No hay pasos, como si cada uno pudiera bailar con el tango que trae, con lo que la música despierta. En Neurotango ni alumnos ni profesores están pendientes de los roles tradicionalmente femeninos y masculinos. No hay quien lleve, no hay quien se deje, ni tampoco la búsqueda de la excelencia técnica, que en otros espacios quita el sueño. Lo que sí hay son algunos movimientos que los profesores proponen para ser enseguida desguazados por los alumnos. Antes de empezar a bailar precalientan tocando instrumentos para ver hacia dónde los llevan el ritmo, las ganas de actuar algún pasaje de lo que dice la letra o la cabeza, que ese día puede estar más en otro lado que en clase. “Decisiones que cada uno va tomando sobre su propio cuerpo, que aquí se entiende como mutable”: así resumen los profesores algo de lo que se puede captar en las clases que dan en la Universidad Nacional del Arte para jóvenes adultos con síndrome de down y para personas que viven con autismo. María Teresa Gil Ogliastrini, que es bailarina, psicóloga y fundadora de Neurotango, define a este proyecto ganador en 2017 del premio Mecenazgo Cultural del Ministerio de Cultura como “una combinación entre la danza-terapia y los recursos de interacción social del tango para personas con neurodiversidad”.

“¡Y yo!”, agrega una alumna, Bárbara Crespo.

María Teresa: Sí, también como Bárbara. Lo que queremos decir cuando decimos neurodiversidad es que nuestro cerebro, el de todos, es distinto y que acá buscamos la capacidad que está detrás de la discapacidad. Usamos el tango para explorar movimiento, espacio, emociones, ritmo y sincronía.

¿Cuáles son los recursos de interacción social del tango? ¿En qué sentido puede volverse terapéutico?

María Teresa: Son la mirada, el contacto con el cuerpo del otro. No pasa tanto por buscar que el pie esté estéticamente alineado así o asá. Vemos al tango como una danza para encontrarnos. No lo inventamos nosotros: es algo que ya está en el germen del tango, para el que lo quiera ver. 

“¡El círculo!”, acota Bárbara, que en general es la más callada de las alumnas pero para esta nota decidió tomar el lugar de apuntadora de la maestra.

María Teresa: En una milonga se baila de modo circular, es una gran ronda. Todos los bailes folclóricos tienen al círculo como dinámica porque es la forma en la que podemos mirarnos, todos damos la cara. Hay una equidad, todos nos estamos desplazando constantemente pero sincronizados y nos esperamos para no chocar.

Lucrecia Pereyra, la más joven y también la más antigua del grupo, prepara una coreografía con una de las profesoras. Se acomoda en el medio del salón con porte de bailarina clásica. Las dos mujeres esperan fumando espalda con espalda sosteniendo marcadores que hacen de cigarrillos. Después dibujan coreografías por separado y tranzan firuletes con el humo imaginario hasta reencontrase en un abrazo.

Lucrecia: Tengo 23, pero llevo muchos años bailando. Lo que más me importa es bailar y estar segura al hacerlo. Sentirlo en el cuerpo. Comparto mis tristezas, mis alegrías con la música. Me dejo llevar y eso me pone más segura, más relajada. Después, lo que me cuesta un poquito es integrarme a un grupo pero acá no hace falta. Bailar es para disfrutar. Me emociono cuando digo esto. Somos personas muy sensibles, porque somos artistas.

“A mí lo que más me gusta de todo esto es bailar con Augusto. También tengo fotos de él”, aprovecha Florencia Blengino para hacer su declaración. Y la sigue Javier Trunso: “Quince años hace que bailo tango. Y éste es un lugar muy importante para mí porque acá decidí que me iba a casar con una compañera: yo soy el novio de Florencia desde hace mucho”.

Javier prepara con los profesores Augusto y María Teresa una coreografía que escenifica un sufrido triángulo heterosexual con “El último café”. La chica entra del brazo con uno pero le hace un guiño a otro. De pronto Javier decide cambiar un movimiento y eso genera que la coreografía tome otro sentido: ya no hay un compadrito engañado sino un trío dinámico. Dice Augusto Balizano, coreógrafo de Neurotango y creador de la milonga gay La Marshall: “Siendo la última clase antes de la muestra de fin de año seguimos improvisando. Este último final que planteó Javier cambia toda la coreografía. En una clase tradicional como profesor llegás y les decís a tus alumnos: esto se hace así. Acá tenés que estar a la expectativa de qué sucede cada sábado. No es tanto la búsqueda del paso y la técnica, sino del encuentro”. Posiblemente este modo de trabajar sea una opción para llevar a la práctica de la danza el lema de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de las Naciones Unidas, ratificada en Argentina en 2008. El lema es “nada de nosotros sin nosotros” e implica garantizar que las personas con discapacidad disfruten de los derechos fundamentales, dando voz y poder de decisión justamente a los involucrados.

Una vez que la clase terminó Adriana Reinozo, licenciada en expresión corporal y coordinadora de Danza Integradora en el Hospital Rocca, comenta: “Tenés que estar preparada para que pase cualquier cosa. Yo a eso lo llamo ‘los emergentes’. De pronto hay un alumno que no tiene ganas de trabajar y se respeta su tiempo”. Dicho esto, la conversación es interrumpida. La madre de Javier, que lo había venido a buscar, se arrepintió y encaró la vuelta hacia el salón. Javier del brazo de su mamá, una tía y otras madres entran en caravana, alterados, en una escena que parece robada de Esperando la carroza. “¡Javier se olvidó el diente!”, se lamenta en un grito la mamá. “Lo perdió durante la clase, o saliendo. No se acuerda dónde lo perdió o no dice dónde. O peor ¡se lo tragó!”. Todos los presentes emprendemos la búsqueda del diente y el canino aparece en un hueco entre las maderas del piso. Cierra Adriana: “¿Ves? Esto también es un emergente”.

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