Durante su adolescencia y su temprana juventud, sobre un suelo místico y existencialista, fueron asentándose en Haroldo Conti las lecturas de Robert Louis Stevenson, Herman Melville, Joseph Conrad y, en otra vertiente, William Faulkner, sin duda, Ernest Hemingway y otros notables de “la generación perdida”, Cesare Pavese, Dylan Thomas; visiblemente, ciertos personajes de Horacio Quiroga y del uruguayo Juan José Morosoli, cierto ambiente de Enrique Wernicke. No obstante, su obra literaria tiene gran originalidad y potencia, y guarda enorme fuerza para las literaturas argentina y latinoamericana. Desde una de las mayores novelas que a mi juicio se han escrito aquí, Sudeste (1962), aquélla se caracteriza por su homogeneidad y su considerable densidad. Predominan el río, el Delta, las islas, el viento, el barro, los botes, las lanchas, el barco, el transcurso casi imperceptible del invierno y del verano, las horas muertas como los peces moribundos, y la pasividad de los seres: toda esa quietud, que parece rodear y contener lo esencial de la naturaleza, admite apenas un leve movimiento de tiempo que se repite, que no surca, que no avanza, pero que deja huellas.
Para el narrador, esta es la forma de captar el verdadero tiempo, en su esencia, en lo que en él hay, no de anecdótico sino de permanente: “Tenía grandes proyectos con respecto a este bote. Primero pensó en una simple reparación de emergencia, pero poco a poco había ido elaborando un proyecto bastante más ambicioso. Claro que eso le llevaría su tiempo. Pero, en cierto modo, él era el tiempo”. Y después: “Hacía tiempo que había perdido la cuenta de los días pero, de cualquier forma, advirtió con toda claridad que se aproximaba el fin del verano. No era cuestión de fechas. Sino un signo y después otro”.
“Narrar es monótono”, supo escribir alguna vez Cesare Pavese. Y, para ilustrarlo, acudió a la imagen: “La belleza del nadador, como de todas las actividades vivas, es el monótono recorrido de una situación”. Sudeste es de esta época, de otro lugar, pero insoslayablemente “monótona” y “acuática”. El moroso desenvolvimiento de los relatos de Conti, la humildad del tono, su anunciada falta de originalidad y de grandeza temática en historias sin trascendencia (según él sostiene), muestran una especial aproximación a la materia narrativa. Una insatisfacción que acompaña las idas y vueltas de “héroes” cuyas vidas no son heroicas, ni ejemplares, ni siquiera importantes: hombres que no tienen nada que contar, como no sea la historia de algún otro o de algún barco; tipos que pueden cruzar la calle o no, torcer para cualquier lado. Los personajes de Conti son parias, abúlicos, desclasados, desapropiados, verdaderos desconocidos, inclusive para sí mismos: “Ahora era todo más agradable. A partir de ahora, sobre esta playa desierta, cocinando estos pescados, podía considerarse un vagabundo. Él no pensó exactamente eso, sino que de pronto se sintió invadido por una extraña serenidad, una nueva placidez y una especie de risueño contento. Ahora ya estaba en aquello que, al parecer, había deseado por mucho tiempo”.
Luego, las conjunciones disyuntivas, las frases indirectas, los reflexivos, la progresiva incorporación de interpretaciones poco seguras, siguen acentuando el carácter dificultoso de la relación entre el narrador y su materia. Y, como formando parte de ese proceso de ajenidad-búsqueda-rechazo-adentramiento, lo acercan a ella, dan forma al intento de penetrarla. Van plasmando una narración congruente, en la que narrador y protagonistas, sin identificarse, coinciden en la dificultad de las certidumbres. Unos, en el interior, “viviendo”; otro, en el exterior, contando. Ciertamente, el núcleo de esta forma de narrar está en Sudeste: “Él preguntó alguna otra vez por el barco. Ya se sabe cómo son todas esas historias. Uno dice una cosa, otro dice otra cosa. Se dicen demasiadas, en general, y uno no tiene por qué creer ni la mitad de ellas”.
