Antes de ceder la curiosidad y el deseo al algoritmo, el soundtrack era el método más común y efectivo para encontrar nueva música. A diferencia de los compilados, que eran de una banda en particular o de un periodo o estilo definido, las bandas sonoras de películas eran, en muchos casos, más variadas. En una película pueden convivir muchas bandas de muchos periodos diferentes.

Luján es la ciudad grande más cercana a San Andrés de Giles donde yo vivía. Mi vieja iba dos veces por semana a trabajar allá. Iba y venía en el día. Los martes y los viernes. En Luján había un videoclub. En Giles no. En el video club también alquilaban videocaseteras. En Giles en ese entonces no era muy común tener una videocasetera, por eso tampoco era muy rentable tener un videoclub. Una vez al mes mi vieja alquilaba una videocasetera y varias películas. Las alquilaba el viernes y la devolvía el martes. Mirábamos las películas el fin de semana.

Ese fin de semana mi vieja trajo junto a la videocasetera una pila de películas entre las que estaba Suban el volumen de Allan Moyle, protagonizada por Christian Slater y Samantha Mathis (junto con Hope Sandoval, mis amores platónicos de los ‘90). No sé por qué trajo esa película, de seguro ella habrá pedido alguna para adolescentes y el chico del video club (alabado sea) se la recomendó.

El argumento es sencillo, un joven de Nueva York se muda a un suburbio tranquilo y conservador de Arizona y desde una radio clandestina que tiene en el sótano de su casa, de manera anónima, revoluciona a la juventud del lugar con sus comentarios y con su música. La identificación fue inmediata: si bien yo no me había mudado de ningún lado, ya comenzaba a sentir esa extranjería a la cual te exilia la adolescencia y más cuando mis gustos personales ya comenzaban a desentonar en mi propio suburbio. Al igual que el protagonista, yo tenía una doble vida, una social para afuera y una interna en donde estaban mis libros y mi música. Ya de chico había aprendido que un libro es un biombo, que si estaba solo callado en un rincón era un chico raro, pero si estaba con un libro era otra cosa. De tanto poner libros delante mío para poder estar solo comencé a leerlos y milagrosamente dejé de estarlo.

Suban el volumen no es una película más, donde el mariscal de campo y su novia porrista sostienen la lucha de clases de la popularidad disputándose lugares en el comedor de la prepa con los impopulares. Tampoco es una de togas y fraternidades. Esta película critica el sistema educativo de los Estados Unidos y el imperativo de felicidad del sueño americano. Muestra el caldo de cultivo sobre el que cual va a nacer (y luego ahogarse) el grunge. Pero sobre todo, es una película que tiene buena música. A los pocos minutos de comenzada mientras suena “Everybody Knows” de Leonard Cohen, hay un breve paneo de una pila de casetes, entre los que están Primal Scream, Henry Rollins, Bad Brains, Jesus and Mary Chain, Concret Blonde, Pixies, Camper Van Beethoven. Me anoté todos esos nombres en una libreta poniendo pausa en el vhs una y otra vez. Luego, durante meses, busqué en distintas disquerías de Lujan y ciudad grande en donde iba vacacionar, como Necochea o San Bernardo, algo de estas bandas. Tardé años en encontrarlas, pero nunca me abandonaron, moldearon mis gustos. Mi primera novia, Carolina, era igual a Samantha Mathis no solo en lo físico sino también en personalidad. Yo quería ser Christian Slater.

Decidí no volver a ver la película para escribir esto, solo guiarme por los recuerdos que tengo. En cierta medida esto es trampa porque ya la habré visto más de diez veces a lo largo de mi vida. Todo recuerdo importante es una cicatriz por lo que deja resonando y yo tengo varias que son responsabilidad de Suban el volumen.

Por ejemplo, Mark Hunter, el protagonista, baja por una calle desértica de un suburbio. Es una mañana soleada, él mira para abajo como revisando sus pasos. Es un gesto de timidez, por más que esté solo en la calle. Suena el golpe de un bombo de batería. Ese golpe se transforma de manera perezosa en Wave of Mutilation de los Pixies.

Ese fue para mí el nacimiento de los Pixies.

Una púa se apoya sobre un disco que gira en una bandeja, al solo contacto comienza la orquestación de “Everybody Knows”. Los subtítulos, en una muestra de generosidad para un chico de pueblo que aún no sabía inglés, no se detienen solo en los diálogos y me traducen la letra del tema. Música y letra.

Acaba de nacer Leonard Cohen, el cantante y el poeta.

Mi gusto por la música se debe en gran medida a esa película y por lo tanto, como a Funes, recrear la película me llevaría todo el día. Toda una vida, en realidad.

Todo lo que somos se gesta en algún lugar. Ya hace años que perdí esa fascinación que me sacudía ante las cosas, pero todavía me vuelve cada tanto, cuando escucho música nueva. Esa electricidad es un gesto terco de permanencia. Mi juventud aún me acompaña en la vitalidad de algunos gustos y vicios. En los pequeños yuyos que se filtran y crecen en las juntas de las baldosas que pavimentan la ciudad es en donde Martínez Estrada ve la resistencia de la pampa. Su supervivencia consiste en estar, en permanecer. Si algo me enseñó Mark Hunter, el personaje de Slater, es que en un mundo con pocas ganas de futuro, todavía nos quedan la música y los libros como tabla de flotación, por más que todo el mundo sabe que el barco se hunde. Por más que todo el mundo sabe que el capitán mintió.

Pablo Ragoni Actor, dramaturgo y docente de teatro. Junto con Lucia Seles fundó la compañía Cofradía Eurobasquet que ella dirige y de la cual él es actor. Actualmente es coordinador académico de la Diplomatura Superior en Artes Vivas en la UNTREF. Ha dirigido varias obras de teatro en distintos espacios teatrales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Textos suyos sobre estética han sido publicados en distintas compilaciones y revistas. Actualmente ensaya dos proyectos a estrenarse este año en el Complejo Teatral de Buenos Aires.