Hacia el final de un famoso ensayo, Walter Benjamin observa que si el capitalismo se mueve como una locomotora, el acto más revolucionario posible es accionar el freno de emergencia. Quizás hoy, más que nunca, un siestario como al que invitan Juan Manuel Pachué y Marco Zampieron sea una forma de ejercitar esa política colectiva de suspensión. En una época en la que el furor algorítmico del capital impone la productividad ilimitada, inclusive en nuestro tiempo libre, en el que nuestra distracción es encauzada y monetizada por las redes sociales, la siesta desactiva ese mandato y posibilita otras imaginaciones.
En su libro 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep, Jonathan Crary indaga en la obsesión capitalista por idear tecnologías que cancelen la interrupción del sueño, y enumera múltiples ejemplos existentes y en desarrollo, desde el celular que nunca se apaga, espejos en órbita espacial que reflejarán el sol en el Ártico para que no se detenga la extracción de tierras raras durante las noches polares, drogas que emulan los neurotransmisores del gorrión corona blanca, un ave que en su fase migratoria es capaz de tolerar semanas despierto sin que aminore su capacidad de vuelo, y que el Ejército de Estados Unidos investiga para que sus soldados sobrelleven operaciones bélicas durante días y días con una performance física e intelectual imperturbable. Para Crary, estos desarrollos materializan la fantasía de un sistema que sueña con que nadie sueñe, porque un mundo sin descanso, sometido a un eterno continuum de hiperproducción, es también un mundo donde no hay tiempo para soñar otros mundos. Ya lo decía Borges sobre Funes, su célebre personaje que no conciliaba el sueño porque no podía detener el flujo de información que multiplicaba su memoria: “Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban.(...) Sospecho que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. Se podría decir entonces que Funes, el trágico héroe que no pensaba ni soñaba, es el gran arquetipo de nuestro lúgubre tiempo, en el que la implacable locomotora fascista que asedia el planeta parece haber sepultado la posibilidad siquiera de soñar o pensar otros sistemas apenas menos terribles que el que nos toca. En esa línea, varios filósofos han insistido en que la falta de imaginación es el gran síntoma del siglo XXI, porque es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Si vivimos un tiempo sin sueños, ¿acaso la materialización de otros mundos posibles irrumpa en una siesta colectiva?
QUE TRABAJEN LOS ROBOTS
Esa parece haber sido la hipótesis de Paul Lafargue, pensador francocubano, yerno de Marx, que en 1885 publicó El derecho a la pereza, un panfleto notable por su actualidad, donde propone que la única vía revolucionaria del proletariado para quebrar el yugo esclavizante del capitalismo es no hacer nada, descansar. Por eso, exalta la tradición española de la siesta, que se opone al culto del trabajo de las naciones protestantes. Solo descansar, cultivar la pereza y el tiempo libre que propicia, argumenta Lafargue, permitirá la independencia intelectual que germine nuevas y mejores formas de vida. Como antecedente ejemplar, Lafargue destaca el caso de los griegos, quienes, cultivando la vida ociosa, inventaron una de las máquinas más poderosas de imaginar y de hacer: la filosofía.
Lafargue denuncia, con asombrosa vigencia, que la apropiación capitalista del desarrollo tecnológico es el gran enemigo de la emancipación popular, ya que la automatización de las fábricas, aplicada con la lógica de máximo rendimiento al menor costo, en lugar de mejorar la calidad de vida, pulveriza los salarios y multiplica las horas de jornada laboral. En una de sus reflexiones sobre este tema, afirma: “A medida que la máquina se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!”.
Lafargue ilumina este presente acechado por la amenaza corporativa de la inteligencia artificial, que potencialmente aspira a volver obsoleto todo trabajo humano: si la maquinaria capitalista ha alcanzado en nuestra época un grado hiperbólico de perfección en su capacidad de prescindir de los humanos, resulta imperioso, por nuestra propia supervivencia, introducir en la agenda política la urgencia de una renta básica universal: ¿no es hora de reclamar que nos paguen por dormir la siesta? Un chamamé de 1987 del cantante correntino Mario Millán Medina, llamado “Que trabajen los robots”, ya avizoraba este sendero de rebelión, la alianza de los perezosos con las máquinas: “Que trabajen los robots/ Que el hombre sea supervisor/ Desde aquí tomando mate/ Los controlo por la televisión”.
En el cierre de El derecho a la pereza, Lafargue exhorta con ímpetu tan poético como utópico: “¡Oh, Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!”. Si, en efecto, como piensa Lafargue, dormir la siesta reduce el sufrimiento y contribuye a un mundo mejor, ¿no es motivo suficiente para reclamar que sea remunerado?
