Es argentino, y se le nota. Tiene 47 años; no es muy alto, no es delgado, no viste mal. Cuando fui a su casa por primera vez, me resultó difícil adaptar la imagen actual a la que recordaba de mis quince años, cuando Astor Piazzolla le dio particulares características con su “nueva música” de Buenos Aires. Para los que éramos adolescentes en la época de Frondizi y crecimos entre golpes militares, televisión surgiente y nuevo cine argentino, la figura de Astor Piazzolla también fue un símbolo para aceptar la adolescencia. Eran tiempos de bailes en los que los muchachos llevábamos el vino y las chicas la comida, donde no faltaba quien tocara “La compañera”, quien fuera goy de una barra judía, quien descubriera a Henry Miller o a César Vallejo después de haber pasado por Cronin y Stefan Zweig. Todos nos requetesabíamos los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, a qué hora había que ir a Atelier o al San Jorge. Ignorábamos que teníamos los gustos y preferencias de una millonada de argentinos de nuestra edad, producto de la misma encrucijada burguesa.
Entonces, Astor Piazzolla fue el descubrimiento, y más, fue conocer una música de Buenos Aires que escapaba al chan-chan, que era triste y dolorosa, que servía de buen fondo a cualquier poema, que ayudaba ingenuamente a enfrentar el “mundo” de papá y mamá. A través de los años, por verlo en boliches, por oír comentarios, imaginé a Piazzolla poco asequible, poco cordial, enmarañado y solo. Y ahora resulta que no es más que esto: un señor de cuarenta y siete años, de manso pelo gris, ropa linda y una sonrisa igual a la de un pibe después de haber hecho algún desastre.
Para hacer este libro tuve una decena de encuentros con Astor Piazzolla, entre julio y octubre de 1968, en la ciudad de Buenos Aires, en su departamento del piso catorce de un edificio de la avenida Libertador y Callao. Es un dúplex cuyas ventanas dan al Italpark y al río. Hay muebles de estilo rústico español, abarrotados de objetos imprevistos: llaves, pipas, fotos, libros de Roberto Arlt y biografías de músicos, porrones de cerveza, tallas de su padre. En las paredes, se destacan dos cuadros: una reproducción del Guernica, de Picasso, detrás del piano, y un retrato del dueño de casa hecho por Sábat.
Hay un piano inmenso, un bandoneón guardado en su caja, una canasta de paja, un televisor prehistórico, papeles, fotos, un diván, sillas de cuero, una mesa, una estufa, un estereofónico, un teléfono. Bebiendo whisky o ginebra, fumando, expandiéndose en gestos, cambios de voz, cruces y descruces de piernas y una simpatía expresiva, radiante, contagiosa, tensa, Astor Piazzolla se prestó a la experiencia aportando su constante vitalidad, colaborando constantemente para esclarecer una imagen coherente de sí mismo.
–¿De qué signo sos?
–Pisciano, es decir inquieto y emprendedor.
–Que sos inquieto lo sé desde que oí hablar de vos por primera vez. Para mí, tu nombre siempre estuvo asociado al escándalo. Supongo, por ejemplo, que Jorge Vidal, el cantor de tangos, debe haber pensado también que sos inquieto.
–Jorge Vidal vino a verme a Nueva York cuando yo vivía allá, porque necesitaba acompañamiento para actuar y me pidió que yo se lo hiciera. Me negué, porque lo que yo hago no tiene nada que ver con él. Y se lo dije. Desde entonces se quedó con bronca conmigo.
–Sí, pero a tu regreso, allá por 1962, en un debate que hubo en televisión...
–Ah, lo de la televisión. Sí, había una mesa redonda sobre tango y él había citado a los fotógrafos de La Razón en el canal, porque decía que me iba a dar un tortazo. Entonces, en un momento en que yo estaba hablando, él me interrumpió y me dijo que no siguiera hablando, porque yo no sabía lo que era el tango. Yo le pedí a él que se callara la boca, porque él desafinaba tanto, que desafinaba hasta cuando hablaba. No nos agarramos a trompadas porque nos separaron los que estaban allí.
