una novedad dentro de algunas familias. Eso, se veía en Escalada.

No puede estar mal que un chico pida. Seguramente esté mal darle todo lo que pide. Pero, lo trágico, es que nunca tenga la oportunidad de consumar uno de sus deseos. No piden burbujeros. Piden que alguien los mire y, con ojos que envuelvan, les regale ese algo que permita decir que Papá Noel pasó. Que llegó. Que, al igual que otros, él también tiene. Alguno podrá comparar y angustiarse. Otros, solo reirán.

“Le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo servía para comprar celulares y plasmas”, dijo el economista Javier González Fraga en 2017. Es la lógica del “hay que pagar la fiesta” o ese tipo de absurdos conceptuales que solo sirven a la lectura numérica de una realidad que está atravesada por miles de vertientes significantes que provienen de una infinitud de experiencias vividas. Sucede que, ante la comodidad de no vivirlas, se ridiculiza el deseo del otro.

En aquella conversación con Luis Novaresio, el ex titular del Banco Central durante el menemismo, elogiaba la gestión de Mauricio Macri bajo premisas que hoy se suelen escuchar: sinceramiento de la economía y crecimiento basado en productividad. Para González Fraga, había “ilusiones” impresas en otro tipo de burbujas. Hablaba de una “burbuja de crecimiento” durante los gobierno de Néstor y Cristina Kirchner.

La referencia apuntaba al modelo político del kirchnerismo. Iba al hueso. No medía aspiraciones, sueños o pasados. Quería un balance de cifras, a su juicio, perfectamente equilibradas. De alguna manera, el repetido y tedioso superávit fiscal que empatiza con los que respiran detrás de cada hoja de cálculos. Una ecuación que hoy desborda de pibes atrapados en la ludopatía y, peor aún, en la crueldad que les impregna el dispositivo tecnológico del que son presos.

Hoy en día, el peronismo atraviesa esa circunstancia crítica que padece, cada tanto, todo movimiento político: llegar a la conclusión de cuáles son los deseos de la sociedad que pretende gobernar. Axel Kicillof, gobernador de la provincia de Buenos Aires, parte de la idea del Estado presente. La contraposición, la ausencia de Javier Milei. Sin ir más lejos en la constatación de la antinomia, hace pocas horas se cumplió un año del trágico temporal en Bahía Blanca. Aquel diciembre de 2023 tuvo al Presidente en la ciudad sureña diciendo, básicamente, arréglense como puedan.

Esa dualidad goza de legitimidades itinerantes. ¿Será que la sociedad quiere algo hoy y mañana algo distinto? No. La sociedad quiere vivir bien. Ese “bien” puede ir mutando con el devenir del tiempo, pero las premisas básicas subsisten: comer todos los días, poder mandar a los hijos al colegio, que con un laburo alcance, que la hija no corra riesgo esperando el bondi e irse de vacaciones en el verano. En el caso de los chicos, ellos quieren conocer a Papá Noel. 

En gran medida, los argentinos decidieron que el camino hacia sus objetivos hoy tiene avalado el sufrimiento. Rige cierta convicción alrededor de “esta vez vale la pena”. Alguien los convenció, y no pecó de tonto, de que tras décadas de tener la calle de tierra, olor a zanja, laburo en negro y temor a la noche, hoy el Estado no lo puede solucionar. O sí, pero en mucho tiempo. Y que hoy vale la pena esperar. 

Pero ojo, nadie quiere vivir peor. A principios de este año, Javier Rodríguez, ministro de Desarrollo Agrario, le decía a este diario que “nadie vota vivir peor”. Así que, ojo con la paciencia, más allá de cualquier triunfo electoral, incluso en 2025.

El berenjenal del peronismo se resolverá, más a la corta que a la larga. Pero, en el mientras tanto, no debe dudar en aplicarlo. Como dice Kicillof, “vinieron a desordenarles la vida”. Entonces, desde Lanús, hay una búsqueda ordenadora. La más importante, podría decirse, que es la felicidad de los chicos. Chicos felices, padres felices. Familias felices, pueblo feliz.

¿Puede un intendente resolver la macro? No. Pero, en el marco de un desguace del poder adquisitivo, desplome del consumo y encarecimiento en dólares de todo lo que conocemos, un intendente puede construir desde el arte de lo imposible. Puede torcer el prisma de la tarde y gestar algunos sueños cumplidos. 

Lo que sí puede un intendente es mostrar que las burbujas no son una ilusión. O sí, pero es una ilusión que se puede cumplir. Tan simple y práctico como permitir que más de 200 chicos le dejen su carta a Papa Noel.