Junto a su penuria, al expatriado le es dado el acarreo de unas pocas cosas que serán el recuerdo material de su duelo. Quien marcha al exilio debe escoger muy bien qué llevar; la memoria futura, que sabe acechada por la vejez y el olvido, suele disponer una selección escueta de objetos que documentan la historia personal y acaso contengan los indicios de una reparación póstuma. Fue el caso de Juan Manuel de Rosas, cuya peripecia final fuera imaginada con precisión magistral por Andrés Rivera en “El farmer”.
En el testamento firmado en su chacra de Burguess Farm, cerca de Southampton, el Restaurador de las Leyes, viejo y olvidado, le encomienda a su hija Manuelita la custodia de sus manuscritos que tan celosamente había guardado en un arcón. Será Adolfo Saldías el encargado de darlos a conocer originando una revolución en la historiografía que no cesa. Además de documentos y correspondencia, un conjunto de 700 páginas garrapateadas con letra prolija condensan la mayor y más persistente preocupación intelectual del “tirano prófugo”. Se trata de un abigarrado texto en palimpsesto en el cual trabajó durante medio siglo, un rompecabezas lingüístico que tituló “Gramática y Diccionario de la Lengua Pampa”.
No deja de resultar impresionante y significativa la imagen del hombre más poderoso de su época lidiando en territorio británico, adonde ha ido a parar con sus huesos, con la lengua fantasmal de los guerreros de las llanuras, sus viejos enemigos especulares, tan similares a él, en un intento de sistematizar su experiencia y dejar testimonio a sabiendas de que lo que fuera un presente transido de urgencias era ahora mero pasado recóndito, acaso ya sin importancia. Rezagadas en su memoria, las voces rivales invocadas en aquella tierra hospitalaria, otrora enemiga, se volvían un territorio imaginario, espectral, donde sin embargo la patria íntima aún latía. Lo que había sido guía para la acción concreta en su mocedad, medio siglo más tarde era la elaboración concienzuda de su vínculo con una lengua en estado de mutación amenazada de una virtual extinción en la cual, de algún modo, sabía que anidaba la Argentina por la cual había vertido tanta sangre, propia y ajena.
Hacia 1825, momento en que el joven estanciero Juan Manuel de Rosas modernizaba la economía pastoril incorporando mano de obra indígena en sus saladeros, concibió la idea, como parte de su política de ocupación del territorio, de organizar, para poder transmitirlos a sus pares, tanto sus conocimientos en cuestiones de gestión económica, con sus “Instrucciones a los mayordomos de estancias”, como aquellos referidos a las lenguas indígenas de las pampas. Aunque su educación se había visto interrumpida por el llamado al combate en las invasiones inglesas cuando apenas contaba 13 años, y en las siguientes dos décadas fraguaría una fortuna como empresario rural y sobre todo labrará su prestigio como jefe de hombres, la labor intelectual contó siempre con su fruición atenta. Afrontar el principal problema, el de la comunicación interétnica, supuso arrojarse con tesón a la adquisición de la lengua de aquel otro que de amenaza potencial devendría parte integral del nuevo conglomerado humano, mestizo, del país.
El saladero suponía la necesidad de pactos de convivencia que se concretaban centralmente con el pago de tributos y dádivas, y abarcaban un rango que iba de la cooptación de los llamados “indios amigos”, pasando por la conjura del peligro de autonomía y eventual hostilidad de los “aliados”, al intento de aplacamiento o virtual confrontación con los “enemigos”. Esa era la taxonomía con la que se operaría militar, cultural y económicamente sobre las etnias que habitaban la región pampeana. El dominio de la lengua de esos intercambios con que se mediaban los vínculos era fundamental para cualquier proyecto de disputa por la ocupación del espacio. Durante una década, Rosas labrará sagaces políticas de asimilación y alianza que incluían desde la adopción de hijos de caciques hasta la contratación de tribus enteras en sus estancias, hasta que, en el invierno de 1833, desató la primera “conquista del desierto”, campaña de exterminio y expropiación con la que buscó ampliar el territorio productivo y consolidarse como el mayor caudillo de nuestra historia. Pero poco habrían de durar sus efectos: apenas tres meses después de finalizada la campaña, el cacique Juan Calfucurá, habiendo cruzado la cordillera con sus huestes, recuperará el terreno perdido en una rápida operación militar tras la cual se asentaría en Salinas Grandes, apropiándose del recurso natural estratégico que proveía de materia prima al saladero. A partir de ese momento cambiará el mapa de los diversos grupos indígenas: la confederación de tehuelches, huilliches, puelches, pehuenches, ranqueles, vorogas, pampas, etc., producto de su jefatura, obligará al repliegue estratégico de Rosas, quien debió tributar por la ocupación del sur de la provincia hasta el final de su gobierno.
