Mediados de los 80. Primera juventud. Función de trasnoche de sábado en un cineclub que queda en el primer piso de una galería que se vuelve un espacio fantasma. La película es El cuarto hombre, de Paul Verhoeven. Lo que puedo recordar: un escritor alcohólico, una mujer fatal, un muchacho también fatal, arañas, la oscuridad de las calles, que igualaba a Córdoba y Ámsterdam, escenas de sexo incómodo, castraciones, alucinaciones varias. Con los años la memoria tiende a hacer una mezcolanza de lo que vimos, de lo que leímos. 

Se puede revisitar la obra, pero el riesgo de la desilusión hace que prefiera conservar ese recuerdo ahuecado. Hay una imagen que quedó incrustada por su ardor. En una de sus visiones alocadas, el escritor descubre en una iglesia al muchacho, su amante, suspendido en lo alto, en una cruz, como un Cristo hot, apenas cubierto por una diminuta sunga roja. Se acerca, le besa los pies sangrantes que han sido atravesados por los clavos.

Asistí a una ceremonia que desconozco si sigue ocurriendo, sucedía en la infancia, en una capilla helada en las sierras. Creo que era en viernes santo. La estatua de Cristo estaba cubierta con una tela morada, a medida que se iban sucediendo rezos el cura la corría, mostrando las piernas, los brazos y al final, con el último rezo, la dejaba desnuda, quedaba ese hombre fibroso, apenas cubierto por un taparrabos. La ceremonia de striptease sagrado me resultaba hipnótica. También seguía con interés otra ceremonia en la que distintos hombres de la comunidad se dejan lavar los pies en una palangana por el cura, que replicaba el lavado de los pies que les hizo Jesús a sus discípulos. Por lo general, mi padre se ofrecía a participar, cosa que me daba un poco de vergüenza.

Hombres lavando los pies a otros hombres, frotándoles perfume. Cuerpos desnudos, clavados, sufrientes, pero con un gesto calmo en el rostro, casi en trance placentero.

Hace unos años falleció Pascual Condito, un distribuidor de cine bastante peculiar. Buscando ideas nuevas para que la gente vuelva al cine me dijo que le gustaría hacer una función doble de La pasión de Cristo, de Mel Gibson, con El portero de noche, de Liliana Cavani. Que ambas películas compartían el erotismo sado.

El actor que interpretó a Jesús agónico en la película de Gibson dejó de trabajar en cine, tuvo cada vez menos papeles, preso de una maldición. Algo similar sucedió con Robert Powell, el Cristo de Zeffirelli en ese clásico que solían pasar en pascuas o navidades durante décadas, Jesús de Nazareth. Un Cristo de unos ojos de un verde fosforescente. Mi madre, que era fanática de esa película, decía que habían encontrado un actor igualito a Jesús, precioso. Al público no le resultó creíble Robert Powell en otros papeles, lo intentó, pero todas las historias posteriores lo seguían viendo como Jesús, Jesús policía, Jesús abogado y así hasta que desistió.

Hace poco, Gibson anunció que haría una segunda parte de La pasión. Con el mismo actor perjudicado. Y se centraría en la resurrección. Un regreso triunfalista es el proyecto próximo del asesor de Trump. Un Cristo superhéroe a lo Marvel.

¿Por qué acudo a estos cristos para las pascuas cuando no me queda nada o casi nada de algún sentimiento religioso? ¿Por qué siguen pulsando esas imágenes? Esta devoción pagana parecida al fetichismo. No entiendo el misterio.

Acudo a un Cristo más, el de Pier Paolo Pasolini en El Evangelio según San Mateo. La vi en un aula universitaria, con el ruido del proyector de 16 mm. Alejado de la pulcritud de otras representaciones, el Jesús de Pasolini se humaniza, sus cejas no están depiladas, la ropa que lleva está percudida. Al caminar se le acercan los leprosos, los enfermos de ansiedad, los que no tienen consuelo, mujeres y hombres de la calle, con la pobreza tatuada en la cara, hay marcas en cada cuerpo, manos gastadas. Como en su Trilogía de la Vida, Pasolini filma a quienes habitualmente están desplazados del cine o a lo sumo, son el fondo, la masa. Les da entidad y erotismo. 

Su Jesús es uno más del pueblo. En las caminatas se confunde con el tumulto. Muere como un reo común y resucita sin parafernalia, la suya es resurrección concreta, no hay efectos especiales ni rayos ni transformaciones. Reaparece porque está hastiado de la muerte.

Pasolini homosexual, marxista y creyente al que la Iglesia siempre miró con desconfianza. Filma la resurrección como un gesto de resistencia. Alguien vuelve a seguir peleando contra la opresión del poder, viene a reunir a un grupo que estaba disperso. Los suyos son los disidentes, los clandestinos. 

Regresa a celebrar pequeñas reuniones. Viene a sacudir al desánimo general. A pedir sublevación. Antes de que su predica se transforme en dogmas, en instituciones, en censuras. Vuelve para ser libre. Es un gesto que reclama igualdad, porque si resucita uno, en algún momento resucitamos todes. Un día los malos tiempos se acaban y los que tenían el poder tiemblan. Ellos tienen sus armas, sus gritos, su manera de matar. Nosotres, esta amistad obstinada. La unión de los que no encajan en ningún lado. Los expertos en el arte de perder ahora se unen y festejan.

Un día los que tenían el poder tiemblan. Ellos tienen sus gritos, su manera de matar. Nosotres, esta amistad obstinada.

Temo que este texto se me pasó de cristiano. Tengo un mal recuerdo de las pascuas con sus chupacirios, misas interminables, la partición y repartija de huevo de chocolate en donde apenas ligaba un par de confites, la tajada de la rosca siempre seca.

En tiempos de oscuridad y confusión traigo esta pascua como pretexto. Una pascua irreverente. Una resucitación de las ganas. ¡Qué divertido todo! Ya estamos de vuelta, con este modesto esplendor y resucitades.