“He visto a un indio cierta vez comprar ropa para todos en una tienda. Habían cobrado, según dijeron y deseaban vestir bien. Luego el dinero sobrante se lo repartieron por igual”. Esto lo escribió en 1937 El doctor Esteban Laureano Maradona en su libro A través de la selva. Santafesino, nació el 4 de julio de 1895 en la ciudad de Esperanza, una de las primeras colonias agrícolas de Argentina. Allí, a orillas del río Coronda, aislados de todo, aprendió a leer y escribir, aunque siempre recordaba esa etapa de su vida como de un muy mal estudiante, por lo disperso. La paciencia de su madre María Encarnación Villalba fue primordial para lidiar entre sus preferencias, como quedarse pintando a la sombra de algún árbol, o ponerse a leer un libro. Cuando aún era menor de edad, su padre Waldino Maradona decidió trasladar la familia a Buenos Aires. Le habían ofrecido dirigir el periódico “Territorios del sur” y se buscaron una pequeña casa por el barrio de Flores, pero finalmente se instalaron en Merlo.
Maradona hijo completó sus estudios y al cumplir dieciséis años se afilió al Partido Unitario, logrando presidir el comité de la juventud. Su interés por las problemáticas sociales lo llevaron a ocupar el lugar de consejero del comité nacional,, luego ingresó a la Universidad de Buenos Aires para estudiar medicina, como una herramienta en favor de los postergados. Consideraba que los necesitados de cada rincón necesitaban personas predispuestas en favor de la salud y el bienestar para la conformación de un país igualitario.
Se graduó en 1930 luego de haber recorrido como residente varios hospitales de Buenos Aires. Animado por uno de sus profesores, el Dr Maximiliano Aberastury, Maradona llevó adelante una campaña contra la Lepra, con la que recorrió la provincia de Buenos Aires de punta a punta. Salir de la gran ciudad hacia el interior primero y hacia el norte argentino después, lo hizo encontrarse con otras realidades, la de los olvidados, los caídos en un sistema de contención social ausente y abrió su primer consultorio médico en la ciudad de Resistencia, Chaco. Allí estuvo solo dos años ya que tras desatarse la guerra del Paraguay, Maradona viajó a ofrecer su servicio médico como voluntario, a los bolivianos y paraguayos por igual.
En 1933 fue incorporado a la Marina de la Guerra del Paraguay, como médico interno del hospital naval con el grado de teniente y regresó al país en 1935. “No paré de trabajar. A medida que la guerra sumaba víctimas y destrozos, fue creciendo mi devoción por salvar a tantos hombres que luchaban en ella”.
En su regreso a Buenos Aires el tren que lo transportaba paró en la estación Estanislao del Campo, provincia de Formosa y el llamado de una madre agonizando por no poder dar a luz, lo dejó para siempre en esa tierra. Su plan de llegar a la ciudad y abrir su propio consultorio quedó trunco pero su vida se llenó de monte e historias.
Cuaderno en mano describió las tribus que habitan el Gran Chaco Austral, una extensión de aproximadamente 173.730 kilómetros cuadrados que abarca las provincias de Chaco y Formosa. Se quedó a vivir, asistir y compartir con los pobladores de tribus nómades, rodeado de una cultura muy distinta a la que estaba acostumbrado, “hombres erguidos, delgados, vivaces, y mujeres bellas, de piel cobriza, más o menos acentuada en los unos, pero todas, curtidas por el sol, siempre finas”. Conoció a los matacos en el río Bermejo, a los habitantes del río Pilcomayo y los de Pozo del Tigre, “que son un poco más huraños y, como los pilagá, tienen por costumbre horadar los lóbulos de las orejas y el mentón, cuando no, el labio inferior, con el objeto de adornarse con pedazos de madera o de metal”.
Los wichí luciéndose con sus esplendidos tejidos de chawar, los qom, todos yendo y viniendo cuando los alambres no se lo impedían. Maradona cuenta sin dejar de apenarse por el desconocimiento que hay en el resto del país, sobre esas gentes nobles del interior profundo.
Maradona fue un observador respetuoso de sus festividades y rituales. Su libro es también una denuncia a la explotación laboral, el maltrato en los obrajes, los engaños de que eran víctimas en aquella región. La Colonia Napalpí contaba entonces con 2000 indios reducidos que sembraban algodón, pero también estaban las tribus montaraces que no querían saber nada que tuviera que ver con los cristianos. El censo de 1914 había dado como resultado que en el norte argentino había más de cincuenta mil aborígenes, dispersos, viviendo de lo que les proveía su naturaleza, su selva.
Las festividades eran seguidas, con un gran fuego donde se bailaba y se cantaba al ritmo del pin pin, el tambor hecho de un tronco ahuecado con un parche de cuero. Había concurso de cantores y era frecuente oír a lo lejos melodías monótonas, tristes, otras alegres, entre los gritos de festejo al terminar. “Infunde meditación y recogimiento”, escribió el médico.
