El cuento por su autor
Mis abuelas, una italiana otra española, marcaron mi infancia y mi vida. Fueron, por diferentes motivos, cada uno de ellos referidos a su historia personal, mujeres extraordinarias. Mi abuela española, Vicenta, llegó a la Argentina a los siete años; su familia, recién entonces reunida, fue a vivir al campo; a los dieciocho años se casó con mi abuelo Juan Iparraguirre y también vivieron en el campo, en Los Toldos. Tuvo, desde que la recuerdo y hasta el final, la constancia de la alegría. Cantidad de hijos y una familia que conservó costumbres y dichos españoles hasta mi padre, el menor de todos. Enorme familia acogedora de nietos, huérfanos y viudas. Pasaron a vivir al pueblo, en una casa enorme, la de mi infancia, de cuartos altos, biblioteca maravillosa donde empecé a leer, castaños y magnolias en el patio principal. En esa casa, a lo largo de los años, después de cenar o a la tardecita o en el banco de la puerta de calle, mi abuela hablaba de Puebla de Lillo, del río helado en invierno, de su abuelo, de la nieve, de la peña de Susarón, que quedaron en su memoria hasta el fin de sus días.
El relato pertenece al libro Del día y la noche y forma parte del volumen Cuentos reunidos, que acaba de publicar Alfaguara.
Puebla de Lillo, España
En tren, de Bilbao a León, en busca de Puebla de Lillo, la aldea de la que salió mi abuela a los siete años, en 1878. El País Vasco se despide con una leyenda de paredón: “Políticos: a la cámara de gas”. Avanzamos por los Pirineos, los Picos de Europa. El tren corre en medio de la montaña y la montaña es verde y domesticada. Voy al encuentro de mi abuela niña y me lleno de una imagen de ella: a los siete años, una pañoleta cruzada sobre el pecho y los zuecos de madera de los campesinos. Niña que viajará a un país remoto, se casará, tendrá doce hijos y morirá a los cien años. Por el pasillo, una señora muy alegre empuja un carrito que ofrece “Bollería” y “Frutos secos”.
Tres y media de la tarde. Sentada en el café Europa, frente a la explanada de la catedral de León, experimento mi insignificancia. Gravita sobre mí el poder espiritual de la cristiandad bajo la forma de la prodigiosa construcción que se levanta y se fuga al cielo. Un turista intenta que la catedral salga en la foto y, con extrañas contorsiones, retrocede en cuclillas hasta desaparecer de mi vista. Cuando paso por ahí, en el fondo de la calle, un montón de gente agachada trata de que las aladas torres entren en cuadro. Entre los adoquines y en las paredes de esta ciudad ocre, incrustada por todas partes, la vieira de bronce, signo que indica a los peregrinos, desde tiempo inmemorial, el Camino de Santiago. Estoy en el país de mi abuela. Suenan las campanas, acompasadas, en el aire, en el cielo, en el vuelo de las palomas, contestándose. Es un sonido antiquísimo.
