Pasado de copas, un molinero prusiano escande enigmáticos versos enhebrados en una lengua antigua e incomprensible que obran una conmoción en Heinrich Schliemann, un niño huérfano que a mediados del siglo XIX se ganaba el pan ayudando al tabernero. Décadas después, tras haber aprendido 15 idiomas y amasado una fortuna en sus aventuras por el mundo, Schliemann descubrió las ruinas de Troya guiándose por la Ilíada, texto en el cual, tras milenios de versiones míticas acumuladas en palimpsesto, sospechaba, con razón, una geografía precisa. Redescubría algo que los pueblos originarios saben muy bien: las leyendas suelen ser -también- mapas que contienen claves históricas situadas.
Sin embargo, es sabido que geografía e historia y literatura no casan bien. Aquellas siembran su sospecha sobre la ficción; es como si le propinaran un menoscabo a la invención al desentrañar en el texto el paisaje real y deschavaran a los personajes prosaicos que lo inspiraron. Que, por lo demás, suelen parecernos algo anodinos por carecer de los atributos que la ficción les confiere. Y es que el imperativo realista no deja de importunar la creación literaria que a veces obra declarando sus fuentes pero, más a menudo, enmascarándolas en aras de la verosimilitud. Esa paradoja que distancia el texto de su base real potencia el relato: cuanto -en apariencia- más alejado está del referente, más eficaz y convincente resulta.
Nuestro poema épico fundacional no podía escapar a la requisitoria acerca de sus fuentes históricas. Tras el impacto inicial que ocasionó su aparición en 1872, la crítica demoró en preguntarse por la realidad acogida en el Martín Fierro, que fue mayormente leído como alegoría de la vida del gaucho genérico y, como tal, sujeto a múltiples interpretaciones de sesgo ideológico-político. Sin embargo, en él había insinuadas algunas claves de lectura que solo hacia 2009, tras décadas de estudio, una maestra de Azul desentrañó.
Publicado este año en formato digital por su hija Ana en homenaje póstumo, “Martín Fierro en su paso por Azul” es un libro debido a la sagacidad y el tesón de Florángel Camponovo de Turón (1938-2023). Profesora de Letras, ejerció el ensayo, la poesía, el cuento y la investigación sobre la historia regional; pero sin duda este trabajo, que marca un hito en los estudios hernandianos, constituye su obra mayor.
Mientras Schliemann excavaba sucesivas Troyas, José Hernández visitaba en una celda, según testimonia su amigo Álvaro Barros y refiere Turón, a un pícaro dicharachero llamado “Martín” o “Melitón” Fierro. El nombre aparece consignado en un episodio singular que emula el del poema: el 7 de junio de 1866 había ocurrido una pelea a cuchillo en la pulpería “La Rosa”. Los expedientes hablan de un tal Pablo Vera herido por Melitón Fierro, quien intentó fugarse. Apresado por una partida fue remitido al Juez de Paz de Dolores, que lo destinó al ejército en la línea de frontera de Azul, a cargo del coronel Barros.
Historiadores como Ricardo Rodríguez Molas ya habían señalado la existencia de un desertor consignado bajo esos nombres en los expedientes judiciales, pero lo que hace Turón es distinto. Como Schliemann, sigue el texto y va encontrando indicios muy concretos a los que pone en juego en su lectura detectivesca con la que recrea ciertos aspectos de la historia, no por conjetural menos plausible, de Martín Fierro.
Su primera estación es el nombre. Que, observa, en el poema es el único: Picardía y Vizcacha son seudónimos, el Negro, el Moreno, el Hijo Mayor y el Hijo Menor o la esposa son apenas figuras genéricas, en tanto de Cruz solo sabemos el apellido, que remite a un gaucho abstracto y que bien podría tratarse de un analfabeto que firma con una cruz -sostiene. Hernández, que era afecto a los enigmas y gustaba de los juegos de palabras, pudo haber optado por “Martín” debido a que era miembro de una logia masónica cuyo líder fue el francés Louis-Claude de Saint Martin; en tanto Fierro acaso provenga simplemente del culto del puñal, aventura Turón. Sin embargo, refiere que Hernández había escrito por primera vez aquel nombre en su periódico El Río de la Plata, pero refiriéndose a su amigo Martín Colman, de Rauch, a quien llamaba así “por lo porfiado”.
Según el parte obrante en el legajo del Archivo del Personal del Ministerio de Guerra el tal Melitón sirvió en Azul, como castigo, desde el 16 de agosto hasta el 25 de diciembre de 1866, cuando desertó junto a un tal Sixto Base. “Una noche que riunidos / estaban en la carpeta / empinando una limeta / el Jefe y el Juez de Paz,/ yo no quise aguardar más / y me hice humo en un sotreta” -escribe Hernández. Aquella noche era la de Navidad. Turón también corrobora la existencia de un tal Francisco Borrajo o Barajo que vivió en un puesto de la estancia “Las Víboras”, en lo que hoy es el partido de Tordillo. “En sus últimos años de vida era visitado por José Hernández en frecuentes viajes en tren desde Buenos Aires a Dolores y ha sido reconocido como modelo del Viejo Vizcacha”. Por lo demás, su amistad con Pedro Rosas y Belgrano, comandante militar y Juez de Paz de Azul, con quien siendo muy joven había combatido en la represión del levantamiento de Hilario Lagos, confirma su conocimiento de la región. La autora describe las estancias de la época, dominadas por los Anchorena y los Rosas, con quienes Hernández tenía vínculo, y recuerda que el propio Barros había fundado en el 67 la logia La Estrella del Sur en Azul, así como muestra que José Zoilo Miguens, su gran amigo al que está dedicada La Vuelta, poseyó tierras en Azul.
