En una provincia donde la industria explica casi un tercio de la economía, el cierre de fábricas no responde a una lógica fiscal ni a una política de precios: forma parte de la implementación territorial del proyecto de gobierno. El sur se convierte en el escenario elegido para iniciar un esquema de entrega territorial, primarizado, sin industria y con soberanía debilitada. Lo que está en disputa no es sólo el régimen fueguino ni el trabajo de las familias: es la legitimidad de desmontar estructuras sociales y económicas del país, y desalentar cualquier alternativa que proponga el desarrollo industrial, integración territorial y la autonomía local.

La industria electrónica de Tierra del Fuego atraviesa una situación crítica. A partir del anuncio del Gobierno nacional de reducir los aranceles a la importación (primero del 16 % al 8 % de forma inmediata, luego a cero a partir de enero de 2026) y los impuestos internos para celulares y de recortar los impuestos internos (de 19% a 9,5% y a cero) sobre productos electrónicos, la actividad en las fábricas de Río Grande y Ushuaia entró en paro total por tiempo indeterminado. 

La UOM, que representa a gran parte del personal del sector, denunció el carácter regresivo de la medida y convocó a movilizaciones masivas en defensa del régimen vigente. La afectación es inmediata: más de seis mil empleos directos quedan comprometidos, en una provincia donde la industria manufacturera representa casi un tercio de su Producto Bruto Geográfico. 

Pero lo que se está desarmando no es sólo la estructura productiva regional: lo que se desdibuja es la posibilidad de pensar una planificación territorial sostenida, cuando el gobierno central decide, de forma discrecional y con argumentos dudosos, desmantelar unilateralmente el 30 % de la economía de una provincia.

No se trata, en este caso, de una apertura para que los argentinos “compren más barato”, sino de una agenda profundamente destructiva para la industria del país, en este caso encarnada en una intervención específica y acotada, que funciona como experimento. Tierra del Fuego opera como un laboratorio político, económico y simbólico. Desde el sur se proyecta una señal al conjunto del país: si se puede desactivar la única política industrial de largo plazo vigente, que además es la más importante del país, entonces todo puede ser desactivado. Ajustar allí lejos, en una provincia con menos de 200.000 habitantes, obviamente no responde únicamente a un objetivo fiscal o comercial: es más bien una forma de disciplinar el debate público sobre los límites de lo posible. La desarticulación del régimen fueguino no busca corregir desviaciones: busca afirmar un nuevo orden. Uno donde la industria nacional, el trabajo protegido y la planificación estatal ya no figuran como alternativas legítimas.

Desde su creación en 1972, el régimen de promoción industrial fueguino promovió una transformación económica sin precedentes en la región. Concebido inicialmente como política de poblamiento, se consolidó como el único caso consistente de cambio estructural territorial mediante el desarrollo industrial. Esa infraestructura no sólo alberga capacidades manufactureras intensivas en procesos y estándares de calidad globales, sino que además opera en un territorio geopolíticamente estratégico, como bastión del Atlántico Sur, del continente antártico y de las Islas Malvinas. La presencia del Estado allí excede lo económico: se vincula directamente con el modo en que un país define y protege su soberanía territorial. La desarticulación del régimen industrial, en ese marco, aparece como un repliegue más, sumado a los ya trascendidos retrocesos y concesiones en materia diplomática.

Las críticas recientes al régimen —muchas amplificadas por diagnósticos con metodologías discutibles— lo acusan de caro e ineficiente. Y si bien hay muchísimos aspectos en los cuales esta política podría ser mejorada, lo que ocurre en las plantas fueguinas está lejos de ser un mero ensamblaje. Allí conviven procesos de alta precisión técnica, trazabilidad internacional y cumplimiento normativo global, bajo exigencias que apenas una decena de plantas en el país logra sostener, sólo comparables con los estándares de la industria automotriz. Estas capacidades no emergen espontáneamente ni pueden sustituirse de forma automática: son resultado de décadas de acumulación, inversión y aprendizaje colectivo. Su desarme no sólo sería un retroceso técnico, sino la destrucción de un capital intangible que difícilmente pueda volver a configurarse, como bien demostró la experiencia de los años noventa y el desempleo masivo de ingenieros y especialistas industriales.