La catedral me produjo una conmoción y quedé sin palabras; apenas contesto lo indispensable al chofer, que es locuaz. Hago los 72 kilómetros subiendo la montaña de León a la aldea en coche de alquiler. El colectivo pasa una vez por semana. El cartel Puebla de Lillo me alcanza en una curva del camino. Pueblito de 370 habitantes junto al río Porma. Quedo en la puerta del único hostal, el Ruta del Porma. El cuarto está arriba. Entre bienvenidas y exclamaciones me suben el bolso. Quiero estar sola. Se cierra la puerta. Atravesada por la emoción miro los techos bajo los cuales vivió la niña que sería mi abuela en el último tercio del siglo xix. Puebla de Lillo, ni más ni menos que cuando ella la dejó. Bajo. Hay gente en el minúsculo bar y hablan de mí. Se ha corrido la voz de que ha llegado una argentina, que vengo en busca de la casa de mi abuela. Me convierto en la máxima atracción local. Los vecinos entran al hostal a conocerme o a enterarse y enseguida quieren cooperar en la búsqueda. Estúpidamente digo que el apellido de mi abuela es Alonso. Aquí son todos Alonsos. Comento que ella decía que su abuelo tenía en la casa un “estanco de tabaco y estafeta de correos”. De chicos, nunca supimos qué era un estanco; de chicos, cuando en las grandes reuniones familiares nos decían “la gente menuda”. “Aquella era la casa que tenía un estanco”, señalan. Me miran con simpatía. ¡He venido desde América! No dicen Argentina, dicen América. Maja de mi arma, vida mía, cariño, así me hablan las mujeres de Lillo cuando me indican algo. Cruzo el pueblito de norte a sur y de este a oeste. Detrás de la ventana del único bar, los hombres me ven pasar una y otra vez por la plaza del tamaño de un patio, con una fuente y un grifo. Me guía lo que escuché en la infancia una y otra vez, lo que mi abuela nunca olvidó: el río, la nieve, la peña, la casa “contra la montaña, en la roca viva, el pesebre abajo”, revivido ochenta años después, en un pueblo de la pampa, un pueblo tan chato que desde acá parece imposible. No me alcanzan los ojos para fijar lo que veo: el minúsculo puente sobre el río, alguna casa abandonada sobre la ladera de la montaña, tal como ella la describía. Podría ser ésta. Toco paredes, recojo clavos enormes y oxidados, voy y vengo por las callecitas que apenas tienen unos metros de ancho y de largo.
Me embelesa la iglesia del siglo XVII, de tamaño acorde con la aldea: San Vicente. Me dicen que allí puedo conseguir información. Debo ir antes de la misa de las siete de la tarde y hablar con el padre Constantino. A las siete “abre”; a las siete y media, “cierra”. Diez minutos antes de las siete -es otoño y aunque todavía hay luz el sol ya ha desaparecido tras las montañas-, atravieso el pórtico, un refugio abovedado, estilo gótico, que sobresale unos cuatro metros adosado a la pared lateral de la iglesia, con largos bancos de piedra donde en invierno los fieles se refugian de la nieve y dejan los zuecos antes de pasar. La entrada principal del frente, me explicaron, se reserva para los días festivos. El padre Constantino, de espaldas a mí camina hacia el altar, como si acabara de entrar, antes que yo. Ya sabe de mi existencia y a qué he venido. Con aire resignado se rasca la cabeza. Le digo que tengo la fecha exacta del nacimiento, mientras descubro la pila bautismal, el altar modesto, el mantel inmaculado, las flores; no parece una iglesia sino una casa acogedora, arreglada con esmero. “Pues entonces, vamos ahora”, me dice, y enfila hacia el costado del altar, donde tres escalones de piedra curvados por los siglos bajan a una puertita oscura y misteriosa: la sacristía. Pasa detrás del escritorio, se arrodilla y desaparece por un rato. Yo estoy en ascuas, con un sándwich de tamaño desconsiderado en la mano, a medio comer, con el que salí del hostal para no perder tiempo. Empiezo a disculparme, pero asoma la cabeza y me dice: “Come, hija, come”. Vuelve a sumergirse. Emerge con la cara y la calva rojas y con un libro de anotaciones parroquiales muy viejo. Lo abre y busca: 25 de agosto de 1871, “¿Vicenta Luisa?”