En el 2025, Santa Marta cumple quinientos años de su fundación hispánica. Un acto fundacional que, para ser precisos, se asentó sobre un territorio indígena preexistente. Rodrigo de Bastidas plantó aquí la primera ciudad española “legal” en lo que hoy es el territorio colombiano. Así marcó un inicio sí, pero ¿el único origen? Ahí radica la cuestión que nos convoca.

Este aniversario ha desatado una discusión: ¿conmemorar o celebrar? La administración distrital ha declarado públicamente su decisión de celebrar el legado español, una mirada hacia atrás que, inevitablemente, deja fuera otras narrativas. Sin embargo, desde la ciudadanía emerge una voz que reclama una conmemoración más amplia, una que reconozca la rica trama de diversidades que han tejido la identidad samaria y que incluya de manera fundamental, la presencia afro. Un debate que revela profundas diferencias en cómo entendemos nuestro pasado, pero, sobre todo, en cómo nos vemos en el presente. En este escenario, la marca de ciudad con motivo de los quinientos años, “Santa Marta, La Ciudad de Origen”, y acompañada por una imagen en la que un hombre español ocupa el centro de la escena, flanqueado por dos indígenas que “lo respaldan”, resulta reveladora.

Es el reflejo de una mentalidad que aún ve la herencia europea como el tronco principal y que, quinientos años después, sigue tratando lo indígena y lo negro como algo accesorio, casi una nota al pie de página de la que hay que avergonzarse. Incluso una comisión viajó desde Santa Marta hasta la ciudad de Sevilla en España para firmar un hermanamiento entre las dos ciudades. Justificaron el viaje con el argumento de que allí nació el colonizador. En ese orden de ideas, también deberíamos hermanarnos con Dakar, en Senegal, uno de los principales puntos de partida de las personas esclavizadas hacia las Américas; porque si vamos a conectarnos con el pasado, también debemos hacerlo con los lugares que también nos representan.

Esta perspectiva no es ingenua. Se sostiene en un discurso que idealiza un “pacto pacífico” con los indígenas y exalta la llegada de los españoles como el advenimiento de la “civilización” y la “universalidad”. La insistente afirmación de que “tener sangre española nos hace universales” proclama que el legado español es superior a los demás, qué una herencia se eleva por encima del resto. Y eso implica, por omisión, que otras culturas o grupos humanos, como los negros y los indígenas, no alcanzan esa categoría plena de humanidad. ¡Que no somos humanos!

Esta invisibilización no es nueva; nacimos con ella. Se ha sedimentado en nuestro imaginario colectivo. Hemos normalizado una representación de nuestra identidad donde lo afro se diluye, se suaviza, como ese “café con leche” en el que la negrura debe ser casi imperceptible para que se acepte sin fricciones. Nos incomoda el apelativo “negro”, pero asumimos con naturalidad que la blancura es un estándar de belleza, un reflejo de una jerarquía racial y de clase aún latente.

En este texto no voy a dar cifras sobre cuántas personas negras hay en esta ciudad, porque sabemos que la institucionalidad, históricamente, se ha encargado de borrarnos de sus censos. Más bien les invito a recorrer las calles y barrios de la ciudad, a apreciar el paisaje humano, a escuchar nuestras voces y a probar nuestras comidas. Así podrán constatar que, en Santa Marta y el Caribe, la diáspora africana está más viva que nunca. Y también comprenderán que ese desprecio y esa negación hacia lo negro tienen raíces profundas en un sistema de castas que, históricamente, nos ha ubicado en los peldaños más bajos.

Por eso, cuando una marca de ciudad nos borra simbólicamente, nos están diciendo que esta tierra no nos pertenece tanto como a “ellos”, que seguimos siendo los foráneos traídos para ser explotados, y que ese sistema de opresión que nos mantiene en una posición de vulnerabilidad estructural continúa intacto. Pero lo cierto es que esa negación, esa incapacidad para reconocernos en la riqueza de nuestra diversidad, refleja lo que somos hoy como sociedad: una ciudad que pareciera vivir en el atraso y el olvido, donde las problemáticas cotidianas nos abruman la violencia vial, la falta de agua potable a pesar de estar al pie de una de las fuentes hídricas más grandes del mundo, y la ausencia de cultura ciudadana que respira en cada rincón de este territorio.

En estos meses, varias personas han expresado su inconformidad en redes frente a este discurso. Como respuesta, nos han dicho “divisores” y han dicho que, con nuestro discurso, alimentamos el racismo en lugar de contribuir a su solución. Decir que visibilizar el racismo es “expandirlo” es como culpar a quien denuncia una agresión de haber provocado al agresor.

Y la gente de Santa Marta le digo: no es una nimiedad criticar esa imagen cuando estamos enfrentando problemas tan agudos. Desmitificar esa narrativa impuesta es fundamental, porque esa iconografía con la que pretenden identificarnos, y con la que muchos samarios deberíamos sentirnos incómodos, es la prueba de que aún se le da la espalda a la realidad de quienes habitamos y construimos esta ciudad hoy. Nos mantiene anclados en un anhelo colonial que nos impide avanzar hacia un futuro más justo y representativo.

*Escritora y guionista de cine y televisión, afrocolombiana nacida en la ciudad de Santa Marta.