El 9 de agosto de 1960, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges concibe “una escena imposible”. Visita en su despacho de la Biblioteca a Leopoldo Lugones. Este -que ha muerto por mano propia en 1938-, lo recibe sin esclarecerse si lo esperaba o no, y Borges le ofrenda un libro, el libro que vamos a leer, el que viene a continuación de la página titulada “A Leopoldo Lugones”, El hacedor.
“Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado mágicamente. A izquierda y a derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la Hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio: Ibant obscuri sola sub nocte per umbras.
Entro; cambiamos unas cuantas convencionales y cordiales palabras y le doy este libro. Si no me engaño, usted no me malquería, Lugones, y le hubiera gustado que le gustara algún trabajo mío”.
A los 60 años, a punto de entrar en la década del 60, parteaguas tan consagratorio como dramático para su vida y su obra, Borges ya sabe, comprende perfectamente que esos años, esa década, lo pondrán en órbita, lo llevarán definitivamente al futuro de la posteridad y lo dejarán a la vez enterrado como una reliquia del pasado, entonces tiene la ocurrencia de celebrar ese nuevo pacto con lo nuevo visitando a Lugones, más enterrado imposible y no solo por el tiempo transcurrido sino por las insalvables distancias políticas y estéticas con la época que sobreviene. Como si fuera poco, en el primer texto del libro, que lleva el nombre del libro, en “El hacedor”, Borges se compara en cierta forma con Homero (los bardos ciegos) y más adelante, en el extenso poema “La luna”, le moja la oreja al mismo a quien imaginaba ofrendar el libro, cuando afirma:
“Cuando en Ginebra o Zurich, la fortuna
Quiso que yo también fuera poeta,
Me impuse, como todos, la secreta,
Obligación de definir la luna
Con una suerte de estudiosa pena,
Agotaba modestas variaciones,
Bajo el mismo temor de que Lugones
Ya hubiera usado el ámbar o la arena”.
La situación se completa en la dedicatoria indicando que esta “escena imposible” ha sido armada por “mi vanidad y mi nostalgia”, y aunque la escena transcurre en el interior de una biblioteca, un salón, uno no puede más que mejorarla situándola en un patio, al atardecer, o en una callecita suburbana y bajo una menuda lluvia, porque como se afirma en otro poema de El hacedor, “la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”.
Ahora bien: si no hay dudas de que la sustancia de todo este amasijo de niebla y cenizas es el sueño, lo imaginario, el patio interno que todos llevamos dentro ¿cuál es exactamente el punto de ígneo dramatismo de esta escena imposible?
Me atrevo a señalar que el núcleo de la escena imposible creada por Borges en los albores de la década del 60 (cuando todo empieza y el resto concluye) es la afirmación: “usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso”. Borges conjetura que acaso esta aprobación se debe a que Lugones ha reconocido su propia voz en algún verso del libro hojeado (¿de pie?) en el despacho, o a que “acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría”. Como sea, Borges siente esa levísima aprobación, pudorosa, nada enfática, al fin y al cabo, la escena se construye bajo su propia ética minimalista del coraje y la hombría, ni siquiera hay un contacto físico, entiendo que ni siquiera se han rozado dedos o manos en todo este acto de ofrenda de la escena imposible. Pero hay aprobación, cruce, diálogo. Inclusión, a su modo: aceptación.
Tiempo después, en el mes de septiembre de 1962, en la revista Hoy en la cultura, Oscar Masotta publicó sus “Seis intentos frustrados de escribir sobre Arlt" (precuela de su famoso Sexo y traición en Roberto Arlt). Lo hemos comentado en otra oportunidad: Masotta especulaba que “la derecha intelectual”, por caso Borges, Victoria Ocampo, Silvina Bullrich, “jamás han sujetado un libro de Arlt entre los dedos”. La hemos denominado “una escena imposible”, en el sentido de que Masotta reflexiona acerca de un hecho que para él no podía siquiera tener un correlato mínimo en la realidad. Ningunear a Arlt, él lo visualizaba como ni siquiera rozar un libro suyo con los dedos. Ya sabemos que esto es cuestionable en el caso de Borges, ya que comentarios dispersos dan a entender que lo ha leído, en particular El juguete rabioso, libro de peso durante la juventud de todos ellos, y que ha aprobado el tópico de la traición. Por supuesto, no es un libro de Arlt, ni Arlt, quien aparece en los deseos imaginarios del Borges de 1960. Ni siquiera Ricardo Güiraldes, algo quizás más atendible.
Esta otra escena imposible, primera en el orden de lo dicho por escrito, de Lugones aprobando levemente a Borges o la de Borges buscando su leve aprobación, si no es una filiación (casi todo lo contrario) por lo menos plantea una mínima instancia de diálogo, de inclusión, deseo de incluir al otro en el chisporroteo de los días y las escrituras.
No pretendo sobre leer ni sobre interpretar ese gesto imaginario, ni confinarlo a una rencilla mental del Borges de los 60 con el Borges de los años 30. Pero sí subrayar un gesto de conciliación –reconciliación- antes de que los vientos huracanados de la historia dispersaran a los escritores, los lectores y los libros y los llevaran por mucho tiempo, quizás para siempre, a posiciones irreconciliables.