–Con Eduardo Rovira tuviste un problema mientras actuaban juntos, ¿no?
–No, nada; fue un cambio de palabras, cosas dichas de más, una pavada.
–Yo creo que vos adoptás una actitud de víctima en general, y eso te obliga a ser agresivo. Si no, ¿por qué sos tan antisociable?
–Si tengo fama de antisociable es porque soy realmente agresivo, porque ataco cuando me atacan. Lo cierto es que me saca de quicio que la gente hable de lo que no sabe; detesto la pedantería. Hace poco, desde una radio uruguaya que transmite a diario un programa dedicado a mi música, hubo un debate. Y entre otras cosas, uno de los panelistas dijo que yo era un irreverente, que dentro del tango metía contrapunto, fuga y otras gratuidades. ¿Qué te parece?
–Eso no debería sorprenderte. Se ha vivido discutiendo si lo que vos hacés es o no es tango.
–Es música y basta. Yo no pregunto qué prejuicios tienen los que escuchan mi música, sólo pretendo que me escuchen y se liberen de ellos, que sean objetivos. Claro, todos los ojos están puestos en mí, y eso me coloca en posición desfavorable, como de víctima. Tengo que ser tan fuerte como todos los que me enfrentan e ir a la televisión con cara de ogro y hacer grrr para frenar a los demás. Te voy a contar algo. Unos días antes de terminar con María de Buenos Aires un amigo mío, Miguel Selinger, estaba charlando en la boletería del teatro y se detuvo un señor con su mujer. Miguelito le preguntó si iba a entrar, y el tipo le contestó: “No, yo no pago un peso para ver a Piazzolla”. Si yo estoy ahí, lo agarro a tortazos, por lo menos, o lo insulto, porque él me estaba insultando a mí, porque no me respeta. Yo soy así, no puedo frenarme, no acepto que hablen de mi música con mala fe, sin ningún principio ni conocimiento. Creo hacer las cosas en serio y, equivocado o no, merezco respeto como cualquiera. Lo que hago, lo hago con sinceridad.
UN PROBLEMA GENERACIONAL
–Perfecto. Ahora quiero plantearte otra cosa. Todo lo que hemos hablado con respecto a vos, se refiere siempre a tu evolución, al pasado o a cosas directamente vinculadas con tu música. Ahora querría que nos abriéramos un poco, hablar acerca del presente de Piazzolla, qué hace, en qué anda, si le gusta la ciudad en que vive, qué sé yo...
–Por supuesto que me gusta Buenos Aires. Adoro a Buenos Aires, pero sin grupo, mucho antes que la descubrieran los poetas de revistas literarias, los cortometrajistas y los publicistas. La amo y la siento parte mía. Algo vivo que está dentro de mí todos los días. En Montevideo, por ejemplo, tengo un público mucho más consecuente, y sin embargo no es lo mismo, no es mi lugar; yo soy de aquí, aquí he nacido.
–Vos sos de aquí, y sin embargo no son muchos quienes pueden percibirlo. Cuando vos apareciste con el octeto, cuando se gestó el boom Piazzolla, los estudiantes y los intelectuales, la gente joven, encontró en tu música toda una serie de cosas, de respuestas posibles. Después evolucionaste, y como dice López Ruiz, un día te dijiste: “Ya no me rompo más, aquí me planto y empiezo a cosechar”. En el momento en que tendrías que haberte jugado te quedaste piola en el molde. Yo pienso que eso fue percibido. La socióloga Rosalía Cortez dice que, en ese momento, la gente, tu gente, de algún modo, se abrió a otras fuentes y que les daban cosas que vos, mientras, fuiste metamorfoseando en una moda, como ocurrió en Nuestro tiempo, por ejemplo.
–Sí.
–Bueno, esa es la idea.
