El año pasado, durante el proceso de duelo por la muerte de mi abuela Paulina, hice el ejercicio de transcribir unas notas manuscritas que ella me dejó en un cuaderno. Lo primero que, no sin esfuerzo, pude leer en su alambicada letra de persona sin educación formal es lo siguiente: “Juan, cuando tenía 12 años le pregunté a mi abuelita por qué nosotros no tenemos ancestros o familia como todos los demás y me contestó que porque ella descendía de una rama que la habían arrancado de un árbol muy frondoso y que creían que en invierno estaba contaminada y la cortaron y la arrojaron al viento”.
Me llamó la atención, primero, que el texto se iniciara con la fórmula de una carta, marcando la identidad del destinatario. Pero también que su relato dejara claro desde un principio que nosotros, nuestra familia, no tenía ancestros. En algún punto se había interrumpido el vínculo o, mejor, nos habían arrancado de cuajo como se talan las ramas enfermas de un árbol.
“Me costó trabajo que me contara, pues nunca hablaba de su pasado”, continúa la historia de Paulina. “La familia de ella eran sus hijos. Pero tanto insistí que me contó y me dijo que no la repitiera ni se la contara a nadie. Era tanta su desgracia, y en esta sociedad tan hipócrita, y en el tiempo de ella más, y para qué darles a los demás armas para que le den en lo que más le duele, la madre de uno. La mamá de ella, Gertrudis Villaquirán Delgado, había sido hija de unos ricachones de los que buscaban una nana para que les criara a cada hijo, y a ella, a Gertrudis, la había criado una negra llamada Bárbara que en el momento de los acontecimientos estaba casada con un albañil y vivía en Yanaconas. Pues bien, a los quince años esta pobre niña tan cuidada cayó en desgracia, cuando el honor de la familia los machos lo depositaban en la cuca de las pobres mujeres, y ay de la que osara disponer de su sexualidad sin el consentimiento de toda la familia. Pues ella pecó y echó a rodar la dignidad de aquella ilustre familia por los suelos y, para que no le mataran a la criatura, se fue a refugiar al rancho de la negra Bárbara, en Yanaconas, que fue la única que la amparó y la tuvo escondida mucho tiempo. Allí se quedó, después de tenerlo todo, viviendo de lo poco que podían conseguir. A los diecisiete años, con una hija a cuestas, se volvió a dejar engatusar y tuvo otro hijo que se llamó Luis Carlos Villaquirán, y eso fue peor para esa pobre niña que no la dejaron madurar. Y el segundo también le falló. La empezó a consumir la pena moral hasta que se murió y dejó dos niños huérfanos, sin más amparo que una pobre negra que a su vez tenía cinco hijos. Pues por el niño varón vinieron al fin unos familiares del papá y se lo llevaron a vivir, decía mi abuela, al extranjero. A mi abuelita no le gustaba contar ni recordar, pues lloraba cada vez que se acordaba. Ella quedó, a los cinco años, al cuidado de la negra, la cual tenía un hijo negro como ella. Los demás hijos eran más o menos blancos, pues el marido de nombre Rubén era blanco. O mejor dicho, color indio”.
Lo que mi abuela Paulina venía a revelarme en estas notas es algo que yo ya sabía desde hacía mucho, pero que así, leído de su puño y letra, cobraba una dimensión nueva, más determinante si cabe. Mi familia comienza en un embarazo accidental de una señorita de buena familia caucana. A la pecadora la expulsan del paraíso de las herencias por mancillar el honor de la estirpe con un hijo natural, que es como se solía llamar a los que nacían por fuera del matrimonio.
La joven Gertrudis, defenestrada, se va a vivir con su nana, la negra Bárbara, en un rancho pobre de Yanaconas, un caserío a las afueras de Popayán y, después de un segundo desengaño amoroso, muere y deja a dos niños huérfanos, un varón y una nena. Al varón se lo llevan a vivir al extranjero y la abuela de mi abuela, Clemencia, crece con la negra Bárbara, como una hija más, en la más extrema pobreza.
“Origin is your original sin”, ha escrito el poeta A. R. Ammons, “el origen es tu pecado original”, unos versos que parecen dedicados a la abuela Clemencia y también a mi abuela Paulina, que se toma el trabajo de poner aquel relato por escrito en su cuaderno para conjurar ese pecado, para romper con algo que se sentía como una maldición familiar –el bastardaje, los hijos naturales, sin acceso a las herencias, sin derechos territoriales, sin educación, cosas que se repitieron con precisión mecánica en las siguientes generaciones–, y en últimas, pienso ahora, para darme a elegir mi linaje, nuestro doble linaje, una línea discontinua y orgullosamente quebrada, a ratos fantasmal. En efecto, somos los hijos de la desgraciada Gertrudis, claro, la jovencita de buena familia que halló una muerte prematura tras ser amputada como una rama podrida. Pero somos también –y por encima de todo– los hijos de la negra Bárbara, cuyo apellido nadie recuerda. Mamá Bárbara. La que hizo posible que sobreviviera la abuela Clemencia y toda su estirpe de mujeres solteras, modernas y liberales que supieron hacer su vida de proletarias ilustradas sin falsos prestigios, sin apellidos, sin peones, sin tierras. Gracias a Bárbara existieron la hija de Clemencia, llamada también Bárbara, y finalmente mi abuela Paulina.
Bárbara, con toda seguridad hija y nieta de esclavos, dejó su huella en el carácter de todas esas mujeres.
A vos y sólo a vos, Bárbara, que nos enseñaste a hablar, que nos enseñaste a estar en el mundo, a meter el cuerpo entre otros cuerpos, te lo debemos todo.
Este texto forma parte de La ligereza, un conjunto de ensayos del escritor y crítico colombiano que acaba de publicar editorial Sigilo.