La caída de la actividad manufacturera en una economía como la fueguina implica un deterioro inmediato del entramado social y territorial. Cuando el 30 % de tu economía desaparece de un día para el otro, el golpe no se limita a los trabajadores fabriles: se extiende al comercio, al consumo, a la recaudación fiscal y a la cohesión de la comunidad. En este marco, resulta inevitable preguntarse qué tipo de planificación provincial es posible sostener si los fundamentos del desarrollo que propone Nación pueden ser modificados de manera unilateral por una decisión centralizada en Buenos Aires. Más allá de los límites o reformas necesarias, Tierra del Fuego es una provincia que pierde de forma abrupta un tercio de su actividad industrial. Ante ello, el gobierno local debería replantearse seriamente los términos de su relación con el gobierno nacional.

El argumento del precio también merece ser revisado. La apertura de 2017 sobre notebooks y tablets no trajo rebajas: los precios subieron más de un 20 %, el mercado se concentró, y la oferta se achicó. Hoy seguimos teniendo las computadoras más caras de América. A eso se suma que, en la actualidad, ni siquiera es claro que exista capacidad de una capacidad compra acorde. Hace dos años, adquirir un celular no implicaba el nivel de sacrificio y acorralamiento financiero que implica hoy. Si los salarios siguen cayendo y los precios siguen subiendo, el problema no será el origen del producto, sino su inaccesibilidad. En otras palabras, no es que los teléfonos van a ser más accesibles si cierran las plantas de Tierra del Fuego, porque más allá de quien los fabrique, si el gobierno impide que aumenten los salarios y no logra contener la inflación, nadie va a poder comprar ni un celular, ni otras cosas mucho más básicas -como nos está pasando a gran parte de los argentinos-. En este sentido, además, parece evidente que el problema inflacionario no se manifiesta en la fase de producción industrial —y mucho menos en la fueguina—, sino en la fase comercial, controlada de manera vertical por pocos actores, hoy aliados del gobierno nacional. Además, hay un error técnico grave en la medida anunciada: lejos de ahorrar dólares, como sostiene el discurso oficial, esta política tiende a aumentar la presión sobre el tipo de cambio. La razón es simple. Los kits que hoy se importan para producir localmente —es decir, los insumos y partes utilizados para fabricar un celular— tienen un valor inferior al del producto final importado. En lugar de sustituir divisas, esta apertura las multiplica. El resultado probable es que se demanden más dólares para importar el mismo volumen de bienes, agravando la restricción externa y comprometiendo aún más el equilibrio cambiario del país.

Lo que se vuelve cada vez más claro es que decisiones de esta magnitud no podrían sostenerse sin cierto grado de consentimiento o convalidación por parte de sectores diversos. Incluso, buena parte de los trabajadores hoy directamente afectados, acompañó con su voto al gobierno que ahora promueve y festeja sus despidos. A nivel político, resulta visible —aunque muchas veces pase desapercibida— una convergencia silenciosa entre espacios ideológicamente distantes. Sectores libertarios, progresistas, desarrollistas, e incluso facciones del peronismo —incluidos exfuncionarios— han coincidido, por caminos distintos, en un diagnóstico que deslegitima la industria nacional y las políticas de fomento productivo. Esa convergencia, sostenida por conductas fluctuantes y oportunistas, no sólo debilita las resistencias a este modelo: también vuelve borrosos los límites entre proyectos que se pretendían alternativos. Quizás uno de los aprendizajes más incómodos de este tipo de escenarios —pero también más necesarios— sea advertir que ciertas ideas profundamente centralistas, extractivas y contrarias al desarrollo federal del país conviven con ligereza dentro de espacios políticos que se presentan a la gente como federales, industriales o populares. Si hay una tarea urgente, es reconstruir una alternativa política que vuelva a poner en el centro la cuestión del desarrollo nacional, la integración territorial y la autonomía de los márgenes. Para eso hace falta algo nuevo. Algo que todavía no está dado, pero que tal vez empiece a emerger —una vez más— desde las periferias lejanas, desde las industrias que resisten, desde las memorias que no se borran. La reacción frente a este conflicto, en todo caso, será también un umbral para soñar con que esa posibilidad sigue abierta.

*Dr. en Economía, Investigador del CONICET y profesor de la UNTFuego