En este año que estamos atravesando se cumplen sendos aniversarios de dos obras claves de la filosofía política contemporánea. En 1985 Ernesto Laclau publica Hegemonía y estrategia socialista, y en 2005 La razón populista. Con acentos diferentes pero preocupaciones convergentes ambos trabajos revolucionan en buena medida el preexistente escenario teórico que organizaba la perspectiva del grueso de las izquierdas.
En la primera de ellas introduce el concepto de posmarxismo, una suerte de revisión crítica de esa filosofía al calor de los aportes del llamado giro lingüístico, para incorporar luego una recepción amigable de las herencias dejadas por George Sorel y Antonio Gramsci. Y en la segunda, retomando algunas ideas de su libro fundacional (Política e ideología en la teoría marxista), intenta resignificar la noción de populismo (habitualmente denostada desde las ciencias sociales) con ingredientes que provienen del psicoanálisis considerado como ontología general.
Es oportuno señalar aquí, como él mismo se empeñaba asiduamente en recordarlo, que Ernesto Laclau había sido un discípulo intelectual y político de Jorge Abelardo Ramos, precursor por lo demás junto a Juan José Hernández Arregui de lo que se conoció a mediados del siglo XX como “izquierda nacional”.
Esa vigorosa e influente corriente de pensamiento se constituye como réplica a las izquierdas tradicionales (que se nucleaban centralmente detrás de los Partidos Socialista y Comunista), que frente al surgimiento del peronismo tendieron a percibirlo como una especie de incómoda anomalía histórica que por lo demás tendría una vigencia apenas efímera.
Bajo el disponible epíteto de “fascismo” (categoría de efecto inercial luego de la Guerra Civil Española y la recién concluida Segunda Guerra Mundial), el naciente movimiento era una malformación cultural que conducida por un deplorable e insólito Coronel condenaba al país a un indeseable destino. Esa tan rápida y lapidaria descalificación tenía sin embargo sus problemas. La base social de ese inaudito experimento era una clase obrera que lejos de sentirse atraída por el socialismo científico tendía a idolatrar el peligroso militar. Y por si esto fuese poco el paso del tiempo ratificaba que la presencia del peronismo lejos de ser fugaz parecía acentuarse, incluso luego de que en setiembre de 1955 se terminan la sidra y el pan dulce y queda prohibido nombrar al tirano prófugo.
Pues bien, Jorge Abelardo Ramos (de filiación trotskista) procura revertir tan desatinadas apreciaciones, destacando que el antiimperialismo característico de aquel gobierno y su política de concesiones sociales al proletariado no eran pura manipulación o impostura, sino en toda caso una etapa (de nacionalismo burgués se decía por esa época) que prepararía saludablemente las condiciones para una posterior radicalización revolucionaria a cargo de las izquierdas no gorilas.
Esa perspicaz innovación encontraba su fuente de inspiración en la propia figura de Trotsky por una doble vía. Una histórica, que surgía de la manera en que líder bolchevique había calificado en su exilio mexicano a Lázaro Cárdenas a quien catalogaba por cierto como bonapartista (esto es un Presidente que busca mediar en el conflicto de clases), pero progresivo y no regresivo. Apuntaba a señalar que esa actitud ambivalente habilitaba no obstante mejoras sociales sustantivas que la izquierda debía acompañar y no despreciar.
Y otra teórica, que surge de una categoría que aparece en su Historia de la Revolución Rusa, la de “desarrollo desigual y combinado”. Ese concepto describe que en ocasiones lo que la ciencia histórica imagina como sucesivo se presenta como simultáneo. Dicho de otra forma, en circunstancias excepcionales las etapas se pliegan y revolucionan los tiempos previsibles de una sociedad. El caso ruso era emblemático, ya que en un mismo giro emancipador se produce un avance democrático (la derrota del despotismo zarista) y un avance socialista transformando las relaciones de producción.
Aunque aún aferrado a otros aspectos de las ortodoxias del marxismo, Trotsky admite la eventualidad de que en la historia ocurran por tanto cosas raras, entendiendo por tal dislocaciones en la secuencia temporal esperada y que sin embargo portan sustancialidad política. Pues bien, en el caso de Ramos y su visión de la Argentina esa rareza toma el nombre de peronismo. Acontecimiento inesperado y en principio no fácilmente clasificable, que no obstante entusiasma al proletariado y exige al marxismo un abordaje creativo de ese fenómeno nacionalista.
Ernesto Laclau, inspirado en aquellas atendibles intuiciones de Ramos, desarrolla las dos obras que mencionábamos al inicio. Cada una de ellas conlleva inquietudes y énfasis distintos, pero conservan un tronco filosófico común que las aúna. Esto es, una refutación de las derivas objetivistas del marxismo y su distorsionada visión sobre la morfología de los sujetos históricos. La historia no respeta un sentido teleológico estructurado en torno a una seguidilla de modos de producción, sino que se rige por lo aleatorio y lo contingente, y los actores no devienen de su pura inserción en la materialidad económica sino que resultan de una construcción política.