. Me mira interrogativo. Le digo que sí con la cabeza. Me lee el acta de bautismo. Están todos los nombres, sobre todo el que yo más quería, el del abuelo de mi abuela: José Alonso y Alonso (acá todos son Alonsos). Me levanto de la silla con el sándwich en alto y doy unas exclamaciones inconexas de agradecimiento, la emoción no me deja hablar. El padre, sonriente, se sonroja. ¿Cómo puedo hacer para tener una copia de ese libro precioso? “No hay problema”, dice, se da vuelta, quita un paño eclesiástico bordado que cubría algo cuadrado y queda a la vista una fotocopiadora casi casera, de las primeras que se deben haber fabricado, abre la tapa y pone el libro de boca, pero no cabe. Lo cierra y repite: “No hay problema, te lo llevas y mañana Teresa (una monja) te lo fotocopia en la escuela” (única fotocopiadora nueva del pueblito). Veloz, busca una bolsa de nailon de supermercado, mete el libro dentro y me lo da. Tiene que empezar la misa. Salgo abrazada al libro. En el Hostal miro y vuelvo a mirar las páginas comidas por los años. Repaso con el dedo la línea donde consta el nacimiento de Vicenta Luisa. De golpe pienso que debí quedarme a misa, al menos como cortesía con el padre Constantino. Bajo apurada y salgo. Atravieso corriendo la plaza. Desde el bar me miran porque acá nadie corre, salvo por un incendio o catástrofe similar, supongo. Vienen hacia mí las mujeres (cinco o seis); la misa terminó. Entre ellas, la hermana Teresa. Mañana me pasará a buscar para hacer la fotocopia. Me apuro; cuando doblo por el costado de la iglesia, oh sorpresa, veo al padre a bordo de un autito estacionado de punta contra la pared combada de la parte de atrás, la que corresponde al altar. Pienso que se va, que acá viene sólo a dar misa, que se vuelve a León. Él no me ha visto porque está dando marcha atrás, el brazo sobre el asiento del acompañante y la cabeza vuelta al camino. En un impulso, me largo a correr por el costado y detrás del auto, haciéndole señas y gritándole: ¡Padre, padre! Frena sobresaltado y me mira, atónito, por la ventanilla. “Tranquila, hija, Teresa te va a hacer la fotocopia.” No, le digo, no; padre usted se va y yo quería sacarle una foto. El gesto del padre Constantino de ochenta años es delicioso; hace como un gorjeo desde la ventanilla y sacude la cabeza: “¿Cómo? ¿Una foto? ¿A mí?” Ha abierto la puerta del coche y en los pedales veo las zapatillas de fieltro escocesas, marrones y té con leche. Por favor, padre, en el portal de San Vicente, le digo mientras pienso que la timidez hace sonrojar al padre. Se ríe. “Bueno, bueno...”, baja y deja la puerta del coche abierta. Camina los quince metros hasta el refugio, se para en medio de la arcada de piedra y me mira. “¿Aquí?” Sí, ahí está perfecto. Enfoco a través de la lente al padre Constantino García Alonso mirando la cámara sonriente. Mil gracias padre: Adiós. Lo acompaño hasta el auto. Él sube y me saluda con la mano. Vuelve al volante y da otro poco de marcha atrás para poder maniobrar y enfilar hacia la ruta. Sin darme cuenta yo camino al costado del auto poseída por la pena de no verlo más, me coloco al costado de la ventanilla y aferro el borde, no sé con qué propósito, tal vez para acompañarlo corriendo hasta la ruta a León. El me mira asombrado, pero deja de mirarme porque con una maniobra exacta, gira el volante y mete el auto de trompa en el refugio lateral de la iglesia, por la arcada donde acaba de posar para la foto. Me doy cuenta de que estaba equivocada, el padre no se iba a León ni a ninguna otra parte. Baja, se me acerca y me dice: “Lo guardo acá por el rocío de la noche”. Sin comentarios sobre mi extraña actitud, me saluda y me despido.
Todavía hay algo de luz y me pierdo en las callecitas que apenas son espacios entre las casas. La luna acaba de colgarse sobre el perfil de una montaña. Por el camino empinado viene un hombre viejo, de boina, con una vara en la mano, hablándole a tres vacas. Cuando pasa, escucho: “Vamos, Eudosia”. ¡El nombre de una de mis tías! Parece familiar en Lillo; sonaba extravagante cuando éramos chicos. Menos mal que no nos pusieron Eudosia, decíamos con mi hermana. Camino al azar de los declives mientras se hace de noche. Todo es silencio en la aldea. Paso junto a la torre romana. Respiro el aire helado; dejo que Lillo se meta en mi sangre. Más abajo, los escorzos de las casas cobijadas por la ronda de montañas, la peña de Susarón de la que ella hablaba, las luces en las ventanas, los bordes nevados contra las estrellas. Un rato después entro al hostal; es la hora