En la región de Cuyo, el escenario más proclive al terror no es la noche ni los paisajes urbanos cargados de bruma sino la siesta, ese momento diurno suspendido entre lo habitado y el desierto. A las tres de la tarde de un verano cualquiera, en la periferia de un pueblo, se crea el ambiente perfecto para que suceda un crimen o un fenómeno sobrenatural. La gente, como las lagartijas, se repliega en sus casas para descansar y escapar del calor; los únicos testigos de la vida pública son el sol y el silencio. No es casual que los mitos que disciplinan las infancias hablen de figuras errantes que acechan a quienes osan escabullirse durante la siesta. El sol se vuelve un cuidador traicionero: en su mayor momento de esplendor, es capaz de devorarte.
La víctima más conocida del calor y la siesta es la Difunta Correa, esa mujer del siglo XIX que murió deshidratada en el desierto, logrando que su bebé de meses sobreviviera prendido a su pecho. Con esa imagen conviví toda mi infancia. En el vidrio del auto familiar teníamos un sticker de su santuario, donde aparecía mortuoriamente representada. No recuerdo que esa escena me perturbara especialmente, pero sí su historia. Su iconografía más difundida, que se sabe ya circulaba hacia 1960 sin muchas variaciones, consistía en un dibujo simple: una mujer yacente de largo pelo negro, vestido rojo y sandalias, con un pecho descubierto y el niño amamantándose, todo enmarcado por un paisaje árido de cerros y piedras, con un gran halo de luz solar cayendo sobre ella. En mi recuerdo, Deolinda Correa era algo así como una virgen, y eso era lo que me perturbaba: a las vírgenes les temía porque había escuchado que eran capaces de aparecerse, y que sus testigos más habituales eran los niños. En definitiva, una mujer muerta hace dos mil años tapada con una manta hasta la cabeza no es ni más ni menos que un fantasma. Sin embargo, la Difunta, aunque evocaba una imagen sacrificial de maternidad semejante a la Virgen María, tenía algo más indecoroso. Su poder simbólico no recaía en su rostro piadoso, rodeado de una aureola divina, sino más bien en su postura terrenalmente tumbada y la teta visiblemente expuesta. La Difunta es una mártir pagana de cuerpo horizontal que mantiene su pecho milagrosamente vivo, no una santa cristiana que, erguida y celestial, ha vencido a la muerte.
Desde que vivo en Buenos Aires pienso más recurremente en la Difunta que cuando vivía en Mendoza. No sólo porque su figura condensa mi fascinación persistente por las imágenes que narran cuerpos híbridos vivos-muertos, sino porque su leyenda parece hablarnos de algo esencial para el ecosistema cuyano: de dónde viene el agua que nos mantiene vivos. En la pampa húmeda, y sobre todo en las costas de los ríos del Plata y del Paraná, el agua es como el cielo: está ahí y parece que siempre estará. No es casual que, desde la mirada del relato nacional escrito con pluma pampeana, el desierto sea concebido como un espacio vacío, un territorio apátrida que clama una historia y una pertenencia. En ese marco histórico, la Difunta podría interpretarse como una vaca lanzada con sus ubres a amamantar el desierto, poblarlo y fundar la patria húmeda. Pero para los pueblos cuyanos, el desierto no es la nada, es más bien el sustento firme que pisamos para no vivir en el clima hostil de la montaña. El agua tampoco cae del cielo ni está siempre corriendo; sino que desciende momentáneamente de las alturas, alimenta los ríos, riega las raíces y sacia la sed. Es parte de la escolarización temprana conocer que nuestra supervivencia depende de las nevadas invernales. Cuando llega el calor y se produce el deshielo, los cauces crecen, se acumulan en embalses y riegan las plantaciones durante todo el año. El ciclo del agua es el verdadero calendario de nuestro desierto: una tierra que debe morir en invierno para que luego en verano derrame alimento a los vivos a través de sus pechos montañosos. La cordillera es un cuerpo tendido, y nosotros un niño huérfano.
Andrés Piña Artista visual cuya obra se despliega en los campos de la escultura, la performance y la pintura. Nacido en La Consulta, Mendoza, en 1992, estudió Artes Visuales en la Universidad Nacional de Cuyo y cursó el Programa de Artistas de la Universidad Torcuato Di Tella en 2017. Su primera exposición individual, El fin de la vida como el principio de la misma, se realizó en 2012. Desde entonces también se destacan sus muestras Tu remera mi sudario (2016), Cursi ficción (2019) Perfume peligro (2021) y Afecto caníbal (2023). Actualmente vive y trabaja en Buenos Aires.