En la escuela me enseñaron, entre otras cosas, el cuerpo humano. Todos los diez obtenidos en las distintas pruebas sobre dicho tema, opacados en el boletín de calificaciones por mi mala conducta, los conseguí gracias al auxiliar “Luisito”, un esqueleto armado por etapas, con partes compradas por las noches en distintos cementerios de la ciudad por el “ corcho” Lencina, estudiante de medicina y habitante del inquilinato habilitado en mi casa por necesidad.  Completaba el plan de estudios el sistema nervioso, el aparato respiratorio junto al digestivo, pero nada se decía sobre el aparato reproductor. 

Víctimas de una censura de hecho, una prolongación de un silencio acarreado desde nuestros hogares de ciertas cosas de las que no se hablaban, la educación sexual era dictada exclusivamente en la calle por distintos profesores que aparentaban saber, explicando, con un lenguaje vulgar, lo aprendido en revistas prohibidas, utilizando un discurso tan falaz como incompleto. Si hubiera sabido, en aquél momento, que era poseedor de una glándula llamada próstata, al menos hubiese usado el término para completar un listado de esdrújulas en Lengua o para sumar un punto en el “ ahorcado“. 

La prohibición nunca suprime el deseo, en ocasiones lo agiganta, órganos reproductores de las flores pasaron a tener doble sentido para nosotros, palabras como carpelo, pistilo o estambre no podían ser pronunciadas en clase sin generar un estallido de risas y gestos. En medio de un caos botánico, la directora abrió la puerta del salón sorpresivamente para presentar a un alumno nuevo, un vecino recientemente llegado desde la provincia de Corrientes y por quien pidió al grupo que lo recibiera de la mejor manera. El Negro Roma y quien escribe, no pudimos con nuestro genio. El niño morocho, morrudo, callado, de saco azul con pitucones, camisa blanca de cuello brilloso, pantalón gris, corbata roja y una cruz de madera sobre su pecho, parecía estar vestido para tomar la primera comunión. Mi compañero no dudó en bautizarlo “Ceferino Namuncurá “, por mi parte, elegí como apodo el nombre del hueso de la cabeza que más resaltaba su corte de pelo, el occipital. Los burlones éramos solicitados frecuentemente a pasar por Dirección para firmar un cuaderno de apercibimientos, pero jamás nos convocaron desde ningún canal de televisión para producir programas idiotizantes. Posiblemente nos creíamos más vivos, pero nunca más inteligentes que el resto, tampoco quisimos ser ejemplo para nadie, solamente intentábamos escapar de la jaula que nos privaba de nuestro hábitat natural: la calle. 

Disfrutábamos del encierro únicamente escuchando rock y traduciendo letras, en ninguna canción de Los Beatles figura la palabra bullying. Algo extraño ocurría con mi última víctima, no sólo no se enojaba ante mis chanzas, era solidario conmigo auxiliándome, frecuentemente, con hojas para mi carpeta. En una oportunidad , a la salida del colegio, se interpuso en el camino de regreso a mi casa, extrajo desde su bolso de lona verde un libro ajado, forrado con papel araña, me lo regaló pronunciando palabras que nunca olvidé, “no sé cuál será tu dolor, pero la palabra de Dios lo puede sanar”. Si bien no leí el texto en ese momento , tampoco lo descarté. En mi casa había diarios, revistas y libros enterrados en el fondo. Lo ubiqué en una repisa junto a mates sin bombillas y un recuerdo de Capilla del Monte. A partir de aquél día, cambió mi relación con él, entre los varones era el único que lo llamaba por su nombre, le llevaba la tarea hasta la habitación que alquilaba con su madre en la “ Stella Maris” cada vez que su asma lo dejaba de cama y le regalé mi portafolios de cuero del año anterior. 

Durante una merienda de tereré con chipá, el goyano extrajo desde una cajita de madera no musical, una foto de la mujer que lo había criado, su abuela. Me confesó, dolido, que si bien nadie extraña al ser amado ya que lo lleva prendido en el corazón, cargaba con un mal presentimiento, sentía que nunca más volvería a regar su patio con aroma a jazmines. 

Fue una tarde de carnaval en la que doña Petrona, encargada de la vieja pensión, interrumpió mi paso para informarme que los inquilinos habían partido para Buenos Aires buscando mejor suerte y me entregó en mano un sobre a mi nombre. “Dios me invita a seguir viaje. Detuve mi marcha, únicamente, para conocer a un amigo. Rezaré por vos“, decía su carta de despedida. 

Hace tiempo que no elijo un texto para leer, dejo que ellos me elijan a mí. Me paro frente a mi anárquica biblioteca compuesta por libros comprados, regalados, robados y rescatados esperando una señal, un detalle causal que me lleve a destapar la magia. Anoche tuve la necesidad de consultar mi oráculo de papel, elevé la vista hasta el último estante donde el lomo amarillo de un tomo de autor desconocido sobresalía del resto. Con la ayuda de un secador de piso conseguí bajarlo, junto a mi objetivo cayó sobre mi cabeza el viejo y olvidado regalo de mi amigo de la infancia.

Hoy es un día decisivo para mi cuerpo humano, amenizo la repetida demora de mi urólogo en llegar a su consultorio, escribiendo esta historia en su sala de espera. Traje el sobre con mis últimos análisis resguardado entre las páginas de la vieja biblia. De los resultados, que no me atrevo a leer, depende el éxito del tratamiento abordado o, en su defecto, la fecha de la cirugía tan temida. Mientras juego con mi mente rimando mi parte enferma con póstuma, prófuga o próxima, no dejo de hojear el texto obsequiado hace más de cincuenta inviernos, para detenerme, una y otra vez, en su dedicatoria: “Nunca es tarde en la eternidad . La biblia sabe esperar. De todo corazón…. Ramón Villalba (el occipital).

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