Cursé el secundario a principios de la época del que se vayan todos. Era de lo más común usar unas mochilas genéricas negras, precarias de compartimentos, con correas que no respetaban ningún consejo de ergonomía y que presentaban, como único distintivo que diferenciaba una de otra, una estampa con el logo de una banda de rock nacional o internacional; o el rostro iconográfico de un conocido músico.
Si menciono esto es porque el que la adquiría no era por sus simples funciones maleteras de traslación de libros, bolígrafos, apuntes, puchos, preservativos o cartas de amor, sino con una finalidad ontológica, por su sentido identitario de pertenencia a algún grupo, como salvoconducto ante el ejército de los nadie o como carnet vitalicio de una etnia musical.
La música, que es mucho más que música, te definía, te explicaba ante los otros y te ahorraba el ejercicio de tener que contar una narrativa personal o la necesidad de inventarte ante los demás, sino solamente lucías tu bandera y el resto ya conocía rasgos de tu carácter, comportamiento, inclinación ante temas político o debates dilemáticos de la sociedad; y, al igual que la bandera nacional, era indispensable evitar el lavado para no deshonrar su gloria.
Mi madre eligió regalarme una de estas mochilas con la imagen de Mick Jagger bailando histriónicamente sobre un escenario febril y me acompañó todo el trayecto de la secundaria. Otros compañeros lucían la suya de Cielo Razzo, Callejeros, Viejas Locas, Charly y su mirada roja influyente o sus uñas metalizadas en un eterno say no more, los Redondos o Soda, el flaco Spinetta, Los piojos, La 25, Almafuerte, La Bersuit y con ese distintivo se iban formando grupos y subgrupos, las melodías y la poesía nos amontonaba en el patio y en las galerías, y no el viento del otoño.
En la clase de Literatura la profesora convocaba al frente a recitar un fragmento de Martín Fierro. Me tocó pasar al patíbulo y en el ínterin que demora el arquero en regresar meditabundo a los tres palos para la ejecución de la pena máxima alguien, como un hincha fanático omnisciente conocedor de vida y conciencia personal de cada jugador del plantel y que se esmera en vociferar el insulto más creativo para lograr aplausos e hilaridad en la hinchada, gritó desde la comodidad de su butaca, dale…rollinga frustrado.
Y en esas tres palabras que crecieron ahogando el bullicio del salón para guardarlo en el silencio del armario con sus impotentes diccionarios Larousse o entre el olor a pucho de los suéteres de los infieles percheros, ante esas tres palabras que se impusieron sobre las demás y que se pretendieron un agravio comprendí la lección.
Desconozco hasta el día de hoy qué pretendió decir el que la formuló, pero causó en mí una profunda reflexión. Martín Fierro no fue un obstáculo ni un gaucho verdugo y sus consejos los había memorizado con fruición y con mate amargo, pero el contrapunto lo tenía en otro lado, al regreso a casa y la obligación de escuchar una de las mejores bandas que produjeron los años 60.
Había descubierto que solo había escuchado algunos temas por radio o televisión como quien oye llover y que debía ser plenamente conocedor y coherente de lo que enarbolaba todas las mañanas a mis espaldas en las hileras del patio mientras sonaba Aurora; sin rencores, sin aferrarme a sesgados chovinismos. Y así llegué a esa música, de atrás para delante, por camino inverso si es que existe un orden, de un objeto de consumo a un bien cultural, espiritual o emocional.
De pibe no fui maradoniano, reconocía, eso sí, su heroicidad nacional por su hazaña frente a los ingleses y encargarse de la humillación más grande como forma de justicia luego de Malvinas, pero para ser sincero no exhibía hasta el momento su estampita en el altar del hogar, y la conseguí de grande y ya fuera de la cancha, como una figurita en el mercado de pulgas, haciendo otras gambetas, jugando otros partidos (tal vez más difíciles, porque estaba en juego su corona laureada injustamente por tribunales ajenos a su producción artística), y lo escuchaba opinando desde la vereda que me gusta caminar, dando abrazo a madres y abuelas, intercambiando con transeúntes algunas palabras -tenemos que ser muy cagones para no defender a un jubilado- y darle la mano a Norma Plá u obstaculizando aquella vereda con su Scania y vociferando si alguno de los que viven acá dice cómo hizo la plata, yo saco el camión.
Y embarrarse de nuevo la pilcha. Acordémonos de que ya nos vienen robando de Franco Macri, no desde Mauricio Macri. Esa vereda donde se lo puede ver asomado en las fiestas para ver los fuegos artificiales que se disfrazan de estrellas con un champú en alto y tapado de piel, camisa Versace, pero sin marearse porque todo es como Eva y sus Christian Dior, un disfraz, un juego burgués, las reglas del ceremonial y coquetear con esos brillos a sabiendas que jamás enceguecerían en su memoria el barrio privado donde creció… privado de luz, agua, teléfono.
Y entonces llegué primero a las causas sociales y políticas y, luego, a Maradona. No reniego de eso, porque si solo me hubiera contentado con sus gambetas, con sus profanaciones futbolísticas, con sus luminiscencias en el barro del potrero, es decir, si hubiera sido al revés, tal vez nunca hubiera llegado al movimiento que mejor supo expresar el sentir del pueblo argentino, el ser nacional. Es el hermoso costo de haber llegado tarde.
Cada uno construye su propio camino lector, su repertorio musical, a consciencia o inconscientemente y por obra del azar, los libros que agarramos nos van puliendo en su trayecto, como una piedra que rueda y rueda, las asperezas, irregularidades; y vamos limando las garras prejuiciosas de la oscuridad.
A veces, cuando alguien me pregunta por mis actuales lecturas, me justifico diciendo que estoy releyendo una obra clásica, para no decir que me encuentro con ella por primera vez, o miro películas que ya envejecieron a más de una generación.
Pero luego encuentro la respuesta en aquellas palabras que me supo explicar un profe, no todos llegamos lúcidos a un hecho histórico, por más que seamos contemporáneos al hecho, en el momento que suceden. Hay que estar preparados, bastante leídos o casualmente con las experiencias personales necesarias. Tal vez, a algunas canciones o a algunos sucesos históricos, libros, héroes o villanos lleguemos tarde; o, tal vez, a tiempo, siempre justo a tiempo.
*Bob Dylan. Like a rolling stone.