En su pesquisa la maestra azuleña afirma que hay “datos fehacientes de un sargento Pedro Cruz, quien había facilitado la huida de algunos reclusos del destacamento que tenía a su cargo en la zona donde actualmente se halla el partido de Maipú”, probable fuente del compañero de Fierro. Y refiere la presencia del “inglés zanjiador / que decía en la última guerra / que él era de Inca-la-perra ”, que sería Guillermo Robertson Grant, un ingeniero escocés establecido en esa época en Azul para dirigir el tendido del Ferro Carril Sur. Por otra parte, la descripción del cantón coincide con el “Fortín Miñana”, así como la pulpería remite a “la posta de Lima”, de los cuales ofrece la historia.
Las aseveraciones de Turón van siendo alternadas por versos donde se mencionan lomadas, sierras, algún punto punto cardinal, con los que establece ubicaciones más que probables, descartando otras opciones. Por ejemplo, sostiene que “para escapar de la leva, no pudieron haber intentado refugiarse en las sierras de la Ventana, tan lejanas, en pleno desierto. Tienen que haber sido las de Tandilia, conocidas por los que escuchan el relato de Martín Fierro”.
El único testimonio fehaciente de la presencia de Hernández en Azul ocurrió durante la visita de Alsina en 1866, cuando fue proclamado gobernador de la Provincia. “En una de las tantas pulperías locales estaba de paso el poeta gaucho: José Hernández, el más tarde autor del Martín Fierro” -cita un diario de época. “Allí los ganaderos expusieron sus quejas por los continuos robos de vacunos que hacían los indios. Alsina hizo capturar a un grupo de indios que estaban ebrios en las inmediaciones de la pulpería y, al ser interrogados, los indios acusan a los pulperos de inducirlos al pillaje y de comprar los cueros de los animales que ellos roban, pagándoles miserables migajas”. Todos temas presentes en el libro.
Sobre la pelea con el Moreno, Turón da detalles acerca de la presencia de afrodescendientes en la zona, que habían llegado con el ejército en la etapa fundacional. Pero confiere singular importancia al testimonio de Manuel Pueyrredón, que había sido un segundo padre para Hernández cuando quedó huérfano, quien en sus memorias escribe: “La mayor mortalidad fue de estos infelices; no había día que no hiciera recoger del campo negros helados”. Turón menciona a "Manuel Silveira, moreno viejo y destacado poblador fronterizo”, fundador de la “Sociedad de Ánimas Conga” y recuerda que muchos esclavos de los Anchorena y los Rosas actuaron en la batalla de San Carlos contra Calfucurá. Con esos elementos cree que el encuentro con el Negro pudo haber ocurrido en uno de los bailes que se hacían cerca del asentamiento y fortín “San Benito” o “Fortín Silva” de Pedro Rosas y Belgrano.
Para la autora, Martín Fierro y Cruz huyen siguiendo la rastrillada hacia Salinas Grandes, territorio de Calfucurá, que nace en Azul: “si hubieran estado en el norte, habrían dicho 'hacia el sur' o 'hacia el sur-oeste'" , pero van “derecho hacia donde el sol se esconde”, donde hay “duraznillo blanco”, que según los estudios de fitología es la región SE de la provincia de Buenos Aires. El retorno, con la cautiva, a la que deja en un hospital, ha de ser en cercanías del Cerro de la China, luego de lo cual “pisaron la tierra donde crece el ombú”. Es decir, llegaron a Azul, punto de rescate de cautivos en el cual estaba el único hospital de la región, el Asilo Hiram, una organización asistencial mantenida por la Logia Masónica “La Estrella del Sud”. Para Turón la Penitenciaría en la que se contextualiza la historia del hijo de Fierro es la cárcel de Dolores, la más antigua de la provincia de Buenos Aires, habilitada el 29 de mayo de 1877. (La de Sierra Chica y de la de Azul son posteriores a La Vuelta). Así como la primera pista de carreras hípicas en Azul está en cruz con la pulpería “El Criollo” de Bettinelli, en la entrada de la ciudad. La despedida de los hijos, que se dispersan a los cuatro vientos, puede haber sucedido en “el cruce de Pereda, donde pasan la noche a la costa del arroyo”.
Florángel Turón logra convencer que el Azul es ámbito del poema, aunque ello no alcance a modificar nuestra sensación que lo coloca en una pampa mítica. Pero leyéndola se explica por qué un siglo después de publicado Leopoldo Torre Nilsson filmó en Azul su versión de Martín Fierro, donde se dice “Aquí no hay imitación, esto es pura realidá”.