–Yo no creo; al contrario, creo que con María de Buenos Aires demostré que no me había quedado, porque tiene todo lo que pude haber avanzado con el quinteto y mucho más. Porque en María de Buenos Aires está la cosa simple, como puede ser la “Milonguita carrieguera”, y también la cosa fuerte, moderna, como puede ser la “Tangata robada del alba”. Tiene todo. El “Aria de los analistas” es algo simple, por ejemplo. Y esto mismo encontrás en Bela Bartok, digamos el Concierto para orquesta, digamos otra obra. El concierto empieza con un tema fugado tremendamente moderno, y de repente para y cambia. Son los estados de ánimo; los creadores tienen necesidad de volcarlos cuando son sinceros. Ahora, cuando no lo son, pasa lo que le pasó a Stravinsky, que después de la Consagración de la primavera tuvo una gran caída por querer estar al día, dejar de ser él. Y para mí, murió.
–Pero no me contestás. ¿Cómo te explicás que sea distinto el público que tenés ahora al que tenías antes? Yo recuerdo que a mis dieciocho años la cosa se presentaba marcada, era un problema generacional. La gente joven estaba con vos, los viejos decían que lo que vos hacías no era tango.
–Yo creo que sigue lo mismo.
–Yo creo que no.
–¿No me digas? Entonces, ¿con quién puede estar, digamos, la gente joven?
–Con los Beatles, por ejemplo.
–Ah, sí; ahí te doy toda la razón del mundo, puede ser. Ahora, ¿qué pasa? ¿Vos escuchaste bien María de Buenos Aires? Allí hay música beat, la batería está utilizada como beat y a veces hay unos efectos sonoros que son típicos. Yo creo que la gente joven percibe eso, y si no, no habría venido tanta a ver María de Buenos Aires. Es porque les gusta.
UN ASUNTO DE ESTILO
–¿Qué va a pasar con Astor Piazzolla?
–Creo que recién empiezo, que ahora perfilo mi madurez. Por ejemplo, ahora yo estoy luchando con una cosa que es Aníbal Troilo. Yo tengo 99 tipos que siguen a Troilo y un tipo que me sigue a mí. Quiero salir a tocar, quiero abrirme, que me conozcan, dejar de ser un músico para grupitos.
–El problema Troilo vs. Piazzolla, ¿no tiene otros puntos de referencia? La gente elige a Troilo por algo más profundo, deliberadamente, para rechazar lo actual que hay en vos, para volver a ese tiempo del 40 que Troilo le pinta. Tu música exige participación, alude a cambios, a cosas que de solo pensarlas hacen más inseguro el piso donde cada uno está apoyado. La de Troilo, en cambio, es algo pacífico, la pura emoción, es “cómoda” y la tuya no. El problema real, ¿no tiende a ser más bien social?
–Más que nada, ahora yo estoy metido en la parte literaria, quiero abrirme, y fijate que Horacio Ferrer está escribiendo cosas nuevas en ese sentido. Hicimos un tema hace poco, “Juanito Laguna ayuda a su madre”, que está inspirado en un cuadro de Berni, y yo creo que es sensacional. Quise lograr lo que hacen los brasileros, música simple y letra simple, pero valiosa. Y también está el “Chiquilín de Bachín”. Eso es una bomba. Amelita lo estrenó no hace mucho y la gente lloraba, pero lloraba por la fuerza que tiene, porque la letra habla de los chiquilines que venden rosas de noche en los restaurantes. Estoy dando vueltas y vueltas para ver lo que voy a hacer; pero por ahora me preocupa más que nada la parte literaria.
–¿Ese es el camino? Toda obra debería trascender de algún modo, aun en el sentido más ingenuo.
–La lucha sí sirve; yo creo que María de Buenos Aires es el documento más importante de lo que se ha hecho hasta ahora en el tango; nunca se hizo algo de este tipo, todo se hizo siempre en base a El conventillo de la Paloma o las cosas de Troilo en la época de Perón, que no sirvió para nada ni se grabó. Esto sí, y la gente lo va a poder valorar en el futuro.
–Claro Astor, pero ¿no es curioso que no tengas seguidores?