El capitalismo, contra lo que postulaba Marx en buena parte de sus escritos, no genera una sociedad dual y tendencialmente simplificada con sólo burgueses y proletarios, sino que en su desarrollo contemporáneo crea nuevas subjetividades explotadas que pueden ser punto de acumulación para procesos emancipatorios (los campesinos, las mujeres, los pueblos originarios, la raza negra).
El impacto de la hipótesis de Laclau surge de su despliegue de un sofisticado andamiaje filosófico para demostrar que el populismo no es la consecuencia execrable de líderes inescrupulosos y manipuladores, sino el resultado ontológico de la propia dinámica excluyente del capitalismo. Y que esas expresiones no pueden asociarse a un programa o a una ideología, sino a una particular lógica de construcción de las voluntades colectivas.
Dicho de otra manera, dado un sistema de dominación que genera múltiples resistencias (no exclusivamente clasistas), la tarea consiste en articularlas bajo una demanda que perteneciendo en su origen a un sector en particular puede hegemonizar a todos los afectados por el régimen de poder que se combate. En el populismo no hay carencia de racionalidad ni desvaríos de las masas, sino una forma genuina y deseable de diseñar una estrategia igualitarista.
Sin embargo, y como bien sabemos, el concepto “populismo” a esta altura vale tanto para un lavado como para un fregado. Enumerar todos los sentidos en que se lo utiliza resultaría aquí inabordable, pero nos interesa uno que habitualmente puebla el discurso de las derechas neoliberales.
Sin contar habitualmente con mínimas envergaduras filosóficas pero con una fuerte impronta economicista, estas doctrinas tienden a definir al populismo como esas malsanas experiencias que conceden derechos que luego no pueden financiar. Demagogias insustentables de corto plazo que no están acordes con los niveles vigentes de productividad de un país dado.
Engañapichanga de pérfidos dirigentes que para resolver el entuerto de su dádiva irresponsable incrementan el gasto público desatando así un proceso inflacionario, que en todo tiempo y lugar tendría un origen exclusivamente monetario. La racionalidad que se propone vendría a ser entonces la siguiente: no la de aumentar los recursos disponibles para el Estado (por ejemplo cobrando más impuestos a los más ricos) sino la de recortar derechos.
La ultraderecha encabezada por el Presidente Milei introduce en el marco de esa tradición un giro peculiar. Su novedad, bien vale recordarlo, no consiste en su agenda económica ni geopolítica (privatizaciones, desregulaciones del mercado laboral, ajuste fiscal, alineamiento absoluto con los Estados Unidos) sino en su frenética embestida contra el “progresismo” (bizarra ensalada ideológica que agrupa al feminismo, el colectivo LGTB, las organizaciones de derechos humanos, los pueblos originarios o el ecologismo).
Cabe entonces una pregunta interesante. ¿Cómo se liga este extremismo libertario en lo económico con semejante oscurantismo moral? Pues de la siguiente manera. Según su percepción, estos colectivos reclaman (falsos) derechos, el Estado se agranda para satisfacerlos, aumenta el gasto público para solventarlos y todo termina en el caos hiperinflacionario. Esto es, la lucha contra el progresismo no es únicamente axiológica sino también económica, pues el descontrol fiscal es producto de su engañosa prédica.
Para el mundo libertario, populismo y progresismo funcionan en sinonimia, en tanto combinan violación del orden natural (no hay género, sino sexos por ejemplo) con despilfarro de gobiernos que reparten lo que no hay. En esa línea, Javier Milei ha emblocado la connivencia nociva de ambas orientaciones bajo el rótulo despectivo de “Justicia Social”. Distorsión valorativa que introducida en Argentina por Juan Domingo Perón encandila a la sociedad detrás de una bandera tramposa.
En algún punto Milei no se equivoca, pues efectivamente el peronismo le da a ese valor una enorme relevancia. Esa relevancia alcanza incluso ribetes filosóficos, pues Perón considera que la posibilidad de rescatar a Occidente de su crisis y de construir un mundo desprovisto de jerarquías imperiales y con pueblos dignos supone establecer a la Justicia Social como un principio rector. La más certera definición de Justicia Social la brinda Eva Perón con su canónica frase “donde existe una necesidad nace un derecho”. Acicate normativo motorizador de incesantes conquistas comunitarias donde el Estado actúa como protagónico garante. El contraste con la retórica libertaria no puede ser más evidente. Como contestándole a Eva Perón aunque sin nombrarla, para ellos “donde existe una necesidad nace un mercado”.
En esa rotunda encrucijada cultural se dirime el futuro inmediato de la sociedad argentina. En la agenda nacional y popular la ampliación continua de derechos es un rasgo identitario imposible de abandonar. Pero cuidado, vistos los tropiezos del pasado, con un país sobreendeudado y sin acceso al crédito hay que ser muy cuidadosos y precisos a la hora de formular cómo haremos para solventemente financiarlos. Populismo de izquierda en definitiva, pero con orden en las cuentas públicas y un Estado eficiente.