Hace 20 años, “La Chuchi”, la hija de diez años de una vecina de San Fernando, le dijo a Pedro Hasperue, tornero de oficio y que por entonces pintaba, dibujaba y hacía trabajo social en sus ratos libres, que si a un envase de lavandina, de esos amarillos y de plástico, se le colocan encima dos tapitas, el resultado podía ser un títere. “Las tapitas serían los ojos y el mango de la botella, la nariz”, le señaló. La escena forma parte de la mitología fundacional de la tripulación de titiriteros, creadores de autómatas, músicos, escritores y documentalistas que Hasperue  capitanea y a la que llamó Musaranga, que en lunfardo quiere decir “gesto sobreentendido”, como lo son las señas del truco.

“Cuchi vio esa tarde, como yo digo, con ojos de ver”, define Hasperue, mate en mano, desde su taller en Beccar, donde recibe a PáginaI12 un mediodía de noviembre. Allí, donde se mire, la vista se topa con objetos de todo tipo: maderas, piezas mecánicas y herramientas varias, telas, latas de conserva y botellas vacías, hojas sueltas, pinceles y pintura. Horas más tarde, esa misma noche, todos esos elementos cobrarían vida en un teatro de Boedo, donde los Musaranga montaron una vez más su kermés, en la que sucede algo parecido a lo que el poeta Raúl González Tuñón describió hace casi un siglo en uno de sus poemas de Violín del Diablo: “El dolor mata, amigo/ la vida es dura/ eche veinte centavos en la ranura/ si quiere ver la vida color de rosa”.

  Esos mismos versos, que grabó en forma de milonga, los cantó alguna vez Juan Carlos “Tata” Cedrón, sentado con su bandoneón dentro de la carpa “Zenón García” (bautizada así en memoria del cirquero bonaerense), montada, como casi siempre, en alguna plaza pública del conurbano. ¿Eso es arte popular? “Hay palabras que hay que lavarlas y volverlas a usar”, contesta Hasperue, y repite la frase para desmitificar ciertas categorías de las que descree como “la causa”, “artista comprometido” o “barrio”. Todo, bajo la atenta mirada de Juan Perón, cuyo cuadro, colgado en la pared de la cocina del taller, preside la ceremonia. 

 –¿Cómo definiría a la Musaranga?

–Somos un grupo de trabajo artístico, desde el horizonte de las artes y los oficios. Nos contaba un amigo de un grupo de teatro que sus padres y amigos se juntaban los domingos a jugar a las cartas en el club del barrio y el que perdía, pagaba una bolsa de cemento para seguir levantando las paredes del club. Bueno, ese asunto, sin más. No sabemos bien qué somos, pero una vez, cuando le pedí una mano a  un amigo que hace guitarras, para comprar un violonchelo, ante la pregunta del dueño de la casa de música de qué éramos, él dijo “son como una sociedad de fomento, pero sin cartel”, y está bueno. Nunca nos gustó el tema tramposo de las oenegés que hacen trabajo social, ni tampoco ser artistas del “progresismo” para recibir subsidios, ni parte del sector dominante de la cultura. No hacemos caridad, ni algo sólo para chicos, ni salvamos a nadie. Los títeres, los autómatas y todo lo que hacemos encierra una búsqueda estética. Lo que hacemos podría ser arte popular, pero eso lo determina el tiempo y el pueblo, no funciona por autodefinición macanuda. Antes que nada, nosotros aspiramos a ser artistas populares, es nuestro horizonte.

–¿Cómo cree que se alcanza esa meta?

–Nosotros reflexionamos permanentemente sobre qué es el arte popular. Son términos muy complejos: “Arte”, andá a saber, y “popular”, andá a buscarla. Pero en eso estamos. Por ejemplo, cuando ven a uno de nosotros por la calle y nos gritan “¡Chau Musaranga!” eso es un diploma para nosotros, una especie de anonimato de la alegría. Hay unas marionetas que hacemos en la plaza, un tabladito con pantomimas y tenemos a don García, obrero de maestranza que saca a bailar a la negra Raquel que baila la cucaracha a ritmo de cumbia, con unas cucarachas de lata, y le íbamos armando distintas situaciones. Y resulta que una mañana en el tren una señora que trabajaba de enfermera en el hospital me preguntó “¿Cómo anda la negrita con el de limpieza?”. Ella veía la obra los sábados de camino al trabajo. No sabíamos nuestros nombres pero hablamos de los muñecos, una maravilla. Estas cosas nos van marcando el camino que nos trajo hasta acá.

–Cuando dice “hasta acá”, ¿a qué se refiere?  

