La iconografía nacional reconoce en La vuelta del malón, de Ángel della Valle, la forma más acabada del dilema que opone y a la vez conjuga Civilización y Barbarie. En ella se ve el frenesí orgiástico de los jinetes pampas que acarrean su botín: cálices y crucifijos, un perro, y una cautiva blanca. Que, sostenida sobre el lomo del caballo, desmayada, el torso desnudo, descansa la cabeza en el hombro de su raptor, un indio hercúleo que en pleno galope dirige la mirada hacia sus senos. Apenas perceptible, junto al muslo de la mujer pende una cabeza cercenada, acaso la de su esposo. Alegoría evidente de la doble profanación que supone el saqueo de iglesias y la inminente violación de un cuerpo que emulaba la iconografía de las vírgenes y las diosas griegas, el cuadro extremaba el tópico sarmientino: la barbarie era, también, religiosa y sexual.

El otro gran pintor de la empresa roquista, Juan Manuel Blanes, que creara el monumental y ficticio Roca y la ocupación del Río Negro, había anticipado su visión del drama de la cautiva en dos cuadros homónimos que pueden ser considerados una secuela antedatada de La vuelta del malón. Pintados entre 1879 y 1880, en el mismo momento de la campaña, en el primero de ellos se ve a una mujer de pie, descalza pero aún vestida con pollera y blusa, la cabeza gacha, apoyando su mano derecha contra la frente en un evidente gesto de lamentación, mientras más atrás dos indios pampas la observan desde la entrada de un toldo. Es la antesala del sacrificio.

Pero en el otro cuadro, también titulado La cautiva, Blanes produce una paradoja que está en el centro del mito de la mujer raptada. Que, como detalla Horacio González en La Argentina manuscrita, atraviesa la historia nacional desde que Del Barco Centenera recogiera el relato de Lucía Miranda y sus amores con el cacique Siripó, que inspiró La tempestad de Shakespeare. El tono de la tela ha cambiado; no se trata del carmesí sangriento del incendio y el ocre del barro, ni del movimiento extenuante del galope en la pampa feraz, sino de una plácida y luminosa escena bucólica que concita un inmediato asombro. Puesto que la cautiva, arrodillada en el suelo, el torso desnudo y blanco, las manos entre las piernas, tiene la mirada dirigida hacia el cielo como en un ruego resignado mientras es observada por su captor que, echado cuerpo a tierra, la lanza a un costado, la contempla con embeleso. Al fondo, a lo lejos, se ve el malón que retorna a la toldería. De hecho, parece La vuelta del malón vista desde otro ángulo. Y es, de hecho, una respuesta que hace oscilar la dicotomía que lo atraviesa. Puesto que en esta versión el raptor está cautivado por la mujer, a la que parece hablarle en voz baja mientras se coloca en una posición relajada, acaso de súplica. Está enamorado. Blanes versiona así el mito de la cautiva que con el poderío de la seducción descalabra un orbe bárbaro abriendo un espacio de negociación para la supervivencia y, en ese movimiento, cuestiona la autoridad que la subyuga. Esteban Echeverría en su Cautiva, José Hernández en La Vuelta de Martín Fierro, Borges en Historia del guerrero y la cautiva, o César Aira en Ema la cautiva, entre tantos otros, han impreso variantes al mito que González explora en sus más profundos ribetes.

Pero la cruda realidad distaba de las romantizaciones postuladas por las artes. Un muestrario apabullante lo constituye el folleto publicado en 1835 bajo el título Relación de los cristianos salvados del cautiverio por la División Izquierda del Ejército Expedicionario contra los bárbaros, al mando del señor Brigadier General D. Juan Manuel de Rosas. Consta de 92 páginas con 634 entradas en las que se registraron los nombres, si los había, circunstancias del secuestro y señas particulares de un total de 707 personas rescatadas durante la campaña de 1833 por el Gaucho de los Cerrillos.

Clausurado el momento en que primaba el “Negocio Pacífico con los Indios” consistente en pago de raciones, nombramientos militares, dádivas y rescate de cautivos a través de canjes, Rosas encabezó la operación en la que entre el 3 de abril y el 25 de mayo del año siguiente atravesó la provincia asistido por los “indios amigos” Catriel y Yanguelén. El fragor de esa masacre fundacional arrojaría, según consigna el amanuense de turno, 1150 aborígenes muertos, 411 prisioneros y 2900 leguas de territorio.

Reeditado en 1979 como parte de la reivindicación de la Conquista del Desierto que practicaba la dictadura en su centenario, el texto está atravesado por múltiples paradojas. Puesto que Rosas, a quien se consideraba el bárbaro mayor de nuestra historia, aparece como el portador de civilización y antecedente de Roca. Pues en el gesto piadoso de rescatar cautivos e intentar devolverles su vida anterior -tal era el objetivo del folleto, destinado a ubicar familiares-, queda envuelto con un aura humanitaria que contradice el modo en que lo había considerado la historiografía liberal asumida como propia por la dictadura.