–En todos lados, en todos lados. Cualquier tipo que mete la mano encima del bandoneón toca al estilo de Piazzolla. Lo agarrás a Baffa-Berlingieri, a la orquesta de Osvaldo Piro, a Stampone, los músicos del interior que por ahí, tocando a la antigua, meten un compás a la manera mía; agarrás el Peñaflor, este aviso famoso del “sabor de Buenos Aires” y siempre está en mi estilo. Un cantor hace algo, tiene una introducción, y zás, es al estilo Piazzolla. Ahí tenés el mejor ejemplo, en el aviso de Peñaflor. Todo el mundo me pregunta si es mío, y no es mío, sino de un tipo que me afanó el estilo en cuatro compases. Tocando al estilo mío, yo cobro más derechos de autor que Troilo y que Canaro, que ya casi no cobra. Y que Julio De Caro y tantos otros. Tangos míos como “Verano porteño”, los toca todo el mundo, lo toca Pugliese, el Sexteto Tango, que está en Caño 14 y también Leopoldo Federico. Y eso a veces se me vuelve en contra porque, por ejemplo, ya ves que no tengo lugar donde actuar. ¿Adónde voy a ir? En Relieve está Pichuco, en Caño 14 está esta gente, y así, claro, tocan mis temas tradicionales, no tocan “La muerte del ángel” ni ninguno de mis temas más avanzados.
TIEMPO DE DEFINICIONES
–No sé por qué se me ocurre que vos navegás entre dos aguas en cuanto a definiciones. Por ejemplo, hay gente que dice que vos no te jugás, que tu ideología es fácilmente captable en relación a la gente con la cual hacés tus cosas. Por el otro lado, a nivel popular, existe la idea de que sos un tipo de izquierda.
–Para todo el mundo he sido comunista siempre. Yo de comunista no tengo nada, aunque, a lo mejor, soy el más comunista de todos, porque los comunistas no hacen lo que he hecho yo. Cuando he tenido un conjunto ha sido siempre en cooperativa y nunca le robé un centavo a nadie. Siempre quise que mis músicos fueran felices, porque ese es el único modo de que toquen como deben. Yo conozco este tema, he estado en muchas orquestas, y cuando uno sabe que el director gana diez veces más que los mú- sicos, nace un odio hacia ese director que se trasluce en lo que se hace con la música. Yo nunca quise eso; quise ser amigo de mis músicos, y muchas veces lo logré.
–Noemí Ulla, en su libro Tango, rebelión y nostalgia, dice que el tango no participa en los problemas políticos, y cita a Mario Battistella, un letrista que siempre tuvo ese tipo de inquietudes, por ejemplo: “Nuestra lucha/ por el pan, que es cruel, suicida/ y que a todos en la vida/ nos concierne por igual”. Me acuerdo también de un comentario de Osvaldo Pugliese que Noemí Ulla transcribe y que es más o menos así: “La verdadera renovación del tango como contenido, va a venir cuando haya un gobierno popular y democrático, cuando se inaugure en el país una era de progreso y desarrollo”. ¿No exige el tango una definición?
–En música, en general, el problema político está minimizado, es menos abierto. Yo sé que toda la gente cree que soy comunista. Lo cierto es que yo no tengo nada contra los comunistas, pero tampoco tengo nada contra los oligarcas. Aunque sí, posiblemente estoy más a favor de los comunistas que de los oligarcas en lo profundo. Pero en realidad, mi política es mi música, mi lucha. Hace poco, en Rosario, en un debate entre padres de familia y músicos, uno de los que lo organizaba era comunista y trataba de exigirme una definición esquemática. Yo finalmente me cansé, y les dije: “Ustedes, ¿son comunistas? ¿Qué han hecho? ¿Lucharon, acaso? Usted se va a recibir de médico. Bueno, a usted le ofrecen mil dólares para ir a trabajar a los Estados Unidos y le ofrecen cien dólares para ir a Cuba, donde los médicos son imprescindibles en este momento. Usted, ¿dónde va?”. Yo sé que ese tipo se va a los Estados Unidos. Pero qué te digo, de cabeza se tira a los Estados Unidos, y después se justifica con un montón de palabras. Suele suceder eso con los militantes de izquierda. Y ya ves, yo no; yo iría a Cuba, le dije; como músico iría a Cuba, porque sé que allí hay un grupo de gente que me puede entender mejor que en los Estados Unidos. Pero así, la lucha la hago yo. Hace 25 años que vengo luchando por un ideal y no me vendo a nadie; he aprendido a hacerlo. Y eso que nunca me afilié a ningún partido, y nunca toqué para Eva y nunca toqué para Perón, ni para Frondizi, ni para Illia, ni para nadie. Yo no hago beneficencia; si quieren que toque, que me paguen.