–Hoy tenemos un colectivo que nos lleva y nos trae, por ejemplo. Cuando empezamos caminábamos cinco kilómetros llevando los títeres y los autómatas en carritos, uno por carrito y uno más para ir cebando mate y se daban unas charlas fenomenales como en pocos momentos. A que hoy podamos también tener una editorial casera, el taller de encuadernación, el de costura, el ciclo de cine Hugo y Nelly, el de los juguetes, y una casa alquilada entre todos, así tranquilito.

–¿Cómo empezó todo?

–La hermana de un compañero de la escuela técnica de San Fernando, donde hice la secundaria, era asistenta social. A través de ella me entero que había de un grupo de franceses que en vez de hacer la colimba en su país los mandaban a hacer trabajo social en el tercer mundo, o sea con nosotros. “Once franceses en San Fernando” sería el título. Era un programa para los centros periféricos de Salud, para que los pibes estén con actividades y organizaban el día de la madre, el día del niño, cosas recreativas con contenidos, que enganchó el municipio de San Fernando en los 90. Los tipos un día se fueron y me propusieron completar los últimos tres meses del programa. Quedó además una plata para materiales, y empezamos. Yo ya pintaba. Me enganché en los cursos que daban.

–¿Y los títeres?

–No había otra cosa. Era una situación extrema, pero no tanto. No es que no teníamos nada, no… había cosas. “Vamos a inventar algo con eso”, fue la idea. Me acuerdo que llevé un día un robot que me había construido mi abuelo, hecho de madera, con una nariz de hierro y unos resortes de brazos y pintado con la camiseta de Boca. “Podemos hacer con eso una historia”, pensé. En el medio, aparece “La Chuchi”, una nena del grupo de diez pibes con los que se trabajaba. Agarró una botella de lavandina y me dijo “Pedro, si le ponemos dos tapitas en los ojos, la manija puede ser la nariz”. Así empezó esto. Y fuimos a la plaza, construimos la kermes mecánica La perinola, con cuadro de bicicletas en desuso, mi mamá Mabel con Porota y Teresita cosieron toda la carpa y todos los trajecitos. Y ya va una ponchada de años.

–¿Recuerda la primera función?

–En mayo del 95 hicimos un primer intento. Adaptamos una Chevrolet del 46 y le hicimos un escenario atrás, ahí representamos una orquesta de tango , compuesta por el zurdo Peroca, los hermanos Van Der Kercoff y Ciriaco Barconi, que tocaban “Vuelta de Rocha” de Filiberto, y un compañero que sólo se animaba a hablar y hacía las veces de presentador. Se presentaba como “El carismático Ademar Cardaña”. La primera función completa, con música, con varios números de circo y un montón de vergüenza fue en Parque Patricios para el homenaje por los 60 años de la muerte de Gardel. Antes íbamos a los apoyos escolares de los barrios, había vínculos con una red del obispado y también de la política, nos movíamos por ahí. No había juntas vecinales, los franceses se habían ido. Cuando aparece la idea del parque se ordenó todo. Se armó algo extraordinario.

–¿Cuánta gente forma parte hoy de La Musaranga?

–Entre 2 y 15 y para atrás y para los costados, un montonazo.

–¿Cómo es la dinámica de trabajo?

–Nosotros nos autofinanciamos. Se vuelca un esfuerzo conjunto. Vamos de lo individual a lo colectivo y del colectivo a cada uno. De la estrella propia, que no es tan propia, al esfuerzo anónimo del grupo, que no es tan anónimo. Y acá entra alguien muy importante para nosotros y es nuestro amigo, actor, pensador y peronista Roberto Iriarte, de Pergamino. Él tuvo una carpa por los 80 llamada la “Joselito Bembé” (alias del personaje principal de la novela Mascaró, el Cazador Americano, de Haroldo Conti). Más que nada hacía teatro. Fue él el que bautizó a la nuestra como Zenón García (un cirquero bonaerense), más bien de títeres y marionetas, que podría ser una pariente lejana. Y con Roberto todos estos temas son muy conversados en cada encuentro, donde siempre hablamos de la “unidad de concepción/ unidad de acción”.

–¿Lo sienten como una militancia?

–El compañerazo Alejandro Cantarella, gran artista, escritor y actor escribió unas décimas de explicación del arte criollo y en un momento dice “para ser claros, si y no es la respuesta”. Qué se yo, me parece que  al venir de familias trabajadoras peronistas, no te lo preguntás mucho. No es militancia: tenemos que llegar a confrontar una cultura con la otra. La cultura liberal, dominante, frente esto que es colectivo, comunitario. Nosotros somos peronistas, pero como filosofía, como ideario de las cosas. Igual, si me dicen (como pasó), “el de acá a la vuelta votó a Duhalde, yo le digo bueno, traémelo acá” (risas).

