I

A mi hermana, los grandes siempre le estaban halagando la melena. Yo, que tenía una mata negra que apenas llegaba a cubrirme los ojos, miraba caer en el aire ese pelo ensortijado con los puños cerrados. “A vos ya hay que cortártelo”, me decían. Cada dos o tres meses mis padres pronunciaban la odiada sentencia, intercambiando miradas de acuerdo juicioso. Yo entraba a la peluquería con el paso fúnebre de quien se dirige a la horca. Terminado su trabajo, el hombre me acercaba un espejo para que pudiera apreciar la poda desde todos los ángulos, mientras me sonreía esperando el visto bueno. “Está bien”, le decía resignado, le pagaba los 10 pesos que salía el corte y me volvía a mi casa bajo una nube negra.

 

“Mi guardapolvo iba con cinto, yo sentía que era un vestidito. Aunque me aconsejaban que lo dejara más suelto, en el camino me lo ajustaba”, recuerda Noelia Trujillo de sus días de escuela allá por los 70.

II

Mi hermana tenía toda clase de Barbies. La embarazada, la sirena, la gimnasta, lla novia, y muchas otras. A mí me encantaba jugar con esas muñecas, pero supe que las tenía prohibidas sin que tuvieran que decírmelo. Desde que una noche, a mis tres años, dije casualmente durante la cena que Luis Miguel era muy lindo, mis padres me fueron enseñando, mediante aparatosos intercambios de miradas sombrías cada pronunciación maricona, qué aspectos de mi persona era mejor guardarme. Lo que me gustaba de las muñecas era su pelo, y las posibilidades que ofrecía: colitas, trencitas, rodetes, batidos. Pero las oportunidades que se me presentaban para poner mis ávidos dedos sobre esos pelos de plástico blondo eran casi nulas. La ocasión perfecta llegó cuando mi hermana se enfermó de paperas. Durante la semana que estuvo postrada, las Barbie y yo disfrutamos a diario de amenas sesiones de peluquería en el baño de mi casa. Durante una de esas sesiones mi madre abrió la puerta del baño de un solo y brioso movimiento, y la visión de tan singular asamblea le sopapeó la cara como si la hubieran arrojado un pescado podrido. 

 

En 1994 Juan Pablo Nario cumplió el sueño de tener su propia melena camp.

 

III

Creo que eso fue en el 96, el año que pasaron María la del Barrio por primera vez. Yo amaba a Thalía. Alucinaba con su cintura de avispa y sobre todo esa cascada de rizos chocolate que caían sobre su cuerpo diminuto. Fue frente a ese espejo, oreando la melena incorpórea, que me pesó demasiado esa ausencia, y en un temprano acto de dragueo, me confeccioné una modesta peluca con un buzo de Mickey. La peluca-buzo era más austera: había que ajustarse el cuello de la prenda al cráneo como si fuera una vincha, y dejar que el buzo cayera como la cofia de una monja. Esa tarde mi madre también abrió una puerta y se encontró con una visión singular, pero, en lugar de proferir el acostumbrado grito censor, se empezó a reír. Lo del buzo en la cabeza le pareció simpático. La performática mariconería del acto le pasó inadvertida. Y así fue que, un poco maña de loca, otro poco miopía de paqui, me salí con la mía meneando esa pelambrera subversiva y maricona al viento rosado de mi niñez. 

 

Jorge Luis Peralta, el niño que amaba a Andrea del Boca, en 1988.

 


Mariconcitos se presenta el jueves 14 de diciembre a las 20 en Santa Fe (Bar La Tasca, San Martín 2846) y el sábado 16 de diciembre a las 19.30 en Córdoba (Bar Repúblico, Santa Rosa 391). A partir del 14 de diciembre se podrá descargar de mariconcitos2017.wixsite.com