En un contexto marcado por la incertidumbre social y la demanda de respuestas inmediatas a problemas estructurales, el reciente dictamen parlamentario que propone bajar la edad de imputabilidad penal a los 14 años aparece como una salida fácil, pero profundamente equivocada. Bajo el ropaje de un nuevo “régimen penal juvenil” que pretende incorporar derechos y garantías, se esconde una peligrosa regresión que contradice no solo el derecho internacional de los Derechos Humanos, sino también los principios constitucionales y el saber criminológico más elemental.

La convención sobre los Derechos del Niño -de jerarquía constitucional en nuestro País desde 1994- establece con meridiana claridad que “en todas las decisiones que involucren a niños y adolescentes, en interés superior del niño debe ser una consideración primordial” (art. 3). Esa premisa debería orientar toda la legislación en la materia. Sin embargo, lejos de colocar la protección integral de los adolescentes en el centro, este nuevo régimen los transforma en blanco del sistema penal justamente en una etapa vital del desarrollo emocional, cognitivo y moral.

Distintos organismos internacionales, entre ellos el comité de derechos del niño de Naciones Unidas, han recomendado de forma sostenida que edad mínima de responsabilidad penal no sea inferior a los 15 años. Algunos países la ubican entre los 16 o 18 años. En lugar de alinearse con estos estándares, Argentina está corriendo el riesgo de formar parte de un grupo reducido de Naciones que penalizan a personas desde los 14 años, profundizando la criminalización de la pobreza y el abandono Estatal.

No hay evidencia seria que respalde que la concepción de bajar la edad de punibilidad reduzca el delito. Muy por el contrario, exponer a adolescentes al circuito penal temprano genera estigmatización, fomenta trayectorias delictivas y rompe la posibilidad de una intervención educativa, social y comunitaria real. En lugar de resocializar al menor, el sistema reagrava la exclusión que se pretende combatir.

El dictamen intenta neutralizar las críticas presentando un catálogo extenso de derechos y garantías, pero, en lo sustancial, legitima la aplicación del poder punitivo del Estado a sujetos que no han alcanzado la madurez suficiente para comprender plenamente las consecuencias penales de sus actos. La responsabilidad penal exige discernimiento, comprensión y libertad de decisión, atributos que difícilmente puedan afirmare con rigurosidad a los 14 años.

En otro orden, la creación de nuevas formas de penas, como el monitoreo electrónico o la privación de la libertad en institutos puede derivar en un nuevo tipo de encarcelamiento juvenil con apariencia de protección. Bajo el argumento de “educar y reinsertar” se encubre el castigo contradiciendo principios básicos del derecho penal juvenil como ultima ratio.

El problema de fondo no es la edad del infractor sino la incapacidad del Estado de garantizar derechos básicos a niños y adolescentes. Mientras que persista la pobreza estructural, el abandono educativo, la violencia institucional, y la desprotección familiar, ningún régimen penal -por más garantista que se presente- podrá resolver lo que ante todo es una deuda social.

El hecho de reducir la edad de imputabilidad penal puede traer réditos políticos de corto plazo, pero compromete el futuro de miles de adolescente y degrada nuestro compromiso constitucional con la niñez. No se trata de negar el dolor de las víctimas, ni de relativizar los conflictos. Se trata de construir respuestas mas humanas, eficaces y respetuosas de la dignidad que toda persona merece, especialmente cuando esta en proceso de crecimiento.

Un país que renuncia a proteger a sus niños y adolescentes cuando más lo necesitan, esta también renunciando a su esperanza.

(*) Juez del Tribunal de Casación Penal de la provincia de Buenos Aires.