–La Musaranga, entonces, es peronista, pero no cualquier peronismo.

–El peronismo va desde la Constitución del 49, hasta el patio de la casa de mis viejos. De todas formas cualquier peronismo no lo es, pero  parece ser un tema que nos lleva una punta de años, y otros tantos nos llevará. Nosotros pusimos como fecha de cumpleaños de La Musaranga el día del Aprendiz, 3 de junio.

–¿Usted nunca militó?

–Llevar el televisor a la unidad básica, acompañar a mi viejo,querer a sus amigos, los actos de Ubaldini, el centro de estudiantes de la técnica, sobre todo con la inundación del 85, si es interesarse por esto: sí milité.

–Entre el 95, cuando empezó La Musaranga, y hoy, ¿qué cambios notó entre los chicos y en el barrio donde habitualmente trabajan?

–Mira si habrán cambiado las cosas que el barrio donde nacimos con los títeres, San Roque, se mudó entero por un plan de viviendas y un compañero nuestro, Marcelo “Japo” Ducasse, que era del grupo de la Chuchi, hace unos años hizo un documental fundamental sobre la mudanza, con entrevistas a la gente antes de irse y después ya instalados, un fenómeno el Japo. Pero es difícil también eso, el barrio nunca fue ni tan romántico, ni tan violento paralizador. Siempre fue romántico y violento. Sí creo que en estos trabajos uno también va cambiando, el barrio, también y nos volvemos mejores personas si estamos disponibles.

–Algo que llama la atención es que, con la política cultural del Kirchnerismo, hayan mantenido la autogestión. Eso es una decisión, si se quiere, política. 

–El gobierno anterior tomó a nuestro entender muchas medidas buenas, de esas que no pensabas que iban a volver más. Pero el sistema cultural, con sus becas, homologaciones, premios, circuitos, figuraciones y la cadena del prestigio hace que un Estado interventor se disuelva cuando llega a manos de los liberales o progresistas del maravilloso mundo del arte. Ese sistemita funciona cuando un sector de la cultura se vuelve demandante y acreedor de atenciones por autoconsiderarse centro de interés. Nos costó hacernos entender. Un día llamaron de un ministerio para invitarnos a un acto, le pedimos viáticos, somos veinticinco bocas para alimentar. “Pensé que lo hacían por la causa, que tenían subsidios” me dicen. Ya suponían todo eso, nosotros no somos eso. Hay palabras que hay que enjuagarlas y volverlas a usar. Más que en los subsidios, ¿alguien está pensando en el hijo del colectivero? Quiero decir, el chofer en vez de laburar 14 horas debería laburar 8, ir a la plaza, tener los fines de semana libres. Esa es nuestra base de financiamiento. Sobre esa base, el laburante valora el laburo que hacemos, pone plata cuando pasamos la gorra y con eso hacemos la próxima función. Eso es para nosotros la cultura.

–Pareciera, por lo que dice, que hay una impronta educativa detrás de la Musaranga.

–Es que tenemos que aprender, estudiar y seguirla para poder encarar estos asuntos, son de atención permanente y solito en el “trasvasamiento generacional” se va dando eso. Aprendimos algo y lo pasamos, así son los oficios y así se van mejorando. Está el arte, pero hay algo que está latiendo, escuchando a la Chuchi, que vio con ojos de ver, esa cosa de humanizar vínculos. Ese gesto Musaranga, en el lunfardo es un gesto sobreentendido, lo que se sabe pero no hace falta decirlo. Hay cierto discurso que dice “que sabio es el conocimiento de los originarios”, pero no le dan bola a sus abuelos. Nosotros, si se quiere, quisimos valorizar algo que ya existía y ponerlo al frente, que era el pueblo.

–¿Cómo surgió el interés por hacer arte con todos esos objetos?

–No sé bien, será que siempre estuvo presente el trabajo manual, con mis abuelos Pedro y Domingo, la escuela técnica, de tornería mecánica. Años después de armar la kermes me fui dando cuenta de los mecanismos que había usado, poleas, correas, cadenas, bujes, palancas, los volcaba en esto. Es una inquietud, que no sé cuándo empezó. Salí de la escuela técnica, me metí en arquitectura, me gustaba dibujar.

–¿En qué cambió su vida La Musaranga?

–Está linda la pregunta pero no sé, esto lleva mucho trabajo y te va cambiando, pero hay cosas que venían de antes y parecen nuevas. Pero sí que esta casa, donde vivo y donde está el taller, es lo más parecido a un vestuario de fútbol: no hay intimidad, estamos todos juntos.

–¿Cuál es la magia que encontró trabajando con chicos?

