Desde Cannes
No fue una sorpresa, precisamente, pero la Palma de Oro del Festival de Cannes –el premio artístico más importante del mundo del cine-, otorgada el sábado por la noche a Un simple accidente, del enorme cineasta iraní Jafar Panahi, se presta a múltiples lecturas complementarias. En primer lugar, se trata de un justo reconocimiento a una película concebida y ejecutada con gran maestría, esa a la que nos tiene acostumbrados un director que ya había conquistado el León de Oro de la Mostra di Venezia por El círculo (2000), luego el Oso de Oro de la Berlinale 2015 por Taxi Teherán, y ahora completa la trilogía dorada del gran circuito de festivales internacionales con la Palme d’Or para un film que -en un grado aún mayor que en casos anteriores- cuestiona de manera muy directa y contundente al régimen teocrático iraní, que no se ha privado de perseguirlo e incluso encarcelarlo, lo que nunca le impidió seguir haciendo películas extraordinarias.
La sola presencia de Juliette Binoche como presidenta del jurado oficial, por su parte, ya inclinaba la balanza hacia la Palma al film iraní, porque se sabe del constante compromiso político de la actriz francesa, que allá por 2010, cuando ganó aquí en Cannes el premio a la mejor interpretación femenina por Copia certificada, de Abbas Kiarostami, había subido a recibir su premio con una foto de Panahi, ya por entonces recluido en Teherán e imposibilitado de viajar al exterior. El hecho de que el autor de No hay osos (2022), su película inmediatamente anterior, pudiera salir por primera vez en quince años de su país y participar en entrevistas y ruedas de prensa en el Palais des Festivals, también creó un clima favorable para el premio a su película.
Pero estas consideraciones no deben opacar el hecho de que Un simple accidente es un modelo de construcción cinematográfica. El hecho fortuito de que una víctima de torturas en una cárcel iraní reconozca casualmente por la calle a su torturador -por el inquietante sonido que provoca su pierna ortopédica- pone en marcha una implacable serie de acontecimientos que van empujando a los distintos personajes que se van sumando (todas víctimas del llamado “Pata de palo”) a una serie de dilemas morales donde se debaten las nociones de justicia y venganza.
La única otra película que estaba en condiciones de disputar el premio mayor era O agente secreto, del magnífico cineasta brasileño Kleber Mendonça Filho, un thriller político ambientado durante la dictadura militar del general Geisel, allá por 1970, y que es sin duda la obra más perfecta y madura del director de Sonidos vecinos, Aquarius y Bacurau, un film que excede la mera noción de género para indagar en cuestiones de identidad nacional y memoria histórica. El jurado la valoró doblemente, primero con el premio al mejor actor para su inmenso protagonista, Wagner Moura, y luego con el galardón a la mejor dirección para el gran Kleber, que tuvo palabras de agradecimiento no sólo para el jurado sino también para su país, que estimula institucionalmente su cine de una manera que hoy los argentinos –ausentes casi por completo de Cannes, gracias al gobierno de Javier Milei- solo podemos resignarnos a mirar con una agria mezcla de nostalgia e indignación.
El Grand Prix de Cannes, que es el segundo en importancia en el festival, fue para Sentimental Value, del realizador noruego Joachim Trier, que ya había estado en un par de oportunidades anteriores en la competencia oficial y finalmente en la edición 2025 consiguió un premio mayor para un film de una gran solidez y clasicismo, la historia de una casa y una familia de artistas, enfrentados a conflictos vinculados no sólo a sus actividades específicas (el padre cineasta, las hijas actrices) sino también a sus traumas íntimos. Film heredero conscientemente de la mejor tradición del cine escandinavo -a tal punto de que hay una cita quizás demasiado explícita a Persona, de Ingmar Bergman-, Valor sentimental tiene en su extraordinario elenco su carta ganadora: el actor sueco Stellan Skarsgard como el complejo, soberbio paterfamilias, y las impresionantes Renate Reinsve (premiada en Cannes 2021 por La peor persona del mundo, también dirigida por Trier) e Inga Inbsdotter Lilleaas, como su hermana menor, aparentemente más frágil pero en el fondo más fuerte y equilibrada ante las contingencias de la vida.
En el palmarés oficial se extrañó algún premio para Nouvelle vague, la notable, feliz recreación que el estadounidense Richard Linklater hizo del rodaje de la mítica Sin aliento, de Jean-Luc Godard, con un amor y también un rigor que hubiera merecido algún tipo de reconocimiento. Otra película que pasó injustamente inadvertida para el jurado fue The Mastermind, de Kelly Reichardt, un film en un tono deliberadamente menor, pero que en su extrema sencillez no deja de ser una gran película sobre el desencanto de una generación que hacia 1970 –la guerra de Vietnam, Richard Nixon, las represiones estudiantiles- no veía en los Estados Unidos un futuro posible, sentimiento que sin duda hoy encuentra su espejo deformado en la era Trump. Orgullosa heredera del llamado “Nuevo cine americano” de aquella época, The Mastermind recupera ese espíritu contracultural que recuerda los nombres de Monte Hellman, Bob Rafelson y Hal Ashby y consigue encontrarle un giro contemporáneo: el pasado como reflejo del presente.
En la sección oficial Una cierta mirada debe destacarse la gran performance del cine latinoamericano, que resultó doblemente premiado. La película chilena La misteriosa mirada del flamenco, del debutante Diego Céspedes, se llevó el premio principal de la sección y debe celebrarse como la antítesis de la artificiosa Emilia Pérez: se trata de un film sobre la transexualidad hecho con verdad, orgullo y sentimiento auténtico. Y el segundo premio en importancia fue para la tragicomedia Un poeta, segundo largometraje del colombiano Simón Mesa Soto, que aquí en Cannes ya había ganado la Palma de Oro al mejor cortometraje por Leidi, una década atrás.
La Quincena de los Cineastas, una sección paralela supuestamente abierta al cine del mundo más diverso y radical, por el contrario, en su conjunto, se caracterizó por una selección exageradamente convencional, eurocéntrica, cuando no lisa y llanamente francófila, sin revelaciones a la vista. No deja de ser significativo que los tres mejores títulos de la Quincena –que fueron también tres de los mejores films de todo el festival- hayan sido de grandes autores ya consagrados, que por distintos motivos sin duda fueron descartados por la sección oficial. Se trata del alemán Christian Petzold, que trajo la virtuosa Miroirs No. 3; del israelí Nadav Lapid que vino con Yes, una demoledora visión de la sociedad israelí actual; y el francés Robin Campillo, quien con la magnífica Enzo dio una noble prueba de su amistad con Laurent Cantet, a quien una muerte temprana la impidió realizar esta película que su amigo y colaborador completó de una manera inmejorable.