–¿No es necesario aceptarse como integrante de una clase?
–Bueno, yo soy un perjudicado de la sociedad, en el sentido que lucho y no tengo ayuda.
–¿No importa de dónde viene la ayuda? Pongamos un ejemplo: un día viene Onganía y te ofrece ayuda...
–Sí señor, un día viene un fulano, Onganía por ejemplo y me dice: “Piazzolla, escriba ahora José de Buenos Aires y la estrenamos en el teatro auspiciado por mi gobierno, y le damos diez millones de pesos para montarla”. Yo voy y le digo: “Sí, señor”, y lo hago golpeando los tacos si es preciso. Esa es la manera de ayudar. No con palabras, sino con actos concretos.
–Claro, pero si uno acepta dinero del gobierno, de alguna manera empieza a adherir a ese gobierno. Salvo que uno haga traición.
–Si viene a verme Onganía y me dice que el año que viene quiere montar una obra mía en el Teatro San Martín, yo realmente no puedo pensar en los tipos que le tienen odio a Onganía. Eso sería infantil. No puedo pensar tampoco que Onganía mató a veinte familias argentinas, porque no mató a nadie.
–Quizá sea una cuestión de medidas.
–Sí, porque con Perón no hubiera agarrado viaje. En esa época era distinto. Yo me sentía afectado por mis hijos, que estaban obligados a leer un libro que loaba a una mujer que nos perjudicó a todos, en especial a los artistas, en particular a mí. Porque había que bajar la cabeza o reventar. Ese gobierno sólo ayudaba a la gente que lo apoyaba. Y así fue cómo se paró Francisco Lomuto y también Mariano Mores, que escribió “Taquito militar” y se lo dedicó a Franklin Lucero. Yo esas cosas no las puedo hacer. Yo no dedico nada a nadie, y lo mismo te digo en todo sentido; no es una cuestión política. La política está aparte. Si a mí me dicen: “Piazzolla, ¿mañana quiere tocar en Rusia?”, yo digo que sí, cómo no, mañana mismo salgo. Y lo mismo en Cuba o en donde sea. Eso sí, me dejan tocar lo que yo quiero y nos pagan como corresponde.
–Con ese criterio, por ejemplo Guevara...
–Lo que pasa es que nuestra sociedad se alimenta de mitos, como si fuera la mágica solución que pueda rescatar a la gente de su mediocridad. Yo preguntaría, por ejemplo, por qué el Che Guevara no vino a la Argentina a hacer lo que hizo en Cuba y en Bolivia. Lo que hizo él es lo mismo que si yo, tratando de aportar nuevas cosas al tango, me fuera a trabajar a Bolivia o a los Estados Unidos. He tenido y sigo teniendo propuestas para viajar a Europa, e incluso para afincarme en los Estados Unidos. Ganaría mucho más dinero, pero no sería libre. Y además quedaría allá lo que yo hiciera. El desarraigo impediría que sirviera para algo. En cambio, en mi país, gano mucho menos dinero, me va mal, pero soy bastante libre. Es una cuestión de sangre.
Entonces terminaron las preguntas. Mientras recogía mis cosas, miré por la ventana las luces de la ciudad que habíamos elogiado un par de veces, y nos despedimos. Al llegar a la calle recordé una frase de él: “Yo no pregunto qué prejuicios tienen los que escuchan mi música; sólo pretendo que me escuchen y se liberen de ellos, que sean objetivos”, y llegué a la conclusión de que ninguna imagen entera puede formarse si su música no la alimenta. Así que presentí que este libro solamente podría completarse si al terminar la última página, uno va hasta el combinado, pone un disco de Astor Piazzolla y lo escucha: en su música, él está más vivo que en ninguna otra parte; es Astor Piazzolla por entero.