–Que en medio del trabajo apareciera el robot de Boca de don Domingo, mi abuelo, y me recuerden el patio inicial y la importancia de mi viejo Pedro armando el club de futbol infantil San Eduardo, que funciono también en el patio, y todo lo que aprendimos así. La adolescencia también, siento que la recuperé ahora.

–Hay cierta idea que dice que el arte popular es un género menor. ¿Cómo la toma?

–Y en cierta forma está bien, todo lo que hacemos en la carpa es menor, a según se vea, ¿no? Porque viene entreverada la cosa, y yo ni te cuento, ando teniendo problemas con las palabras.

Y si nos ponemos quizá, no, seguro no llegue a ningún lado, estoy leyendo hace tiempo a Ticio Escobar, a Luis Juan Guerrero y sobre todo a Alberto Buela, y cada vez se abre más el asunto, pensadores muy importantes. Nosotros estamos metiéndole mano a algo que viene y va. Todo el arte nuestro tiene una raíz. Lo dice el poema de González Tuñón, “eche 20 centavos en la ranura si quiere ver la vida color de rosa”. También hay una visión que viene desde el Renacimiento que dice que la belleza lo posee al artista. “Esto lo hice yo”, dice el artista, habría que revisarlo. El que hace un juguete no está relacionado con los dioses. El Zabalero decía “la belleza se hace sudando”, después de mostrarle a su aprendiz el campo lleno de trigo y de zapallos. Algo de eso creo es lo que buscamos transmitir.

–También hay otra idea, que relaciona los títeres sólo con los chicos, cuando a la Musaranga van a verla chicos y adultos.

–Hay cosas que van quedando así, son muchos años que los títeres vienen preguntando “chicos a donde está el monstruo, si vienen me avisan” y todos a los gritos. Un amigo, jodiendo, proponía hacer dos obras: una obra que se llame “está atrás, está atrás” y otra con dos medias en las manos diciendo cualquier cosa, y se vea a los titiriteros sentados en calzoncillos, comiendo salamín con un vaso de vino en la mesa, jugando a las cartas, todo desconectado.

–Está la editorial, están los juguetes, los títeres, las pinturas, los autómatas, la carpa… ¿Qué entra y qué no entra en Musaranga?

–Entra todo. Alguna vez hablábamos de la sensibilidad de “Las tres docenas de empanadas”. El que vió la obra y cayó a la semana con tres docenas de empanadas entendió todo. Y de ahí surge el “che, vení que hay que lijar esta madera, hacer un agujero acá” y la cosa se va dando. Hay que tener esa sensibilidad, que es poco frecuente y tan necesaria.

Entrevista: Matías Ferrari.



¿Por qué Pedro Hasperué? 

Los autómatas y el Tata Cedrón

Ramoncito, un robot chaqueño que recita una oda al trabajo en la voz de Perón cuando se le hecha una moneda por la ranura, es uno de los autómatas protagonistas del espectáculo Puchero Misterioso, combinación de tango, kermés, marionetas, peronismo y la poesía de Raúl González Tuñón que nació de la unión de La Musaranga y el Cuarteto Cedrón. “Qué me trajiste, una ferretería”, cuenta Hasperue que le dijo el Tata la primera vez que lo vio llegar con Los Musaranga al teatro del Pueblo, en abril pasado, para una serie de funciones compartidas. “Antes del estreno en el teatro, el Tata pasó por la carpa nuestra. Hace poco me crucé con un vecino, que todavía se acuerda de cuando lo vio. Fue con la mujer, que entró a la carpa mientras él fumaba afuera. Al rato sale y le dice, ´está el Tata Cedrón en la carpa de Musaranga´. Dejate de joder, debe ser un títere o un imitador, le dijo el tipo. Hasta hoy no lo puede creer”. Esa noche, el Tata fue presentado sin grandes anuncios y por los ventrílocuos Raúl y Julio Cesar. La relación prosiguió y la editorial de La Musaranga editó hace poco “Memoria de un violista”, un conjunto de relatos de Miguel Praino el violista compañero del Tata desde los orígenes del cuarteto.

–¿Cómo conoció a Cedrón?

–Mi compañera siempre fue fanática del cuarteto Cedrón. Lo fuimos a ir a ver una tarde, y se me ocurrió contactarlo. No sé cómo se entera él por su cuenta que hay unos locos que hacen autómatas. Cuando lo cruzo me dice, “autómatas: con ustedes vamos a laburar”. “Si te gusta la carpa, hermano, te la armamos en el patio de tu casa” le dije. Un día me animé y lo invitamos. La carpa la hicimos con mi vieja, te invitamos a que la conozcas. Un dia vino finalmente a la carpa, cantó dos canciones, uno de ellas “eche 20 centavos en la ranura”. Desde ese día nos sentimos bendecidos.