Nadie podría, a esta altura, negar sin ponerse colorado que la tecnología en general y en particular la big data y las redes sociales, tienen una incidencia creciente en los procesos electorales. Esos dispositivos vuelven votables a personajes con dudosas o escasas habilidades políticas. Sobran ejemplos: en las características que hacen llamativo a un personaje está el germen de lo que tiempo después será su propia caída en desgracia.
Sin embargo, persisten todavía ámbitos donde las elecciones tiene un carácter más artesanal, donde la pequeña escala y el profundo conocimiento que los actores tienen entre sí, hacen que la personalidad de los sujetos en cuestión sea uno de los factores centrales e insoslayables a la hora de elegir uno.
La lógica subyacente es simple: nos pueden mentir sobre aquellos con quienes no tuvimos experiencia directa. Cuando tratamos a alguien en persona, la influencia de la tecnología decrece. Así suele ocurrir en las algunas elecciones de clubes, sindicatos y colegios profesionales. Pero así funcionan también los cónclaves, esos encuentros muy esporádicos en que los cardenales del mundo se reúnen para ungir un nuevo papa.
Esa es una de las razones para ver Cónclave, la película escrita por Peter Straughan, dirigida por Edward Berger y protagonizada por Ralph Fiennes y Carlos Diez, entre otros. La otra es que, mientras el pueblo argentino, de profunda raigambre católica, despide al papa Francisco, es un buen momento para dimensionar su camino y sus logros.
Francisco es muchas cosas a la vez: el primer papa americano, el primer papa argentino y el primer papa jesuita. Ver Cónclave, que es a la vez una gran película y un tratado de alta política, nos recuerda cuántos prejuicios y cuántas adversidades debió sortear hasta coronarse.
Francisco nació en el barrio porteño de Flores, pero estudió en el Gran Buenos Aires. Más precisamente, en el Colegio Máximo de San Miguel, donde la Compañía de Jesús forma a sus sacerdotes y a sus dirigentes. Si los jesuitas llevan una marca propia, personal e intransferible, es el mandato de la trascendencia, no exento de componentes heróicos.
Es la actitud que les valió la expulsión de las colonias españolas en 1767. Aunque esa clase de decisiones suele ser multicausal, es innegable que la orden interfería con el tráfico de esclavos, que era un pilar del modelo económico de la monarquía. Es el mismo espíritu humanista y sentido de justicia del que, dos siglos más tarde, se empaparon alumnos y ex alumnos del Colegio del Salvador, que fueron secuestrados por la última dictadura cívico militar y continúan desaparecidos.
Ellos son Hernán Antonio Albisu, José Augusto Cipriano Albisu, Juan José María Ascone, Santiago Pedro Astelarra, Ignacio José Bertrán, Guillermo Juan Bettanin, Alejandro Manuel Colombo, Carlos Daniel Fondovila, Gustavo Enrique Gaona, Horacio Roberto Machi, Rafael Olivera y Claudio Eduardo Tudera. El dato es relevante porque se trata de un colegio privado, tradicional, al que concurren hijos de la clase media acomodada y, en algunos casos, de la oligarquía. Es un fenómeno único. Ningún otro colegio de esas características tiene once detenidos desaparecidos.
Con todos estos antecedentes, ¿cuán probable era que, tras la renuncia de un papa que simpatizaba con el nazismo como fue Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, un jesuita con domicilio en San Miguel copara la parada? La respuesta está en los diarios de aquellos días de 2013, que afortunadamente están a un clic de distancia. Absolutamente nadie, ni siquiera los periodistas especializados, esbozaron la más remota posibilidad de que Jorge Bergoglio, jesuita, argento y peroncho, se convirtiera en el nuevo papa.
La capacidad de liderazgo no puede simularse. Se tiene o no se tiene. Es lo que Perón llamaba el óleo sagrado de Samuel, que algunos consultores denominan el gesto histórico. Ciertas palabras, en cierto momento, que quedan definitivamente asociadas a un personaje y condicionan su rumbo futuro. Un ejemplo poco feliz es el del entonces vicepresidente julio Cobos y su voto no positivo.
En la película, durante el cónclave, ocurren atentados terroristas en varios puntos de Europa a la vez, de una gravedad tal que las novedades se cuelan en el encierro. El candidato conservador, el que propone volver a dar misa en latín, entre otros retrocesos, habla abiertamente de guerra.
Benítez, un cardenal recién nombrado, nacido en México pero con trabajo pastoral en Kabul, le responde: "Con todo respeto, ¿que sabe Ud. de la guerra?". Así comienza una alocución en la que presenta sus credenciales y toca el corazón de sus pares. Será un punto de inflexión, el comienzo de un crecimiento político que lo depositará finalmente en el trono de San Pedro.
Por supuesto, Cónclave es una película de ficción, no una reconstrucción histórica ni mucho menos un documental. Pero al ver al mexicano que viene de Kabul, uno se acuerda inmediatamente del que venía de San Miguel a dar misa a la Villa 31. Del que, como indica la marcha de San Ignacio, siempre corrió a la lid.