Llegar con lo justo y que la música te salve. Hace unos días, previo a cumplir treinta, Franco Saglietti, voz y alma de Francisca y Los Exploradores, se sintió desfallecer. La delgada línea entre que todo se derrumbe ¿para siempre? y tocar el cielo con las manos. Prevalecer hasta el próximo momento-abismo. Ocurrió durante La Nueva Generación, el festival cordobés que ya va por su tercera edición y se convirtió en un encuentro federal de bandas y solistas de las nuevas escenas; y que lo tuvo como uno de sus números fuertes luego de El Mató a un Policía Motorizado y los ascendentes Louta y Perras on the Beach. “Llegué con una gripe terrible, sin voz y tomando té todo el día. Estaba realmente asustado”, describe quien de ningún modo podía permitirse un traspié ante su gente (es oriundo de Córdoba Capital) luego de girar por Europa, concretar un elogiado dueto con Julieta Venegas (para una versión romántica-freak de “Para siempre” de los Ratones Paranoicos) y coronar un año en el que confirmó su estatus de revelación llenando Niceto. “En este caso”, cuenta, “era un festival grande donde estaba de local y tenía que colmar las expectativas. Recuerdo que miraba al cielo y pensaba: ‘Hoy tenés que estar bien, tenés que meter un par de goles, ¡música no me falles!’”. Y el cielo lo escuchó. “De la galera sacamos un show muy potente. Me surgió voz de no sé dónde. Y la gente quedó estallada. Ahí fue decir: gracias música, gracias por tirarme un centro, me salvaste de nuevo...”.

Estaba claro que no era la primera vez. Franco Saglietti, cantante particular por donde se lo mire, capaz de flotar sobre las canciones en un relax andrógino de letras y melodías que parece ir desarmándose en el aire, tuvo varios momentos de confusión previo a materializarse como Francisca. “Me recuerdo al final de la secundaria, donde supuestamente tenés que tener definido un rumbo, quién sos o qué querés hacer, haciendo cosas que me eran ajenas para ver si lograba el aprecio de mis amigos”. La solución fue partir hacia Buenos Aires sin tener bien en claro qué hacer salvo intentar algo con la música. Un interés que había nacido de manera indirecta y tangencial en ese ambiente social que Franco describe como algo conservador, pero al fin de cuentas fructífero. “En mi familia no había intereses artísticos. Pero sí se vivían pequeños momentos que después me di cuenta que me habían marcado”, relata. “Uno tiene que ver con mi abuelo, que ya la quedó. Un albañil todo bruto, que no hablaba mucho y era algo borracho, pero que cada tanto, en la sobremesa de los asados, se ponía a tocar una armónica y medio que terminaba lagrimeando. Un tipo muy duro que de repente se sensibilizaba”. El otro momento, del mismo tenor, tiene que ver con su padre. “Él laburaba todo el dia. Y siempre estaba quemado, cansado. Se sentaba en la mesa y no hablaba. Re depre. Parco. Toda esa secuencia. Pero por ahí llegaba el sábado por la tarde y nos llamaba para poner un disco en el living y le cambiaba la cara. Nos poníamos a cantar y bailar y le fascinaba. Eso y lo de mi abuelo me dieron la pauta de que había algo con la música que podía devolverte la ternura y la pasión. Un lugar de conexión y sensibilidad”.

Recién llegado a Buenos Aires, entonces, y tras algunos rodeos, empezó a interactuar con otros músicos y a participar como bajista de Globo, una banda pop que comandaba su amigo Juan Ingaramo (hoy otro solista destacado), pero que pese a sus buenas referencias y potencialidades nunca terminó de despegar. Al poco tiempo, Franco se encontró solo, sin banda, separándose también de su primer amor importante y a demasiado kilómetros de los suyos como para buscar refugio rápido. “Había una situación de presión muy fuerte y de repente... empezaron a venirme las canciones; empezaron a brotarme como de un pozo de petróleo. Yo, que no componía, empecé a escribir tres o cuatro temas por día. Una detrás de la otra. Sin parar. La música vino a curarme y yo me prendí en esa full”. El resultado fue el inspirado y logrado Barbuda: su primer disco, salido en 2013, en el que a partir de un alter-ego llamado Francisca parecía descubrir “todo un mundo” desde una piecita de grabación en Salsipuedes, Córdoba, donde se había recluido para concretar un disco con espíritu lowf-fi. “Recuerdo que había flasheado con el Live, un programita para hacer secuencias, y que tenía un sintetizador re berreta. Con eso me puse a armar unas basesitas mientras iba sumando algunas acordes con la viola. Las letras bajaron muy directas, muy crudas. Una etapa de mucha pureza al punto de que hoy siento que esas canciones no fueron tan mías sino que ya estaban ahí y yo las agarré”, dice sobre temas iniciáticos como “Virgen”, “De su sal”, “Hombre” o “El día de la lenteja”; todos precozmente definitorios de ese estilo relajado y dulzón –tal vez una mezcla entre el Lennon más hogareño y la sensibilidad indie pop de los principios de los dos mil– que mantiene al día de hoy. “Con la experiencia de Globo y siendo en su momento sesionista de Gonzalo Aloras había aprendido un poco cómo se manejaban las cosas en el ambiente musical. Pero con Barbuda me di cuenta de que tenía la materia prima: la música. Y que la iba a defender”. 

