Anita nació en un barrio de Rosario, en una casa baja de paredes descascaradas donde el olor a puchero se mezclaba con el de la tierra húmeda. Era la mayor de cuatro hermanos y, desde chica, se acostumbró a poner el cuerpo. Su madre, una mujer de manos agrietadas y fe inquebrantable, le enseñó que había que trabajar duro y confiar en la Difunta Correa, que siempre cuidaba a los caminantes y a las madres que protegían a sus hijos. En un rincón de la cocina, sobre un estante gastado, había una imagen de la Difunta con botellas de agua alrededor. Su madre decía que era ella la que los protegía de las tormentas y de la pobreza, y que gracias a ella nunca faltaba un plato en la mesa.

Anita creció sintiendo que tenía que ser esa agua para su familia, alivio y sostén. Cuando sus padres volvían de la fábrica con la espalda molida y los pies hinchados, ella se encargaba de sus hermanos. Se metía en la cocina, cortaba las papas finitas como había aprendido, y les servía la comida mientras les contaba historias inventadas para hacerlos reír.

Aprendió pronto lo que era la necesidad. Hubo noches en que su madre se iba a dormir sin cenar para que ellos comieran, y Anita lo sabía, aunque nadie lo decía en voz alta. También supo lo que era la discriminación. En la escuela, una maestra una vez le dijo que no iba a llegar muy lejos porque “a los de tu barrio” no les gustaba estudiar. Anita no respondió nada, pero esa noche se quedó despierta hasta la madrugada, estudiando con una vela para que sus hermanos no se despertaran.

Su carácter se armó así, entre la ternura que volcaba en su casa y la fiereza con la que enfrentaba las injusticias en la calle. Era brava. Si algún pibe del barrio se pasaba de la raya con su hermana, se le plantaba en la puerta de la casa y lo hacía pedir disculpas. Si en el almacén alguien trataba de adelantarse en la fila, saltaba sin dudar. Se hacía respetar.

Cuando decidió estudiar medicina, algunos en el barrio se rieron. “¿Para qué? Si igual no vas a poder”, le decían. Pero ella no escuchó. Trabajó limpiando casas, cosiendo botones en una fábrica textil y dando clases particulares para poder pagarse los libros. El día que recibió la libreta universitaria fue el primero en que su madre la abrazó llorando. Le dijo que iba a cambiar el mundo, y le creyó.

Con Luis se conocieron en una reunión política en Rosario, allá por 1977. En una casa llena de humo de cigarrillo y olor a café recalentado. Había llegado tarde, con el guardapolvo arrugado debajo del abrigo, porque venía directo del hospital. Tenía el pelo recogido de cualquier manera, un par de anillos que le bailaban en los dedos flacos y esa manía de hablar con las manos que hacía que todo pareciera urgente.

-La salud es un derecho, no un privilegio -decía ella, señalando con el índice como quien marca un gol.

Luis la miraba con una cara de boludo que no podía disimular. No era solo lo que decía, era la forma en que lo decía, como si no existiera ninguna fuerza en el mundo capaz de frenarla. Lo que más le gustó fue que ella no le tenía miedo a la discusión. Se habían cruzado en una volanteada y él le había cuestionado el texto que estaban repartiendo. Ella lo fulminó con la mirada, le devolvió el volante y le dijo que si no le gustaba que lo hiciera él.  Desde ese día, no se la pudo sacar de la cabeza.

Ella estudiaba medicina, pero también atendía en las villas de Rosario, cosiendo heridas con lo que había, consiguiendo medicamentos que no le llegaban a los pacientes, a veces le metía mano a la olla también. Vestía pantalones anchos y camisas que siempre parecían demasiado grandes, con el guardapolvo encima, medio manchado de tinta y con los bolsillos llenos de chucherías: caramelos para los chicos, curitas y biromes mordidas.

Militaban por lo justo y necesario, que no haya pibes con hambre, que la universidad siguiera siendo pública, que a los trabajadores no los pisotearan. Creían que todo eso era posible, que bastaba con organizarse y meter el cuerpo.Y lo metían. Caminaban barrios enteros con los zapatos empapados, repartiendo volantes que se deshacían en sus manos. Volvían con las medias mojadas pero riéndose. En la cocina de su departamento tomaban mate mientras él escribía y ella repasaba apuntes de anatomía.

