Mi maestro de literatura es un lector que está un poco loco. Atolondrado, digamos mejor, y que se atiborra con teorías que forman un cuerpo inútil, que no escribe. Él solamente lee y espía en la vasta antigüedad -espía ya puede decirse: sepia- deteniéndose en los intercambios con la Madre Literatura de donde sale todo. Como en una gran venta de Feria. Todo Sale.
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“Los relatos son contratos” repite mi maestro de literatura parafraseando a Barthes. ¿Contra qué se cuenta? El intercambio se produce dentro del texto (Scheherezade: la vida, Sade: el cuerpo) y también fuera de él, lo que supone la presencia de un “dador”. Pero aquí ya me adentro en el núcleo de la teoría de mi maestro de literatura, ese hombre que lee y está loco, un estatuto de felicidad fatua que descansa en el pobre prestigio de los señalados: un tal Juanillo -el loco del pueblo de mi madre- o un tal Quijano, en la Mancha.
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Mi maestro de literatura suele impugnar a los críticos. Le gusta hacerlo con uno en particular, cuyo nombre no daré aquí por pudor calígrafo y al que yo tengo en alta estima. Mi maestro pasa el día entero en los cafés -el sábado- con el libro a la vista, colocando notas al pie de la página. Esta última edición de la “Casa de la Aleatoriedad” parece haber dejar esos pies de texto a propósito, para incrustarle líneas numeradas como citas, en las que se extiende mi maestro, modificando el texto de arriba.
Hasta donde yo sé, es lo único que ha escrito mi maestro de literatura. Una intervención fervorosa, hecha en un diálogo desigual entre los críticos y él; pero nadie dirá que no ha escrito sus libros, aunque sean de otros. De esa manera pasa las tardes pasivas y tranquilas de los cafés; uno que en su nombre rememora el complemento ideal del café con leche; otro que nombra al enemigo que combatió el Quijote; allá por las tardes, aquí por las mañanas, porque éste último cierra sus puertas a la tres de la tarde.
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Me dejé llevar por la digresión. Pero es que ella forma parte de la teoría de mi maestro de literatura. Volviendo al crítico en cuestión, mi maestro no está de acuerdo con que las biografías de los escritores no deban escenificar sus obras, y mucho menos en que no sean leídas por morbo o perversión. Aunque este tema es lateral en la teoría y, hasta donde pude entender, el crítico de marras da una vuelta de campana con embelecos para hacernos co-incidir. (Incluso creo que la acción de anotar y marcar el libro es un reflejo de la propia costumbre de ese crítico con el cual se mimetiza mi maestro de literatura, como me mimetizo yo con él).
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“Es muy simple: alguien te da una historia y ella será un relato si logra intercambiarse por algo más”- dice mi maestro de literatura. Y agrega con sonrisa picante: “si es la vida o sus condiciones dramáticas en un paisaje social ruinoso, mucho mejor”. Como mi maestro es muy solitario- solipcista diría- no hay quien le transmita una historia. Quizá esto abarca, lo dice mi maestro, una cuestión filosófica más profunda, la cuestión primordial de la filosofía: la tradición del pensamiento, y como condición básica, la trasmisión del lenguaje.
Más allá de ese barullo metafísico hay que concluir que, si nadie transmite la historia, la tradición (tradere) va por cuenta de la Literatura.
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A pesar de todo mi maestro se queja porque nadie le trae ni un solo relato. No digamos ya una trama, sino un relatito, aunque más no sea uno ramplón y miserable cargado de memoria y golpes bajos. Así las cosas, dice mi maestro de literatura, los únicos que le dan de comer a los relatos son los libros que hay que leer mal la mayor parte del tiempo, en tanto el tiempo es el modo de la lectura.
No escribir, leer. Ya es algo.
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Y quién no quisiera escribir de corrido y sin puntuación, como hacía Cervantes en el manuscrito de 1604, y así también de mal leer; porque errar es andar a la deriva, una escritura plagada de erratas que divaga sin sentido, atenta a captar un instante luminoso, una escritura abierta. Este es otro de los tópicos que forman parte del corpus teórico de mi maestro de literatura.
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Por ejemplo (cita él en voz alta): “cenizas de aleluyas por los suelos/ velos de amianto, espanto, ciego cielos… /ojos doblan cráter de granada” e imagina a partir de estas líneas, de esas imágenes mal leídas del poema que se llama “Paisaje de Guerra”, todo el porvenir o el pasado- que es lo mismo- de las guerras o de las miserias -que es lo mismo- hecho de nuevas y viejas formas del odio que cierran los ojos y los marcan con el sello de una granada. Así han de ser las guerras y las miserias que vienen del pasado, dice mi maestro de literatura, y señala a un hombre sentado en la vereda, muy cerca del bar que huele a tostadas como su nombre; el hombre viste de rojo y tiene una olla vacía apoyada entre las piernas.
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El poema que citó mi maestro es de Julio Cortázar.
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¿Un relato vale qué? El secreto, lo no dicho y transmitido varias veces en la memoria inmemorable. El texto funciona como un dique que controla la pulsión de la ira, las palabras del miedo y la locura (suele dar vueltas complacerse en el disparate alegórico, al modo de Kafka).
¿No sería mejor que desborde?
Se habrá de desbordar en la vida como en la literatura. Lo saben los poetas -si es que quedan poetas que escriban- o los lectores patéticos como mi maestro de literatura.
Y bien lo sabe también ese señor vestido de rojo que vive en la calle con una ollita vacía sobre las piernas.