Una escena empezada de una historia que no conozco propone un juego, una canción disparatada, un viaje en auto imaginario pero que funciona como la evocación de una situación real en la que las participantes creen con demasiada fuerza.
En Un punto oscuro la actuación forma parte de la historia, las hermanas actúan como un modo de darle cuerpo a las lecturas y también de establecer su propia narración de la biografía familiar. Llegué al proceso de ensayos de Un punto oscuro y me encontré con un equipo que ya venía trabajando desde el año pasado, antes que se oficializara el periodo de ensayos en el Teatro San Martín. Pero esto no impidió que pudiera conocer la escena desnuda como me gusta llamar a ese momento donde todavía no se termina de sincronizar el ritmo y los actores están en plena búsqueda, donde se nota que actuar es otro modo de pensar el texto, como si viéramos las ideas que surgen mientras la escena es una promesa.
La paz de esos ensayos siempre me asombró. Agostina Luz López nunca dejó de trabajar, de proponer e indicar elementos precisos desde la dirección pero lo hizo con una tranquilidad sorprendente. Recuerdo jornadas donde la acompañaba a los ensayos de la obra que presentó en el Museo de Arte Moderno, Un gigante rojo y ni aún la cercanía del estreno cambiaba ese registro calmo. Seguramente la explicación está en la confianza que siente por su equipo de trabajo. El teatro siempre fue una construcción grupal pero durante mucho tiempo prevaleció la idea del director (casi siempre eran hombres) genial y tirano que parecía ser el único dueño de todas las ideas. Mis recorridos por los ensayos me llevan a comprobar que esa figura está en vías de extinción.
Hoy los directores y directoras abren las intervenciones a todo el equipo de trabajo, generan las condiciones para que la creatividad surja y todos los integrantes puedan manifestarse. No se trata de imponer las ideas al resto sino de crear en conjunto. Carolina Saade, María Villar y Felipe Saade establecieron un código de actuación pero también una energía de trabajo que entraba en sintonía con Agostina, en gran medida por el nivel de amistad que hay entre ellos. Hubiera sido difícil componer Un punto oscuro de la manera minuciosa, aplomada y serena en que fue creada si no existiera entre ellos ese amor que propicia la amistad. Aquí hay que sumar la intervención de Poppy Murray como productora y asistente, como esa persona que se ocupaba de que todo estuviera en su lugar, que todo funcionara, que acercaba ideas y cooperaba. Ese trabajo que en algunos casos puede resultar invisible, pero que es bastante concreto, es la sustancia del proceso creativo.
Escrito en el cuerpo de la infancia
Descubrí el texto en las voces de las actrices y el actor y después lo leí. Un punto oscuro es una obra donde la literatura, entendida como una inscripción en el cuerpo, como una voz que no podemos detener, genera una fisura en la realidad, un tiempo diferente en el que tres hermanas se refugian mientras cuidan de un padre agonizante. En ese final inevitable las hermanas le prestan el cuerpo al recuerdo de ese padre, recurren a las fotos para recrear escenas como en un juego que se aleja de toda ingenuidad.
Los personajes de Agostina Luz López parecen no querer nunca dejar la infancia, se niegan, en gran medida a crecer o a borrar en ellos las marcas de la niñez, un poco como pasaba en la película Los soñadores de Bernardo Bertolucci donde dos hermanos conocían a otro joven de su misma edad en la cinemateca francesa y se encerraban en la casa burguesa de sus padres a tomar vino, escuchar música y recrear escenas de cine mientras afuera ocurría el mayo francés de 1968.
En Un punto oscuro la representación del inicio de Antígona De Sófocles, la lectura en voz alta, copiarlos gestos del padre, como hace el personaje de María Villar en su rol de hermana mayor, asimilar las poses de ese hombre que alguna vez fue joven para convertirse en él, o los cantos de Carolina Saade son otra forma de la lectura y de la invención literaria. Una manera de escribir con el cuerpo o con la voz.
En la etapa de ensayos en el sexto piso del Teatro San Martín pude participar de esa otra burbuja dondeéramos felices en una época que nos duele. Por esos días se integró a la obra Amalia Boccazzi, la tejedora del vellón que es otro personaje de la obra, de hecho tiene su propio camarín. Amalia es un ser de una dulzura extrema, una mujer que, de algún modo, viene a ocupar el lugar de las generaciones pasadas. Un ser ausente en la escena para las tres hermanas hasta que Sofía (Felipe Saade) la ve como si se apareciera un fantasma. Aunque en esta obra los espectros no generan miedo, son el resultado de una sensibilidad que hace posible esta visión. Amalia tuvo que forjar una interpretación desde esa ausencia, desde su lugar de observadora pero la acción de tejer es determinante porque ese vellón es el espacio que comparten las hermanas, es el salón de juegos donde el mundo puede ser lo que ellas quieren.
En algunos ensayos Poppy se encargaba de observar a Amalia para que su presencia se sostuviera desde un lugar diáfano en la actuación. Recuerdo el momento en que Agostina identificó que Felipe/Sofía miraba a Amalia cuando Carolina cantaba "Todo es de color". Si bien las hermanas están juntas y ensimismadas en una misma acción también están en planos diferentes porque esa imaginación que desatan en la escena las lleva a realizar asociaciones. Podríamos decir que Sofía ve a Amalia porque hay un ejercicio de la percepción que le permite notar esa presencia. Están tan enfrascadas en la representación de esa agonía, en una expresión lúdica, que pueden dar cabida a lo que parece imposible.
