“Nos mudábamos persiguiendo el sol como los pájaros, los jubilados y los republicanos, sí, pero nos topamos con una época de lluvias torrenciales. No diluvió el día que llegamos, como si Miami se adecuase a la imagen que tienen de la ciudad los recién llegados solo para mostrarles, al día siguiente, su verdadero temperamento: el tropical, es decir, el cambiante. El clima engañoso en Florida me remite, además, al comportamiento imprevisible de los seres que conocí en la isla, y, también, a las ambigüedades y el alma tornadiza de nuestro propio padre”.

Cambiante, engañoso, imprevisible, ambiguo, tornadizo. Las palabras que están en un fragmento a mitad de camino de Los hechos de Key Biscayne, escrita por la joven española Xita Rubert y que recibió ex aequo el 42º Premio Herralde de Novela junto a Clara y confusa, de Cynthia Rimsky, no podrían ser más atinadas para dar cuenta no sólo de Ricardo, el padre de la preadolescente narradora, sino también de Key Biscayne, la isla de Miami a la que han llegado para vivir un tiempo junto a Nico, su hermano, sin que ellos lo sepan, en una novela que entra y sale de confines afectivos y geográficos a través de la mente nebulosa y no por eso menos lúcida de la narradora. Reconstruir lo que sucedió durante aquellos meses en esa isla, zigzagueando entre los recuerdos y la invención, otorga un halo de suspenso que se impone desde las primeras páginas acompañado de cierto aire de perturbación, excentricidades al por mayor y un rastro de violencia vicaria -como lo nombró con precisión Marta Sanz- detrás de un profesor español de Harvard que se traslada para un año académico de Boston a Miami con sus dos hijos y sin el consentimiento de la madre, dado que la mudanza, como se sabrá luego, no estaba en el acuerdo de la custodia.

Con un padre lleno de dobleces y paradojas, cuya intimidad era la vida pública -hecha de académicos fuera de lugar, negociantes enigmáticos y magnates que se la pasan de fiesta- y la negligencia a todas luces de su figura, la atmósfera cautivante de arenas blancas, papayas y agua cristalina lo reciben, en principio, con los brazos abiertos. A él, filósofo y profesor universitario, de prendas roídas y con agujeros de cigarrillos, que en vez de maletas atraviesa el check-in con bolsas de basura cargadas de zapatos y libros. Los problemas más cotidianos y burdos se empiezan a entremezclar con desagradables fabulaciones, el carácter de un impostor que parece poner en riesgo permanente a sus hijos con derrapes difíciles de tolerar. “Nosotros podíamos ser vagabundos si a él le apetecía, príncipes al día siguiente, nómadas otra vez, condes al despertar”, se lee de entrada, entre caimanes, artistas millonarios y bohemios, gente con poca ropa y mucha cirugía estética, un revolver que da vueltas en la casa junto a una cámara de fotos igual de amenazante, el peligro y la diversión de la mano. “En lugar de adaptarse al mundo, nuestro padre adapta el mundo a sí mismo”, se refuerza luego, con la personalidad quijotesca que parece encontrar un lugar indicado para ocultarse y desplegar su farsa en la era Obama.

Dividida en cinco partes, desde “la llegada” a “la despedida” de Key Biscayne -famosa por sus mansiones de celebridades, como Shakira y Juanes; por haber sido lugar de vacaciones para Leo Messi y su familia, y por tener un pasado glorioso de sede de un torneo profesional de tenis-, el punto de vista evoca aquella niña que se convierte en adolescente y hace unas pocas amigas, como la italiana Eleonora Cagnoni, entre familias de todo tipo de nacionalidades -con latinoamericanos blancos-, muchas de ellas dedicadas a empresas de publicidad y construcción, al ocio embriagado y a los clubes deportivos. La niña no condena a su padre, apenas si lo conoce por verlo cada tanto y en vacaciones, y se pregunta por qué los llevó hasta ahí; se fascina con sus movimientos, los ausculta hasta el punto de la obsesión (“aunque se burlase de la gente, terminó participando de todo lo exclusivo o delicioso que le pudieron ofrecer durante aquellos meses”), se toma a chiste a sus mujeres, le tiene cariño y a la vez repulsión, y va dando señales de alerta sobre un lento desmoronamiento. Incluso tomando referencias de la naturaleza exótica e indómita a su alrededor, “la tierra siempre avisa antes del terremoto, de la erupción, pero su modo de avisar es la ironía”, ese paraíso artificial cargado de una belleza atemporal y excesiva, y donde hay más silencios, gestos velados y pasos elusivos que los que revelan los carritos de golf, la presencia de una gran cantidad de hispanos y la piscina que funciona como sitio de pertenencia más que sus días en el nuevo colegio.

Con ecos de La costa de los mosquitos de Paul Theroux, y de la serie The White Lotus, retrato de un mundo cerrado y exclusivo que en su propio aislamiento destila encanto y miseria en dosis semejantes, sin perder un tono tragicómico y a veces hasta surrealista, la pregunta clave de Los hechos de Key Biscayne no es si los hijos llegan a conocer a sus padres o viceversa, sino si los padres llegan a imaginarse lo que perciben y guardan para siempre sus hijos. Es la vuelta de tuerca que trasciende a la ya repetida trama de la familia disfuncional y rara, tópico súper repetido de las novelas contemporáneas. ¿Qué es un recuerdo familiar, de qué manera comprender una memoria fragmentada en mil pedazos alentada por un padre culto e inmoral? El año que viven en Key Biscayne, en rigor, no es el mismo para todos. “Cada uno recuerda a su manera los hechos, y no es la manera en que quiere, sino en que puede”, piensa la narradora entre “sensaciones difusas”, en otro momento bisagra de la tensa, hilarante y circular trama.

¿Cuándo deja uno de ser lo que es? ¿Cuándo empieza a percibirse como otra cosa? Un padre magullado y que sigue escuchando música clásica mientras a su alrededor suena reguetón, “un atleta resucitado de cada embate”, personajes secundarios como el cónsul que los invita a comer en un jardín que había diseñado a partir de un cuento de Borges. “Ni los narcotraficantes ni los sicarios ni los evasores de impuestos que vivían allí se parecían a nosotros dos”, dice la narradora, en una suerte de dolorosa complicidad mientras todos desaparecen de su lado. La aparición de la madre desde España, otros personajes que se repite entre una “máquina de banalidades”, y de pronto un vendaval tropical y la llegada abrupta de un par de policías que acecha a la familia, seres condenados a vivir como si saltaran de sitio en sitio, “porque, así, la esfera temporal se convertía en la espacial”. Hasta que, traspasando todo borde entre realidad y ficción, entre lo luminoso y lo oscuro, un día la mentira pasa a ser verdad.