El primer argentino que viajó a China fue un boliviano: Eduardo Wilde. Nacido y criado en Tupiza, donde se había refugiado su familia unitaria, en su adolescencia, tras la caída de Rosas, retornó para estudiar en el Colegio Nacional en Concepción del Uruguay, donde compartió aulas con Julio Argentino Roca. Abocado a la medicina, amigo de Tomás Perón, que le publicó su tesis sobre El Hipo, Wilde tuvo una participación relevante en la epidemia de fiebre amarilla que lo llevó de la mano de su antiguo condiscípulo a la participación política. Típico hombre de la atípica generación del ochenta, fue figura central en el laicismo del gobierno roquista: la ley 1420 y el matrimonio civil, que acarrearon la separación de la Iglesia y el Estado, lo tuvieron como promotor, así como fue determinante su labor para la fundación de la ciudad de La Plata.

Escritor prolífico, practicó sin desmayo la escritura miscelánea, que acabó reuniendo en 19 volúmenes. “Indisciplinado francotirador”, su estilo está signado por una “ironía, piedad y tristeza” que según Aníbal Ponce lo definen. Diputado provincial y nacional por el Partido Autonomista Nacional, Director del Departamento de Higiene y Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública con Roca y del Interior con Juárez Celman, su labor política le granjeó pocas loas y muchas críticas. De él se dijo que “pocos hombres públicos argentinos suscitaron en su vida más odios y fueron combatidos con mayor encarnizamiento”. Cada vez que se veía forzado a renunciar a algún cargo emprendía largos viajes. En 1897 enfiló hacia el lejano Oriente.

Tras una obligatoria estancia en Europa a la que, a diferencia de sus contemporáneos, fustiga en sus textos por el peso del pasado que la caracteriza, llega a Hong Kong en el momento más álgido de la prosperidad colonial. Acompañado por su esposa y unos comerciantes argentinos que iban a comprar chinoiseries, se une con naturalidad a la élite cosmopolita dominante cuya mirada imperial adopta. “Aquí se puede vivir sin extrañar nada de las ciudades civilizadas”-escribe.

De su experiencia dejó un libro de 150 páginas recogido en Por mares y por tierras, en el que campean la mayoría de los tópicos que hilvanarán durante un siglo el relato de viaje al país de la seda. La insalvable diferencia lingüística y la aún más radical distancia cultural sumen en el exotismo racista sus opiniones, de un marcado etnocentrismo, que por lo demás tienen escasa apoyatura en la experiencia. Entre otras cosas, porque solo conoció Hong Kong y Cantón. Hombre de su época, ardiente defensor de la modernidad, prima en Wilde la desvalorización de ese otro inasimilable que lo perturba y exaspera a tal punto que su locuacidad habitual se detiene ante lo que no comprende: “Todo en el Celeste Imperio es raro, contradictorio e ilógico, a mi ver”. Como harán todos los viajeros posteriores, para remedar la situación acude al auxilio de la palabra de sinólogos contemporáneos. Amparándose en el libro de  Robert K. Douglas, Society in China, una suerte de guía amena para el visitante, se explayará sobre temas que ve sin entender, glosándolo o plagiándolo.

Pero donde sí describe su experiencia es en el dominio médico. “Hablo con el guía chino, él ha oído alguna vez el sonido de la palabra inglesa hospital, pero no atina con la cosa china a la cual puede aplicarse semejante nombre”. “En la China no hay médicos, solo existen supersticiosos empíricos, más o menos inteligentes, a quienes no se les puede llamar ignorantes, pues en realidad son doctos en las materias de su ciencia”. Para ellos, anota, “las causas únicas de las enfermedades son el calor y el frio”. “Se conoce cuál es el órgano enfermo por el pulso, el de la mano izquierda indica padecimiento del corazón, el de la derecha de los pulmones y del hígado. No puede apartarse ninguna enfermedad sino por sortilegios, encantamientos, brujerías, y conjuros, el sacerdote o nigromántico procede y no el médico”. Sin embargo, pondera la “novísima (sic) práctica de la acupuntura” y el uso del ginseng “para mitigar los efectos desagradables de la vejez”.

En Hong Kong asiste a una clase de un médico inglés que, para su sorpresa, habla de la coca. “Concluida la lección se me ocurre comunicar a mi simpático colega mis conocimientos sobre el precioso vegetal, en mi calidad de indio boliviano. Por primera vez se tocaron los extremos, China y Tupiza, en un aula del otro lado del retazo de mundo en cuyas soledades pernocta la inolvidable aldea de mi nacimiento”. Su curiosidad sobre la costumbre de los pies vendados, que juzga una “fascinante aberración”, lo lleva “a intentar persuadir a diversas mujeres de pobre apariencia a mostrarme sus pies ofreciéndoles una remuneración, pero no pude conseguirlo: la repugnancia a dejarse examinar era mayor que el interés”. Finalmente, en un hospital consigue examinar a una paciente y redacta un informe.