Numerosas fuentes testimonian el sufrimiento de las cautivas, que solían serlo de ambos bandos. Muchos de los rescatados por Rosas habían sido capturados durante el asalto que José Miguel Carrera efectuara a Salto el 2 de diciembre de 1820. En aquella ocasión el caudillo chileno le escribió a su esposa: “Ayer, mi Mercedes, tomé el Salto sin querer, mi objetivo era sacar ganado, y el de los indios saquear e incendiar el pueblo. He comprado por 20 vacas a la hija de un honrado, y a una chica jovencita, muy bonita, con quien dormí anoche porque estaba desnuda al frío”.

En su libro “Cautivos” Mimí Bullrich recoge el testimonio de Tiburcia Escudero, secuestrada en 1850, que permite imaginar lo inimaginable. “No había corrido ni 50 m cuando un indio me agarró de las trenzas y me levantó en el aire. Me puso atravesada sobre la cruz del caballo mientras gritaba: 'Cristiana linda, no matando, llevando toldo'. Algunos niños de pecho fueron lanzados al aire y atravesados en las lanzas”. Tras cabalgar tres días hasta el campamento, Tiburcia fue tirada sobre un catre hediondo. “Yo pataleaba, gritaba y mordía; me resistí como pude y no me pudieron someter. Esa noche el cacique gritaba, borracho: 'Brava mujer huinca, amansando mujer blanca'. Me sacaron afuera las chinas, me ataron de pies y manos en otro palo y me dieron tal paliza que lo último que me acuerdo es que quedé colgada de los tientos que me sujetaban”. Tras varios días de castigo acabó cediendo. Se transformó en esclava sexual y en bestia de carga de leña a la que las otras mujeres -las “chinas”- azotaban con ramas de piquillín. En cierta ocasión al tratar de huir le desollaron la planta de los pies.

Ese tipo de peripecias se adivinan en el folleto rosista, cuyas microhistorias dejan entrever horrores indecibles. Entre las personas censadas predominan las mujeres, mayormente de cabello rubio, que pese a haber sido apresadas de pequeñas casi siempre preservaron el español a lo largo de más de una década de cautiverio. No así los hombres, que rápidamente perdieron la lengua y adoptaron el mapuzungun. La mayoría son jóvenes, los niños son agrupados bajo la consigna “ya no habla el castellano”. Podemos imaginar a los escribas tomando notas, sin lenguaraces que facilitaran el trabajo, inquiriendo a los atemorizados ex-cautivos que muchas veces no superaban la situación; incluso es probable que no entendieran la lengua. “María Filotea. Es sorda”. “Una niña muda de nacimiento, al parecer, de 10 u 11 años”. “Miguel. Chileno de la frontera. De 8 años. Se ignora lo demás. Ya no habla castellano”. “Caquella. Puntana. Esta niña como de 5 años no pronuncia otra palabra que la primera”. “Juan de Dios. De 5 años. Nada más dice. Ya no habla castellano”.

Otros han perdido la memoria de sus días como “blancos”: “Claudia Cuaña. Porteña de 22 años. No se acuerda del padre, su madre Nicolasa Cuaña. Ignora todo lo demás”. “Rosa. Chilena. De catorce años. No se acuerda de los padres. Por las noticias de las compañeras se deduce que en su infancia la cautivaron los indios; es blanca y rubia”. “Baltazar. 5 años. Solo dice su nombre”. “Manuel José. 5 años. Blanco, rubio, ojos azules. No habla castellano ni sabe más”.

La lista, vertiginosa y angustiante, da una idea de la dimensión del tráfico de personas, que eran mayormente utilizados para el canje por caballos. O, a veces, para el sacrificio ritual, como en el caso del italianito de ojos zarcos del Martín Fierro, que es ahogado en un charco para conjurar la peste. Pero sobre todo, pese a lo escueto de la información, se entreven historias de mestizaje producto de la violación. “Manuela Chasarreta. Santiagueña, 50 años. La cautivaron en las chácaras del Salado hace 14 años. Ha dejado dos hijos indígenas entre los infieles, y tiene consigo otro, cristiano”. “Ramona Sijio. Porteña, de Navarro. Ha tenido un hijo en su cautiverio que conserva a su lado”. A veces la pérdida de identidad es total: “Una joven que no sabe su nombre, patria, ni familia, ni habla castellano. 16 a 18 años. Ha tenido un hijo en su cautiverio que conserva a su lado”. Otras, hay algún tipo de esperanza a la vista. “Rafaela Vázquez. Santafecina, del Rosario, edad 26 años. Hace 14 años la cautivaron en su mismo pago. Quiere casarse en Patagones con Fernando Miranda, por lo que se ha quedado”. En otro casos, se verifica la doble esclavitud de los afrodescendientes: “María Dolores Ludueña. Cordobesa, morena, esclava de Cipriano Ludueña que se hallaba en la Guardia de Salto”. “Juan. Cinco años. Mulatillo. No habla el castellano. Ni sabe más”. “María Matea. Porteña de Areco. Negra esclava de Petrona Medina. Edad como de 16 años”. “Rosa de Lima. Porteña de Luján. Morena libre. Dice haber sido esclava de Manuel José. Como de 20 años”. Vidas escindidas, de difícil reparación.

Inscripto en la política de justificación antedatada de la teoría de los dos demonios, el folleto, como decía Walter Benjamin, es, como todo documento de cultura, un documento de barbarie.