Una noche, después de pegar afiches hasta que se les acabó el engrudo, terminaron en un bar del centro. Ella tenía las mejillas coloradas del frío y él no podía dejar de mirarla.

-¿Por qué me mirás así? -preguntó ella, acomodándose el pelo detrás de la oreja.

-Porque no entiendo cómo alguien puede ser tan hermosa y putear tan bien al mismo tiempo -dijo él.

Ella largó una carcajada que hizo que todos en el bar se dieran vuelta. Se besaron esa noche. Y después, muchas noches más.

El día que decidieron tener un hijo fue también uno de esos días en los que el mundo parecía posible. Habían terminado una jornada, dando una charla sobre primeros auxilios. Se quedaron charlando en la vereda con los vecinos, riendo con los chicos que corrían descalzos por la calle.

-Imaginate tener uno como ese -dijo él, señalando a un nene que trepaba un árbol mejor que un mono.

-O como esa de allá -dijo ella, apuntando a una nena que se quedaba con un puñado de caramelos a cambio de no llorar.

Y entonces se miraron, sabiendo que ese era el momento.

-Un hijo nuestro va a ser terrible, ¿sabés? -dijo ella, sonriendo.

-Va a ser el rey del mundo -contestó él, y la abrazó tan fuerte que ella sintió que el miedo se iba.

Cuando se lo llevaron, ella llegó en el momento en que milicos estaban subiéndolo a un auto. Él forcejeaba con la camisa empapada de sangre, pero con los ojos encendidos como dos brasas.

-¡Llévenme a mi hijos de mil puta! -gritó ella, desesperada.

Pero uno de los tipos la agarró del pelo y le dijo al oído: "No te hagas la gallita, que a vos te vamos a buscar después".

Él la miró, con la cara destrozada pero con una sonrisa mínima, que decía "andate, escapate, vos podés". Esa noche dormía en casa de unos compañeros cuando alguien golpeó la puerta. Ella no pensó en su hijo, ni en ella misma. Pensó en todos los que estaban en peligro. Pasó tres noches sin dormir, recorriendo casas, sacando compañeros, organizando huidas. En una pensión sacó a dos pibes escondidos en un ropero; en otra, convenció a un tipo de que saltara desde un balcón para salvarse. Sabía que si se quedaba un día más, se la llevaban puesta.

Cuando no quedaban más a quienes salvar, se quedó en una vivienda céntrica, parecía entregada. Los milicos rompieron la puerta para llevársela y la casa estaba sola con todas las canillas abiertas, comenzando a inundarse. Había dejado un mensaje para sus compañeros y se fue. 

Desapareció con lo puesto. Decían que la vieron junto a su hijo cruzar una frontera de madrugada caminando o que se escondía en un altillo del que apenas salía cuando era necesario. Hubo quien juró haber recibido una carta suya, sin remitente, solo con unas palabras escritas a mano: “Estamos acá”.

Hay quienes aseguran que una vez la vieron en una estación de trenes, con un pañuelo grande que apenas dejaba ver su rostro. Otros dicen que en ciertas marchas, cuando la multitud se dispersa, una mujer de ojos húmedos se pierde entre las sombras.

Cuentan algunos que los 24 de marzo, cuando el sol raja la tierra y el calor comienza a secar las gargantas, alguien deja botellas de agua en las esquinas. Siempre son las mismas: botellas simples, sin etiquetas, alineadas prolijamente como si alguien las hubiera dejado con devoción. Algunos dicen que es cosa de los vecinos.

En una vigilia por los detenidos desaparecidos, una mujer dejó una botella de agua a los pies de una foto de Luis en blanco y negro. Nadie la vio llegar ni irse, pero alguien juró que llevaba un guardapolvo blanco, con los bolsillos llenos de cosas y una birome mordida asomándose.

Quizás sea solo un mito, pero hay una certeza: en cada barrio donde alguna vez militó Anita, el agua siempre aparece. Fiel e inagotable, como el amor de una madre, como esas mujeres que, aunque las quieran borrar, siguen caminando.