La otra experiencia directa que describe es la de los burdeles adonde, para sorpresa de sus anfitriones, acude con su esposa. “Las mujeres son pasivas o de iniciativa apenas perceptible, su pasividad parece venirles del hábito de sujeción, del temor, de la herencia, en fin, por las leyes del atavismo. Ya lo he dicho, la mujer en China no tiene ningún derecho, y añado ahora, ni el de sentir ostensible los espasmos voluptuosos de la cópula”. También describe las orgías de los comerciantes occidentales con “niñas”: “si no bonitas, al menos son limpias, frescas y de formas corporales indudablemente mejores que sus caras”. A pesar de su situación de miserable esclavitud, dice, “están contentas”.

En sus consideraciones no deja de puntuar las situaciones exóticas que concitan sus razonados denuestos etnocéntricos. La arquitectura le parece fútil y ridícula, el arte, -copia banal-, inexistente; la religión, superstitición; la higiene un espanto; la comida (no se priva de hablar de cucarachas, ratas, gatos y perros ofrecidos al comensal) otro horror; la multitud, insufrible. “Abajo la gente se atropella, no se ve sino palanquines y chinos, carros de mano y chinos, cargas colgadas a los extremos de un palo y chinos, o un chino en el medio que da al aparato el aspecto de una balanza”. No obstante encuentra cierta mismidad asimilable: “muchas mujeres chinas proceden con sus maridos como europeas o americanas: los engañan, los ridiculizan, los estropean, los obligan a trabajar toda su vida, exigen todo de ellos y les pagan sus sacrificios con ingratitud, deslealtad y desconsideración” -escribe. No es difícil adivinar el tono autobiográfico de esa declaración: su esposa, 25 años más joven, ante la mirada resignada del propio Wilde, era la amante más o menos pública de su amigo el general Roca, a quien acompañaba en sus vacaciones en Mar del Plata.

Como todo viajero al Imperio del Medio no deja de consignar historias más o menos fantásticas que consolidan el exotismo esperado. Por ejemplo, refiere “el caso de una joven  que cortaba pedazos de carne de su cuerpo para preparar caldo y darlo como remedio a sus padres debilitados”. O la extraña fábula en la que “un empresario debiendo concluir en una fecha dada la decoración de un palacio y faltándole hojas de oro para el decorado, pide permiso para emplear oficiales aprendices”. “Por este crimen los socios de su cofradía deciden darle un castigo ejemplar y lo matan a mordiscones”. Entre otras historias ejemplares cuenta la de un artista famoso que pintó cuatro dragones para un templo, “vivos en apariencia, a los que solo les faltaban los ojos”. “Uno de sus discípulos quiso remediar el defecto y lo hizo con arte tan soberano que el primer dragón concluido extendió las alas, alzó el vuelo y se escapó de cuadro”. Reiterado hasta el hartazgo, incluso en época maoísta, el cuento refuerza la alteridad radical que se supone en todo lo chino.

China es para Wilde “un colosal conglomerado al cual no llamaré nación por faltarle los caracteres genuinos”. “Por sí mismos los chinos no imitan. Ejemplo: la arquitectura. Tienen a la vista los palacios, los bancos, los edificios europeos adaptados a su fin, cómodos y sólidos y ellos continúan con sus casuchas de visera alzada”. Es decir, no son ni siquiera buenos colonizados; tal su inferioridad. Sin embargo, “al ver estas muchedumbres que parecen brotar de la tierra uno se pregunta cómo la población china no hace de las suyas, no se levanta y expulsa a los intrusos, dado su odio a los extranjeros”, afirma. Lo cual apenas un año y medio más tarde se manifestó con la sangrienta Rebelión de los Boxers, la de los puños rectos contra los demonios extranjeros -ingleses, franceses y japoneses. Que, una década después, trajo el fin del imperio.

El apego absurdo a la tradición es para Wilde un lastre que han de quitarse. Pone de ejemplo el Feng Shui: “es una fuerza oculta constituida por dos corrientes que se cruzan en la superficie de la tierra, el dragón azul y el tigre blanco, representantes de los dos principios, macho y hembra de la naturaleza. En nombre de este mito temible los chinos se oponen a los ferrocarriles, a los telégrafos y a todo progreso”. La revolución Cultural se hará bajo esa misma idea.

Al argentino hasta el teatro tradicional, con sus magnificentes puestas en escena, muy valorado por Occidente, lo atribula. “Así ha sido, es y será el teatro chino, tal como lo he visto, porque mi descripción parece copiada no del natural como es, sino de páginas ya escritas por otros, lo cual prueba mi aserción y porque si alguna vez deja de ser así, dejara de ser chino” -se justifica. El arte religioso, igual. “Los budas son horribles y hay muchos monstruosos, todos tienen orejas grandes, prolongadas, colgantes, horribles, repugnantes”. En el taoísmo, esa “religión ridícula”, el templo es “una especie de pulpería con dioses de papel y altares con velitas”. “Dado nuestro concepto sospecho que el arte y la ciencia no existen en China”. “Decididamente, los chinos tienen la cabeza hecha en una horma distinta de la nuestra”, concluye.