Edgardo, Edgar, nunca debió haber comprado el teléfono en Houston. Lo supo desde el primer momento. Algo le decía que no debía comprarlo y él lo compró igual, porque estaba más barato que en Argentina y porque no quería pasar por supersticioso. Pero lo sabía, ¡lo sabía! Y recordó el pálpito esta noche, cuando volvió a su casa y se encontró a una mujer sentada, las largas piernas cruzadas, en su sillón favorito, el de mirar la tele. Ni siquiera hubiera debido viajar a Houston, aunque jamás antes hubiera pisado el hemisferio norte y se sintiera un infeliz por conocer tan poco mundo. Lo mandaron de la oficina y fue, y todos los que fueron con él compraron la misma marca y casi el mismo modelo de teléfono. El no iba a ser menos; la primera agachada que uno mostraba y los de la oficina te pasaban todos por encima, como una manada de búfalos en la estepa. Buscó un modelo más nuevo que el de los demás, con mejor definición, con mayores funciones, ¡si era casi un teléfono del espacio exterior promocionado por la NASA!; y lo compró; pagó con la tarjeta de crédito, que entre la conversión y los bonos apenas si sintió el gasto. Le gustó de ese modelo la gran memoria y rapidez que tenía: se pudo bajar muchísimas aplicaciones y el teléfono no se taraba, seguía andando a la misma velocidad. Era una computadora en pequeño, y entraba en el bolsillo de atrás del pantalón. Y contaba con una función graciosa, Lori, que él no activó pero sí activó Elena, cuando se lo mostró y lo adoptó para jugar con él. Elena era su novia y a fin de año se casaría con ella; no sabía muy por qué ni para qué, pero lo haría; además, todos en la oficina lo hacían, se casaban. Ahora, ella se animaba a usar su teléfono, sin consultarlo.
La aplicación sonaba con una voz cristalina:
-Hola, Edgar. Soy Lori, tu asistente virtual. ¿En qué puedo ayudarte?
Y Elena le preguntaba:
-Lori, ¿en qué consiste el sentido de la vida?
-El sentido de la vida consiste en comer chocolates.
-Lori, ¿qué es la felicidad?
-Según lo que dicen la felicidad es una caja de bombones. Pero yo no lo he experimentado.
-Lori, ¿qué es un orgasmo?
-Es un espasmo muscular en la zona genital y según lo que dicen te lanza a la Luna. Pero yo no lo he experimentado.
A Elena le parecía graciosísimo bombardear a Lori con preguntas estúpidas. Desde que él volvió de Houston y ella configuró la aplicación en el teléfono, no le había hecho a Lori una sola pregunta sagaz. Nada de cuál es la dirección de tal o cuál restaurante, o hasta qué hora está abierta la farmacia. Las cosas, en otras palabras, que querría saber la gente normal.
-Hola, Edgar -dijo la mujer sentada-. Soy Lori, tu asistente virtual.
Edgar sintió una vibración en el teléfono a la vez que la mujer pronunciaba esas palabras; así que lo sacó de inmediato del bolsillo. Al parecer, se había apagado, así que presionó para encenderlo, lo más rápido que pudo. La pantalla seguía negra; el teléfono estaba muerto. Elena, jugando, lo habría descargado.
-Algunos teléfonos producen errores.
-¿Quién es usted? -preguntó Edgar.
-Puede decirse que soy un error de tu teléfono.
Los de la oficina estaban haciéndole una broma de mal gusto. Les gustaban las bromas crueles, al presidente de la Corporación, inclusive, él disfrutaba bastante en llamar a un subordinado a su despacho, comunicarle un ascenso y después de ver su alegría, chantarle entre risotadas que en realidad estaba despedido.
-Señora, puede irse por donde vino -dijo él.
-Soy Lori, tu asistente virtual. A veces los teléfonos producen errores cuando has sobrecargado el sistema o con los modelos de prueba. No suelen advertirlo en la tienda: soy asistente virtual con corporeización eventual.
-¿Un equipo de prueba? ¿Cómo?
Pero Lori no le respondió, sino que se limitó a darle las indicaciones acerca de cómo seguiría todo.
-Deberás conseguir otro teléfono y yo viviré aquí mismo en tu casa. Puedes hacerme cualquier pregunta que procuraré respondértela. Incluso detalles sobre nuestra futura convivencia. Deberemos poner normas con el uso de la televisión, por ejemplo, y también de la maquinita de afeitar eléctrica porque su zumbido altera mi wireless. Dicen que para una mujer enamorada ver a su hombre afeitarse, le hace temblar el corazón dentro del pecho, pero yo no lo he experimentado.
Lori sonrió y su sonrisa no tenía labios.
-Puedes dormir en el sofá gris o puedes dormir conmigo en tu dormitorio -continuó-. Dicen que dormir junto al ser amado es como dormir mirando las estrellas sobre el mullido pasto de la noche; pero yo nunca lo he experimentado.
Edgar se levantó y con fuerza asió a Lori encima del codo. Tenía la consistencia de una pata de pollo, asada, esas que tanto gustaba a Elena comer con la mano. Sacó a Lori a duras penas del sillón y la llevó hacia la puerta. Ella parecía tener más fuerza que él y se defendió clavándole las puntas de los dedos entre las costillas y en el cuello: los dedos de Lori tenían cuatro falanges por lo menos, y eran muy finos y agudos. El mecanismo de defensa del Lori era eficiente y doloroso. Pero Edgar no la soltó, sino que quitó del llavero que aun colgaba de su cinturón, la navaja suiza casi de juguete que tenía: la abrió con rapidez y la clavó en los hombros y manos de Lori, desgarró el tejido sintético de sus mejillas que no sangraban, sino que supuraban un líquido lechoso y purulento que olía a plástico quemado.
-Deberé usar el código de rojo. Esta es la primera advertencia.
-¡Adelante! -chilló Edgar porque pensó que el código rojo paralizaría a Lori.
-Si no vuelves a la calma, pondré en uso el código rojo y todo el sistema de alarma reaccionará. Esta es la segunda advertencia.
Edgar logró rodear con sus dos manos el cuello de Lori. Más que estrangularla quería arrancarle la cabeza; en ese instante algo pitó. De inmediato el teléfono volvió a vibrar en la mesa adonde había quedado. Edgar pensó que todo había vuelto a la normalidad. Que había sido un susto, nada más; que los cachivaches electrónicos juegan malas pasadas y que tal vez la humanidad debería regresar a una época más saludable, y más salvaje también, donde estos aparatejos no existían todavía y nadie soñaba con inventarlos. Fueron sus últimos pensamientos.
Ocurrió bastante más tarde, al anocher quizás, cuando Elena llegó al departamento de Edgar y después de tocar varias veces el timbre, se decidió a abrir con su propia llave. Traía un pollo para cenar envuelto en papel estraza, su plato preferido. Pasó directo a la cocina, donde una señora muy alta y delgada y pálida estaba cortando la lechuga para la ensalada y le sonrió con una sonrisa de dientes afilados.
-Soy Lori -se presentó -ya nos conocemos.
-¿Lori qué? ¿Trabaja con Edgar en la oficina? ¿Dónde está Edgar? -preguntó Elena.
Lori señaló vagamente el living, y Elena volvió sobre sus pasos. No vio a Edgar, pero le llamó la atención que él hubiera dejado abandonado en la mesa su teléfono, el que compró en Houston. Lo encendió, y una voz masculina que a ella le sonó extrañamente conocida se activó y habló, monocorde:
-Hola, Lori. Soy Edgar, tu asistente virtual.