Siento que los mundos que crea Agostina Luz López en sus obras están muy cerca de los míos, es, junto con Romina Paula, la dramaturga con la que me siento más identificada porque siempre encuentro algo en su imaginario que habla de mí misma. En un ensayo le conté a Agostina que once años atrás, cuando mi papá estaba en la etapa terminal de su enfermedad yo leía El mundo según Garp de John Irving y sentía ese texto en cada parte de mi cuerpo con una intensidad similar a la que experimentaba con mis lecturas de adolescencia. La lectura en esos momentos se convierte en una reinterpretación o en una extensión de la propia vida y también en un espacio que nos contiene y nos protege. El vellón que fue creciendo durante los ensayos del mismo modo que va a seguir creciendo en las funciones es como el globo de una historieta, un espacio que se abre a la imaginación de las hermanas pero que está ligado, como una suerte de cordón umbilical, a la acción de tejer de Amalia que si bien se ubica en otro plano, conecta a las hermanas con ese pasado que ellas tratan de recuperar en las fotos.
Su padre va a entrar en ese panteón de recuerdos, va a ser “una fruta sin jugo” y ellas experimentan esa materialidad de la muerte, esa agonía que destruye un cuerpo que alguna vez parecía capaz de todas las hazañas. La orfandad es aquí una aventura que se representa cuando se juega a manejar un auto oa cantar una canción. Implica una pertenencia. El trabajo actoral es sutil porque la emoción nunca es el lenguaje de esta historia. Las actrices y el actor conservan una distancia precisa entre la sensibilidad y la narración como si no pudieran evitar transitar ese momento desde la ficción.
Los libros ayudan a ese desplazamiento: Mujercitas de Louisa May Alcott, En busca del cielo de Nathalie Léger y Franny y Zooey de J.D. Salinger les brinda la posibilidad de salirse de ellas mismas para que la afectividad se exprese en esos personajes. Justamente Salinger es un autor que supo contar la adolescencia como ese desfasaje, como un momento donde formamos parte de un mundo que comenzamos a mirar desde afuera, con ese deambular, esa ajenidad de lo propio como ocurría esa noche en la que Holden Caulfield, el protagonista de Un guardián entre el centeno se metía en su casa y observaba la rutina de sus padres a escondidas.
Carolina Saade arma su trabajo como actriz desde la acción, incluso cuando puede resultar imperceptible, la situación surge porque encuentra un elemento que la impulsa a tomar la escena y desde allí inventa y va hacia la profundidad de su personaje. Felipe Saade tiene una manera de decir que encanta, como si descifrara las palabras, es un actor con un estilo definido y desde allí aborda su trabajo como si entrara en ese mundo pero, a su vez, le impusiera algo propio. María Villar es una actriz terrenal, concreta, sólida, con una hondura que se descubre de a poco. Los tres crean un sistema como si la actuación de cada uno fuera el resultado de ese encuentro, de ese vínculo que generan mientras habitan la escena.
En Un punto oscuro los personajes leen y eso instala un comportamiento que podría ir en contra de la acción. Hay muchas escenas de piso donde la calidez del Vellón los invita a acostarse entre esas lanas, a permanecer. El vellón también tiene agencia, como si actuara y pidiera desbordar la escena. Un punto oscuro se construye entre esa tensión de un espacio que las acerca al suelo, las invita a instalarse y un fuera de escena donde el padre agoniza. Imaginamos que cuando él muera las hermanas tendrán que volver a la vida pero la literatura también es otra forma de existir. En Un punto oscuro el dilema de Ricardo Piglia entre vida y literatura se actualiza. El día que Alejandro Le Roux comenzó a probar la luz era impresionante notar la potencia de ese espacio creado por Mariana Tirantte, incluso sin las actrices ni el actor, porque en los primeros días las asistentes del teatro San Martín oficiaban de dobles de los intérpretes. Era notable como en los momentos donde parecía irrumpir el sol el lugar hablaba. Le Roux propuso una puesta de luces narrativa que abre las posibilidades de acción de los personajes y, al mismo tiempo los contiene, que interviene con una fragilidad cálida para proponer imágenes. Hay una belleza, un trabajo plástico en su propuesta como si el vellón fuera una instalación, una pieza visual que establece un diálogo con la luz.
El primer ensayo en la sala Cunill me llevó a reconciliarme con ese espacio. Entre las vibraciones del subte, la sala parecía tener una entidad propia, manifestarse con su lenguaje citadino. Pensaba que ese sótano tendría que ser el under del teatro oficial, un lugar para la experimentación donde el público no supiera nunca con qué puede llegar a encontrarse. Un punto oscuro con esa escenografía de Mariana Tirantte en plena mutación, como un ser vivo, como una enredadera que crece, como la propia fantasía de los personajes que se expande, llama a esa sorpresa, a imaginar que como espectadores también podríamos quedarnos entre esas lanas y compartir las lecturas con Caro, María y Sofía ante la mirada de Amalia, suerte de espectadora y artífice de esa alfombra que se trepa por las paredes, que tiene la forma de un saco en uno de los extremos donde Sofía se cobija, donde los personajes se duermen.
Un punto oscuro se presenta de miércoles a domingos a las 19:30 en el Teatro San Martín.