La ruta a la isla griega de Skopelos comienza en Scíathos, un sitio cuya belleza invita a replantearse el destino final. De día, la zona portuaria es una postal publicitaria. Una pequeña colina en forma de cascada con varias decenas de casas blancas, con sus tejados rojos, frente a un mar azul en el que se reflejan, al igual que el cielo.

Para saciar parcialmente el deseo de conocer esta isla, a donde se llega por vía aérea desde Atenas, podría tomarse un aperitivo en el Mercado del Pescado, ubicado a unos cien metros del puerto viejo. 

Scíathos, una postal donde las casas blancas se acumulan en cascada frente al mar.

Después, deberá apurarse para tomar el único ferry de la tarde hacia Skopelos. En poco más de una hora llegará al puerto del destino final. Aquí se encuentra el corazón urbano de la isla, compuesto por una colina pequeña de donde emergen más casas blancas con tejados rojos, y la vista infinita del mar Egeo. La primera línea de la urbe está compuesta de tabernas, algunos bares y restaurantes con pretensiones no resueltas de grandes capitales, y comercios típicos.

La zona del puerto es bella y cuenta con varios hoteles y tres playas públicas, pero si uno llegó a Skopelos para dejarse seducir por la naturaleza, como le sucedió al director de Mamma Mia! –que eligió la isla como escenario del taquillero musical– entonces debe dirigirse a la parte occidental.

Iglesias y monasterios, en miniatura o a tamaño natural, dominan los rincones del lugar.

De este lado, que mira al continente europeo, se cuentan por lo menos seis playas de ensueño, pero la zona urbana se reduce a dos pequeños pueblos: Panormos y Glosa. El resto es pura flora: cientos de miles de pinos, coscojas, plátanos orientales y olivos salvajes, entre otros cuantos árboles y arbustos. 

PARAÍSOS ISLEÑOS

Panormos sorprende cuando la ruta desciende abruptamente de las colinas a la orilla del mar. Su extensión es similar a la playa, que está formada por unos trescientos metros de arena blanca y algunas piedras, bañada por un mar turquesa. 

El único camino asfaltado es la misma ruta que atraviesa el pueblo. Sobre él se cuentan algunas pocas tabernas que transforman su rostro cada temporada para conquistar a los turistas que descubren la isla. También existen algunos hostales de una o dos estrellas, pero desde hace años el ícono de la hostelería en Panormos es el Adrina Beach hotel.

Enclavado entre miles de árboles, y en el lateral de una península con la forma de una nariz, sus instalaciones son pequeñas casas de dos plantas, que se reparten una habitación abajo y otra arriba. No cuenta con salones para banquetes, ni servicios de spa o deportes, porque sus virtudes son su playa, de piedra y angosta pero frente a un mar calmo de agua verde oscuro; y la vista que se obtiene desde sus galerías de desayunos, almuerzos y cenas, cuyo atractivo principal es la pequeña isla de Dasia, un paraíso de los amantes del buceo. 

Otra particularidad del Adrina es que todas las mañanas, Dmitri, su encargado, anuncia los resultados de la pesca nocturna, e invita a los huéspedes a elegir de una pecera y una bandeja con hielo una diversidad de mariscos y pescados frescos, que serán cocinados al mediodía o por la noche. Acompañados por aceitunas y tomates de la zona, más alguno de los diversos vinos griegos de la carta, se completa un menú que no precisa más.

El resto de las playas de la costa occidental se encuentra a lo largo de la ruta que lleva a Glosa. Una de las más hermosas es Milia, a solo cuatro cuatrocientos metros de Panormos. Aquí el mar se torna Caribe, y en vez de piedras hay arena blanca. El agua es de un turquesa que encandila. Yates y pequeñas embarcaciones echan su ancla frente a esta playa que se extiende por medio kilómetro. Su balneario ofrece servicios de reposeras y sombrillas, además de algunos aperitivos. 

El sol del Mediterráneo acentúa la intensidad de los colores en la isla.

Otra que sorprende es Kastani, cuya costa tiene el encanto de estar cercada por todas las caras, excepto la que da al mar, por los árboles de la montaña. El agua es levemente más oscura pero igual de limpia y atractiva. Los yates y los turistas son infrecuentes, debido a que aún se mantiene oculta para el gran público.

Hovolo es de aspecto agreste y exótico. La playa tiene el ancho de una vereda, y está compuesta de piedras y arena. Hacia el frente se encuentra el mar abierto, pero en la espalda se levanta imponente la montaña, primero de piedra caliza y luego repleta de árboles. Aquí conviene llevar uno la sombrilla y reposeras, porque no existe un balneario ni se alquilan servicios.

Por último, antes de llegar a Glosa, se puede realizar una parada en Armenopetra, una de las playas más hermosas pero de más difícil acceso. En su caso, la costa se extiende libremente y el mar impresiona por su color azul. La primera sensación que surge al descender en el sitio es la de haber descubierto una playa virgen.

IGLESIAS Y MONASTERIOS A esta altura del camino, separado solo un par de kilómetros de Glosa, uno se preguntará cuántas iglesias en miniatura contó a la vera de la ruta. En principio las réplicas, de metal o material, parecen un tributo a algún accidentado. Pero después, uno entiende que son símbolos representativos del profundo sentido religioso de la isla. 

La conclusión se obtiene cuando se conoce el número de monasterios construidos en la isla: alrededor de cuarenta. Uno de los más visitados es el Santo Riginos, que lleva el nombre del patrono local. Se trata de una iglesia ortodoxa construida en 1960, aunque según la leyenda el templo original se levantó en 1728 sobre ruinas de un antiguo monasterio bizantino.

Uno más cholulo es el Monasterio de Agios Loannis, ubicado en la costa oriental de la isla, sobre la cima de un gran peñasco. Su pequeña capilla, construida durante el siglo dieciocho, fue locación de la escena más conocida de Mamma Mia!, donde Meryl Streep le cantó The Winner Takes It all a Pierce Brosnan.

De vuelta a Glosa, se ingresa a la parte más urbana del recorrido. La villa, cuyo número de habitantes supera por poco los mil, se recorre a pie en uno pocos minutos, o en motocicleta, como lo hacen algunos de los lugareños. En cualquier caso, las calles son angostas, irregulares y de piedra, pero con un toque más primitivo que el empedrado uniforme de las calles antiguas de ciudad.  

Las viviendas son blancas con las carpinterías azules, al estilo de Santorini, la isla griega más famosa. Los comercios se reducen a unos pocos bares, sitios de artesanías y souvenirs, y algunos comercios que ofrecen la producción de la isla, de comestibles a cosméticos, sobre todo a base de aceite de oliva.

En cuanto a los restaurantes hay menos de diez, pero uno se destaca sobre el resto según la opinión de los visitantes: Agnanti. Se trata de un pequeño restaurante con vistas del mar y parte del puerto de Glosa, cuyo dueño, Nikos Stamatakis, siguió el legado culinario familiar, pero le aplicó su experiencia gastronómica en Reino Unido y Alemania. Por ejemplo, aggiornando las recetas, y sumándose a la ola de la producción orgánico-ecológica. Así, los alcauciles que acompañan su plato estrella de cordero asado crecen en un jardín contiguo al restaurante, sin uso de productos químicos.

La carta de vinos griegos es muy interesante, y Stamatakis siempre está listo para hacer recomendaciones. Aceptar no es nada complicado, solamente debe considerarse que si no cuenta con hospedaje en Glosa, debe regresar a Panormos por una ruta sinuosa de montaña. Eso sí, custodiado por el mar Egeo y las incontables símbolos religiosos que adornan el caminoz