LA VAGANCIA COMO DELITO
En el último tiempo, la siesta también ha sido encomiada por sus beneficios contra el calentamiento climático. En el verano boreal de 2023, Europa se vio marcada por temperaturas promedio de 45°C. Muchos gremios, luego de múltiples casos de deshidratación y desmayos, reclamaron en huelgas que era imposible trabajar bajo ese asfixiante clima. Tras estos hechos, el Ministro de Salud de Alemania, país históricamente reactivo a la siesta, recomendó a sus ciudadanos dormir durante los ardientes mediodías, ya que estudios confirmaban que, además de reducir los golpes de calor, aumentaba el rendimiento laboral. Es decir que la siesta, contrariamente a la creencia general, no se opone al trabajo, sino que lo mejora, y aún más, define de manera definitiva su horizonte a la luz de un futuro atravesado por temperaturas cada vez más altas. Si, como muchos ambientalistas alertan, el calentamiento climático es una de las máximas amenazas para la preservación de la vida humana en la Tierra, la siesta representa al menos un primer recurso para mitigar sus efectos.
La siesta es un acto desobediente contra el imperativo de la explotación laboral y por eso, en Argentina, fue vista con desconfianza por las oligarquías terratenientes, que buscaban imponer un sistema agroproductivo menos orientado a las necesidades de sus habitantes que a las del capitalismo global. Durante el siglo XIX, distintos gobiernos combatieron la forma de vida que practicaban comunidades indígenas, afrodescendientes y criollas, que eran nómades y no se subordinaban a los límites de la propiedad privada, mediante la categoría judicial de vago. Ser “vago”, una persona inclinada a la pereza, era un delito que incurría todo no-propietario de tierras que no pudiera demostrar un trabajo registrado, y que condenó a poblaciones enteras a la masacre, a la prisión o a ser alistadas al ejército en sangrientas guerras civiles. En el Martín Fierro, el protagonista homónimo, un gaucho humilde y sin propiedades que a causa de esa normativa es perseguido por la justicia, canta: “dijeron que era vago/ y entraron a perseguirme/ y ansina me vide pronto/ obligao a andar juyendo”. Es célebre que Sarmiento, en el Facundo, identificaba el arquetipo iconográfico de la barbarie y el atraso cultural del país con el cuadro “Soldado de la guardia de Rosas” del pintor francés Monvoisin, un lienzo que pinta a un gaucho reclinado y lánguido, a punto de dormirse una siesta.
DESCUBRIR DESCANSANDO
Distintas tradiciones filosóficas han reivindicado la siesta como una práctica de rebeldía contra la autoridad, y Giorgio Agamben encontró su emblema en Bartleby, personaje literario de Herman Melville que oficia de empleado en el centro financiero del mundo, Wall Street, y que cuando le piden que haga cualquier cosa, responde siempre, de forma mecánica, “Preferiría no hacerlo”. Para Giorgio Agamben, en una época de permanentes obligaciones, solo no haciendo nada se develan las auténticas posibilidades de la existencia: “El viviente, que existe en el modo de la potencia, puede la propia impotencia, y sólo en este modo posee la propia potencia. Puede ser y hacer, porque se mantiene en relación con el propio no-ser y no-hacer. En la potencia, la sensación es constitutivamente anestesia; el pensamiento, no-pensamiento; la obra, inoperosidad”.
Hacia 1900, Sigmund Freud reivindicó no solo que el sueño es un trabajo (Die Traumarbeit) sino que la interpretación de sus laboriosos mecanismos criptográficos daba acceso a las verdades más íntimas del individuo. Borges, en el ensayo “El sueño de Coleridge”, postuló que toda la historia del arte es la interpretación de un solo sueño, que se inmiscuye en las distintas épocas del mundo a través de las esculturas, las películas o los poemas que labran los genios.
En lo que a la imaginación científica concierne, abundan ejemplos del carácter revelador y profético de la siesta. Hacia el lejano siglo III antes de Cristo, se refiere que Arquímedes luchaba sin éxito por determinar el volumen de objetos de forma irregular. Luego de una ardua mañana árida de ideas, mientras el calor de la bañera lo hundía en el sopor de la siesta, lo asaltó la fórmula para resolver este cálculo e inmortalizó el grito de guerra, “¡eureka!”, de a quien se le aparece como por arte de magia una idea. En la primera biografía de Newton se relata la famosa leyenda de que, descansando bajo la sombra de un árbol, la caída súbita de una manzana sobre la cabeza le acomodó las ideas y le permitió formular la Ley de gravitación universal. El químico alemán August Kekulé, tras la atormentada pesadilla de una serpiente que se masticaba la cola, intuyó la estructura en anillo de la molécula de benceno. Niels Bohr y Dmitri Mendeléyev también confesaron haber sido espectadores pasivos de la estructura del átomo y de la tabla periódica de los elementos, que contemplaron, respectivamente, mientras dormían. Por esta conexión secreta entre el sueño y las mayores verdades de la ciencia, fue que Heráclito afirmó en uno de sus Fragmentos: “Quienes duermen son laboriosos colaboradores de cuanto acaece en el cosmos”.
Esta instalación de Juan Manuel Pachué y Marco Zampieron invita a ejercer el derecho a la siesta y a vislumbrar su potencia filosófica, poética y política, que marca muchos de los desafíos del porvenir humano frente al ambiente y la tecnología.