Editado por Discos del Bosque (sello independiente de Villa María, Córdoba, que también reúne a sus colegas y amigos Ingaramo, Hipnótica, Rayos Láser y la etérea Candelaria Zamar), Barbuda ganó adeptos en seguida: primero en su círculo de conocidos, luego en el circuito indie de Córdoba y finalmente en el ambiente musical en general, que enseguida reconoció una voz propia con futuro. La rueda empezó a girar y a los dos años –aunque ya a través de Geiser, subsello de PopArt– Francisca entregó Ra, un segundo disco que contenía algunas canciones entradoras como “Aloha”. Pero que sufría también de cierta sobrecarga de expectativas. “Hoy lo escucho y siento que es un disco que mastiqué por demás. Algo que también noto en otros segundos discos: cuando el artista se ceba como resultado de un primer feedback positivo y se empodera, sube la apuesta y se pasa de rosca: termina poniendo demasiado ego como ingrediente. Y eso me pasó a mí”, reconoce, quien ya para entonces había hecho propio un look entre religioso y asexuado –de pelo largo, barba corta y túnicas blancas; con sombrero de cowboy y abanico en mano– que supuso demasiado para algunos. “Había mucha gente que le había gustado Barbuda. Pero también haters que decían: ‘Ah, éste es re puto. Mirá cómo canta, es re para minitas’. Y ahora no me importa, pero en ese momento un poco me jodió. Y por eso salí con canciones bien rock como ‘Chatarra’ o ‘Gorila’, que respondían a músicas que me acompañaron en su momento como el hardrock, el punk y cierta oscuridad, pero que hoy entiendo como temas reactivos. No como parte de una expresión musical sincera”. 

Un paso en falso no demasiado grave (aún había buenas canciones y la rueda siguió girando), pero que ponía un signo de pregunta para el después. La solución, una vez más, fue concentrarse en la música. Primero con el citado dueto con Julieta Venegas, que le abrió las puertas a un tipo de balada freak, casi David-Lyncheana, que estaba insinuada en sus discos pero que no había explorado a fondo hasta ese momento. “Con Julieta ya nos veníamos hablando hacía un tiempo porque ella siempre está atenta a las nuevas bandas y un par de veces me había tirado buena onda por Twitter e incluyéndome en sus listas de Spotify. Entonces, cuando me puse a trabajar en la versión de ‘Para siempre’ de los Ratones y encontré un detalle increíble en la letra, un diálogo implícito entre lo que van cantando Juanse y Calamaro que podía reinterpretarse como de una pareja, se me ocurrió invitarla a participar. Por suerte aceptó y me mandó un audio maravilloso”. Lo siguiente fue estrechar lazos con Juan Ingaramo para la co-producción del nuevo disco, y convocar a Gonzalo Aloras, reconocido guitarrista rosarino, para integrarlo a Los Exploradores, su banda de acompañamiento (que también sumó a Julio Franchi, otro rosarino experimentado y compositor). “Toda es gente que súper admiro: soldados de la canción”, señala con entusiasmo Franco, quien en seguida vio que sus recitales ganaban en intensidad y matiz celebratorio. Y que en estudio (bajo la guía de Ingaramo y Aloras más el padrinazgo de Adrián Dárgelos) concretó Franco, su tercer disco, el que terminó de posicionarlo como solista promisorio y perfeccionó su estilo entre relajado y embriagador. Un paso hipnótico por baladas cargadas que arrojan luz. 

“Escuchando Franco me doy cuenta de que a diferencia de Ra me importó mucho menos mostrar mis debilidades o tratar de evidenciar no sé qué cosa. Fue más bien: sí, hago baladas, soy esto. Me la banco”, sostiene quien hoy, con 30 años recién cumplidos, vive la espera de grabar y lanzar el año que viene Hermafrodita, su siguiente disco (¿el que confirme lo hecho hasta ahora? ¿el que redoble la apuesta? “Aloras me dice que el desafío será conciliar lo que creció la banda en todo este tiempo con lo que me desarrollé por mi lado en la parte electrónica”, postula) con inusual tranquilidad. “Noto que coincide con cierta maduración linda en la que me amigué con la adultez en vez de renegar y querer ser ser un niño eternamente”.

¿Tenías esa pretensión?

–Si. A lo largo de la adolescencia miré la niñez como esa etapa inocente y fresca que no podía recuperarse. Y un poco esa sensación amarga me quedó después. Pero últimamente encontré que en la adultez uno es quien toma las decisiones. Y que eso permite hacerse cargo y forjar un destino. Y en esa estoy. u