De ese período datan los primeros apuntes del que sería su trabajo literario de mayor envergadura. Sin embargo, la animadversión que suscitó su figura entre los vencedores de Caseros y sus sucesores significó la cancelación de sus textos junto con la demonización de su actuación histórica. Hubo que esperar un siglo, hasta el peronismo, para que los investigadores pampeanos Oscar R. Suárez Caviglia y Enrique Stieben, miembros del Instituto de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”, editaran en 1947 la “Gramática y Diccionario de la Lengua Pampa (Pampa-Ranquel-Araucano)”. El libro contó con un prólogo de Manuel Gálvez, biógrafo del Restaurador y entusiasta intelectual orgánico del peronismo, y un estudio introductorio de los compiladores donde se narran algunas vicisitudes del texto.
Se trata de un conjunto de trabajos en los que recopila vocablos y arriesga etimologías que coteja con otros diccionarios, fundamentalmente con el “Arte de la Lengua de Chile” de Febrés, de 1765, pero también con los glosarios del jesuita Falkner y textos de cronistas y viajeros que había sido editados por su amanuense Pedro de Angelis. Pero, sobre todo, consigna versiones del habla recogidas y corroboradas en su propia experiencia con la lengua durante su convivencia con las diversas etnias. La versión en limpio contiene además una Gramática araucana en francés, tomada de Febrés, presuntamente traducida por Saldías, quien dio a conocer estos trabajos a Ernest Renan, el mayor historiador de la época, en el intento de despertar su interés para la publicación.
La Primera parte, “Vocabulario Pampa”, consta de 23 páginas manuscritas, con acepciones mayormente originales, anotadas para uso personal. Fue redactada alrededor del año 1825, a juzgar por algunos de los nombres de caciques del período que detalla. No recoge acepciones de Febrés o Valdivia, hasta ese momento los únicos araucanistas más o menos conocidos, y solo apela circunstancialmente a fuentes escritas menores, como algunas definiciones provistas por cronistas o viajeros del tipo de Justo Molina, Luis de la Cruz o Woodbine Parish. Incluso menta alguna definición de un anónimo colaborador de la Revista de Edimburgo –acaso el mismo Parish-, tal vez incorporada durante su exilio. Rosas agrega un “Vocabulario (Familiar) Doméstico de los Indios Pampas”, y una lista con etimologías de “Nombres de Caciques”.
En la Segunda Parte inserta elementos de su propia cosecha en la “Gramática” de Febrés. Rosas advierte que suprimió fragmentos y declara en la primera página que “este pequeño Diccionario y el, también breve, que le sigue, son para que los que se ocupan de aprender esta lengua, puedan ejercitarse en conjugar (otros) verbos, y mucho más hablar, que es lo más importante, teniendo así juntas, algunas palabras de más frecuente uso”. La Tercera parte, el “Diccionario de palabras de frecuente uso” consta de 94 páginas manuscritas. Se trata de un trabajo tan minucioso como original, núcleo central de su elaboración alrededor del cual orbitan los demás apuntes.
Si bien Rosas tiene en cuenta a Febrés, la mayor parte del texto está basado en su conocimiento directo de la lengua pampa; por lo demás, incluye dos centenares de argentinismos, lo cual lo vuelve uno de los primeros lexicógrafos. La cuarta y quinta partes son transcripciones de Febrés a las que incorpora los resultados de sus compulsas anteriores con el objeto de brindar un libro total, una suerte de summa de la lengua pampa, cuya peculiaridad se esfuerza por diferenciar del mapuzungun trasandino.
El complejo trabajo de escritura y re-escritura realizado con minuciosidad por Rosas opera en varios sentidos. En primer lugar, como forma de auto-esclarecimiento, dado que reviste el carácter de apuntes de campo que han de haber servido como guía de aprendizaje y registro de su propia experiencia. Luego, cabe destacar sus pretensiones didácticas eminentes. Como todo autor de diccionarios, Rosas apela a organizar y poner en circulación conocimientos ya aceptados y se encarga de aclarar a cada paso cuál ha sido su propia intervención. En nuestra opinión, es un gran aporte a los estudios de las lenguas que se hablaban -y se hablan- en las pampas argentinas, en particular en la provincia de Buenos Aires, en la medida en que da cuenta de un estado transicional del encuentro entre culturas, a la vez que constituye un invalorable elemento para aquilatar el prolongado esfuerzo intelectual realizado por uno de los hombres fundamentales de nuestra historia. Resto melancólico de una lengua de grupos humanos de los que él mismo se pensó como civilizador, es decir, en estado de disolución por vía de la integración o el genocidio, el diccionario de Rosas refleja, al igual que su herencia como figura histórica, símbolo tanto de la emancipación como de la opresión, el desafío de un pasado que ha de encontrar sus modos de reinvención para volverse una potencia actual liberadora. Es decir, un futuro.