En esta novela, uno de cuyos primeros análisis fue el ya clásico trabajo de Eduardo Romano, Conti “noveliza con notable homogeneidad los lineamientos míticos de la búsqueda y enfrentamiento con alguna fuerza primaria lejos de tierra firme”. Para Romano, Conti elaboró en Sudeste “la posibilidad de un refugio mítico y la de una nostalgia mística”. Y efectivamente es una literatura esencialista que impresiona; monótona, es esa persecución de lo fundamental, del ser, no del tener: los seres despojados de todo que están frente a la naturaleza y al mundo, a las cosas y a los otros seres, como desnudos, como desapropiados.
Es un tiempo casi sin presente, que sólo vive desde el futuro de la memoria, ella mana el presente. Esto queda más claro luego, en Alrededor de la jaula: "Fue un lindo tiempo, si se quiere, sólo que estaba destinado a terminar. Todo tiempo está destinado a terminar, naturalmente, y el principio de uno no es más que el término de otro. Pero en éste resultaba tan claro que parecía un recuerdo desde el mismo principio". El narrador de los textos de Conti siente qué lejos está; deambula, enumera sin convicción, califica inciertamente, no elige, no indica. La falta de certezas lleva a la memoria errátil, como a un campo de producción de una escritura pre-representativa. ¿Qué es, qué son, si no, ese espacio lunar, y esa luna presente, y ese barro? Origen inapresable; presente sin datos, eludido, incorpóreo; futuro contingente: se hace necesario recobrar un tiempo también incontaminado en un espacio restituidor. Ambiente de pesadilla, onírico en todo caso, que lleva al (que sale del) sueño. O “al trabajo del sueño” que, para Freud, no piensa, no calcula, no juzga, se contenta con transformar. Un trabajo transformador desde un “texto” que se despliega como brotando de sí. Ya que ¿de dónde habría de brotar si nada posee?
El narrador duda hasta la raíz, y reniega de las cualidades significadoras del signo, y, por eso, lo somete al constante bombardeo de un generalizado movimiento de corrección. Pero parece claro, también, que ese ataque pretende, en definitiva, hacerlo más transparente, más servicial, más útil, para significar mejor en su limpieza, en su pobreza, en su ausencia de toda pretensión. Cree posible recuperar un signo perfectible para una realidad aún representable. Su discurso, con ir bastante más allá del auto-cuestionamiento, está, todavía, más acá de una impugnación (que, por otra parte, lo tornaría ágrafo) a lo representativo.
Pero, si la desposesión del espacio social y aún del natural, si la ajenidad del tiempo vivido, llevan al barro, al agua y a la memoria ¿a qué otro sueño inicial llevará la desapropiación del signo? “Ese hombre se detiene junto a sus aguas y observa la susurrante vastedad con cierta nostalgia, como si hubiera extraviado algo muy querido y absolutamente primordial en medio de este río semejante a la eternidad”. Se persigue el ser que le han desapropiado, y se lo busca en una situación de despojo radical, así como el discurso persigue su ser en la pobreza del significante. Búsqueda del ser, padecimiento de la máscara. Padecimiento y penetración de la máscara. ¿Hasta dónde? ¿Habrá ser tras el despojo de las vestiduras? (¿Y hay, acaso, esencia humana en la mayor desposesión, en el mayor vacío, fuera “del conjunto de la relación social”?)
Siendo que "el lujo, el atavío y la disipación no son significantes que sobrevengan aquí o allá, son los perjuicios del significante o del representante mismo", cabe preguntarse con Jacques Derrida cuál sería el agua, cuál el barro y cuál la noche de estos signos.
No parece absurdo pensar que tan radical poética buscó las respuestas, quizás cerrando la parábola, en un libro como Mascaró el cazador americano, la última novela del escritor, tan premonitoria inclusive de su propio destino. Aquí, en esta fantasía donde los mascarones ya no son sólo máscaras sino proas y guías, la inmersión en un sueño que se quiere colectivo parece anunciar el movimiento de recuperación, aquél por el que la palabra sería de todos.