Otras veces, la fiesta era para agasajar a una doncella, una joven púber despertando la vida, a la que el cacique proclamaba apta para el matrimonio. En medio de la algarabía y los mejores augurios de felicidad futura, cantando a su derredor le iban diciendo al oído, como un secreto: “tendrá un hijo que hará honor a la tribu, que será guapo, que será hermoso, que será resistente, que será valiente, que será cazador, y así se alargaba la letanía dirigida a la futura desposada”. La joven luego recibía un tatuaje, la marca indeleble que ostentaba su belleza, revelaba su estado de compromiso o simplemente se hacía para conjurar los males.
Maradona escribió "¿quién podría afirmar que en la guerra es más civilizado un hombre blanco, pelo lacio y rubio, que un negro mota, labios gruesos, y que los gases asfixiantes, la ametralladora y todo el stock armamentista, sea obra de perfección fiel de la entidad Civilización”?
Este médico conoció la farmacopea de la selva, tan simple encontrarla, tan complejo distinguirla en el intenso verdor. En esto tuvo muchos informantes, sanadores que se guardaron algunos secretos de su nación para preservarlos. Dentro de los hogares, el trato era fraternal, todos colaboraban en armar las chozas, que se quemaban ante la muerte de uno de sus ocupantes. Así volvía en cenizas a fertilizar la tierra y toda la comunidad, cambiaban sus nombres para que la muerte no los reconociese, no les anduviera detrás, persiguiéndolos.
Los niños jugando en el patio inmenso de una planicie, entre animales silvestres domesticados, libres de ropas o zapatos, revolcándose en el barro, creciendo en libertad. Si se formaba una pareja y decidía casarse, era la excusa perfecta para otra fiesta. El día del compromiso cada uno se vestía con los mejores adornos, se improvisaba una rueda grande, todos dispuestos a pasarla bien, las unas con los otros formando parejas danzaban pausadamente al comienzo, al ritmo siempre del tambor de tronco. Toda la música, todas las danzas, iban cobrando fuerza hasta que se convertía en una de “saltimbanquis” dice el doctor, porque daban saltos y piruetas alrededor de los novios, que tenían las cabezas cubiertas por sacos de cuero que les impedían ver. Sorteando a unos y a otros, los futuros cónyugues debían encontrarse. Él debía reconocer a su prometida y tener la conciencia cierta de que era ella. Una vez que se encontraban, ya estaba consumado el casamiento.
Había noches de teatro, donde todos representaban un animal y lo imitaban, improvisando historias a la luz del fogón y la noche se llenaba de risas y estrellas. Otros días eran dedicados a algún deporte, mientras las mujeres tejían el chawar haciendo la vestimenta para la familia, redes de pesca o sogas. El chawar es el hilo obtenido de machacar una planta que ellas recogen y que actualmente se sigue haciendo.
Si había un enfermo el canto siempre rondaba la choza, de día y de noche. El doctor pudo dejar escrito un gran listado sobre la medicina guaranítica. El cosakait, más conocido como palo santo, encendido era no solamente para espantar a los mosquitos sino que se usaba en contra de los parásitos del hombre. También oyó hablar sobre la sarna del quebracho, padecida por los hacheros que “con el torso desnudo cortaban y ante la fuerza fatal y el sudor que se destila, se opone el estremecimiento de la fibra y el dolor que grita. Y en medio de ambos, el filo del hacha y las heridas abiertas”. Una curandera que hizo de informante le contó a don Laureano su modo de curar ese padecimiento. Había que untar en las lesiones cenizas del mismo palo con grasa de animal silvestre como el surí, atar al tronco del árbol una tira roja y retirarse sin mirar atrás. Mientras ella le contaba, a Maradona se le vino a la mente el recuerdo de su profesor de terapéutica, quien le había enseñado que, para actuar contra la acción de los ácidos, había que oponerle los alcalinos y a la inversa. Que para tratar las quemaduras, se debían emplear elementos oleosos, nunca agua, y escribe, “curar la famosa sarna del quebracho con cenizas y con grasa, no son sino aquellos mismos elementos preconizados por mi sabio profesor”.
En 1986 Laureano enfermó y debió trasladarse a la ciudad de Rosario. Tenía 90 años cuando se fue a vivir con un sobrino. Recibió homenajes, distinciones por su labor y nunca aceptó una pensión vitalicia. Murió a los 99 años el 4 de julio de 1995. Por ley 25.448, el día de su muerte fue declarado Día Nacional del Médico Rural en la República Argentina.
Su pensamiento como mensaje eterno de solidaridad y su escritura, siguen conmoviendo desde el norte argentino. “La masa autóctona deambula a tientas, en medio de un mundo adverso, lleno de maldad, egoísmo y prejuicios, en un mundo trastornado hasta lo increíble, donde se sueña hasta despierto, alucinados con el esplendor de marte. En cambio, ellos llevan la emoción en los labios y la paciencia en los pies”.