del aperitivo y los hombres colman las pocas mesas del bar. Todos saludan “a la de América”. Junto al mostrador está el padre Constantino; me hace señas de que me acerque. “Ven, te invito, ¿qué quieres tomar, hija?, ¿un vermú? A ver, venga, ¿qué quieres?” Pido lo que toma él, un vaso de vino tinto. Está encantado de este nuevo encuentro y yo también. Hablamos acodados en el mostrador entre murmullos y humo. Hace cincuenta años que es párroco de San Vicente. Es un hombre culto, sabe las cosas del lugar, su historia. Me dice: “El castaño de la iglesia ya debía de estar en tiempos de tu abuela niña, porque cuando yo me hice cargo tenía más de cien años”. Lo quiero. Le digo que mañana voy a mirarlo más detenidamente y que me llevaré unas hojas de recuerdo. Brillan sus ojitos azules. Me pregunta quién soy y qué hago. Le cuento mientras pienso que este anciano hace mucho que no tiene una conversación de este tipo. Para los habitantes de Lillo el padre Constantino debe haberse vuelto casi invisible. De repente, levanto el vaso y le digo: Padre, ¡por Lillo! Lo tomo por sorpresa y se ruboriza de satisfacción: levanta el vaso y chocamos. Proseguimos: le pregunto dónde hizo el seminario, (en León); cómo era Lillo cuando él vino, (igual). Finalmente mira el reloj: “Bueno, hija, tengo que irme”, hago el gesto de buscar en el bolsillo del gabán y casi le produzco un ataque. “De ningún modo”, pone las monedas sobre el mostrador. Adiós y gracias por todo, padre, le digo. Me da unas palmaditas cariñosas en el brazo. Va al perchero en busca del abrigo y de un extraño gorro de piel, de bordes doblados hacia arriba, y se lo pone. Es extraordinario porque no se lo encasqueta, le queda arriba de la cabeza, como posado. Desde la puerta me saluda y sale a la noche. Miro su vaso, abandonado sobre el mostrador. Qué hombre tan bueno, pienso, y me viene a la memoria un verso: inocente como los pájaros. En Lillo todos parecen mirar la vida con una cierta inocencia aldeana, cierta ingenuidad. En realidad, es solo ausencia de cinismo, lo que un argentino percibe de inmediato. La inocencia no excluye un realismo duramente pragmático y las cosas son como son. Esta combinación transmite una tranquilidad balsámica.
A la noche no puedo dormir y abro la ventana de mi cuarto del único piso del único hostal del que soy única huésped. Brilla la luna y hace frío. Contemplo los tejados silenciosos, la plaza y el campanario de San Vicente, la protección de las montañas. Siento un gran sosiego. Por estas calles imagino a mi abuela de la mano de su abuelo a quien adoraba (“era mi padre, mi abuelo y mi padrino”). El tiempo se escurre hacia el pasado hasta tocar una raíz viva, una larga genealogía de humildes gentes campesinas. Recupero a mi abuela de una manera intensa; comprendo su alegría natural, su laboriosidad, su severidad religiosa, su humor para las debilidades humanas, su estoicismo ante la muerte. Esta aldea es como ella o ella era como su aldea. La protectora montaña de Susarón, el río Porma, que se helaba en invierno; el cuidar las ovejas, las terribles nevadas; los bailes en el verano de la plaza, la memoria oral de incontables coplas y cuentos y canciones; la despedida inconcebible, el viaje en carreta hasta el puerto de Gijón, con su madre y hermanos; el aprendizaje de ocultar el miedo y el llanto; el barco, el mar demasiado inmenso para sus siete años.
No hay en Lillo nada monumental, solo la huella de generaciones de hombres y mujeres anónimos, pastores y labriegos, que iban a la iglesia a anotar bautismos, casamientos y defunciones y que sólo por eso se sabe de ellos. Me conmueve hasta los huesos esta humildad de vivir, la comprensión de algo que va más allá de la filiación genealógica, una imagen del pueblo, de años y años de trabajo durísimo, de emigración, de irse poco menos que a la nada, de dejarlo todo, de inventarse una pertenencia en un lugar desconocido: el sentido profundo de una épica innumerable, puramente humana.
La fotocopia del libro de bautismos, una bolsita con tierra de Lillo, fotos de las casas viejas contra la montaña, hojas del castaño, piedras del río Porma, una imagen de San Vicente, todo esto llevo en mi bolso cuando dejo Lillo. Pienso que ella lo aprobaría que, de haber sabido, de haber podido, éste habría sido también su equipaje.