“Yo tuve un hermano. No nos vinos nunca pero no importaba. Yo tuve un hermano que iba por los montes mientras yo dormía. Lo quise a mi modo, le tomé su voz libre como el agua, caminé de a ratos cerca de su sombra. No nos vimos nunca pero no importaba, mi hermano despierto mientras yo dormía, mi hermano mostrándome detrás de la noche su estrella elegida". Escribió Julio Cortázar cuando se enteró de la muerte del Che Guevara en octubre de 1967 en La Higuera, Bolivia.
Nombrado por Fidel Castro con el cargo de Comandante durante la revolución que marcó un hito en la historia americana. Un hombre que desde su juventud soñó con un mundo justo y que se tomó su tiempo para conocer las realidades de un continente con su entrañable amigo Alberto Granado. En su casa de Alta Gracia, provincia de Córdoba, donde pasó junto a sus padres parte de su niñez para aliviar su asma, aún se encuentran intactos los espacios que habitó, el entorno natural que lo contuvo hasta 1942. La pequeña casa guarda los tesoros que pertenecieron al hombre que se convirtió en un símbolo de lucha por los pueblos oprimidos. En una de las habitaciones con piso de madera, se exhibe La Poderosa II, impecable, una motocicleta Norton 500 M18 modelo 1939 con la que el Che y su amigo Granado iniciaron un largo viaje.
Fue en diciembre de 1951 cuando a Granado se le vino a la cabeza la idea de recorrer América. Él ya era médico graduado en la universidad de Córdoba, con treinta años cumplidos y con unas ganas tremendas de encontrar nuevos horizontes. Esa tarde su hermano Tomás le dio la solución para su ansiedad de una forma onomatopéyica, se podría decir. “Es fácil, lo ponés a Ernesto en la grupa y hace esto”, e imitó el ruido de la moto andando a gran velocidad. Ernesto, de visita en Córdoba, no lo pensó mucho porque también estaba buscando una aventura y la idea lo hizo danzar como un guerrero dando alaridos. Tras los festejos buscaron mapas, marcaron rutas, consiguieron repuestos para La Poderosa y una tarde de octubre estuvieron listos para salir de viaje. Los chicos del barrio se acercaban a ver esa especie de animal prehistórico que era la motocicleta cargada, llevaban desde parrilla hasta catres de campaña. El plan era ir primero a Buenos aires para que Guevara se despidiera de sus padres, luego Bahía Blanca, la Pampa, los lagos del sur, Chile y de ahí al norte.
Las aventuras y desventuras fueron varias, la moto después de los mil kilómetros comenzó a sufrir el estado de los caminos y para cuando llegaron a Piedra del Águila, Neuquén, el manubrio estaba atado al cuadro con un alambre. En un taller mecánico pudieron soldarla y gracias a la hospitalidad del lugar, pudieron hacer noche en el foso de engrase. En esa ruta se detuvieron en Fortín Nogueras, pensando que era la entrada a una casa abandonada hasta que vieron los restos de lo que quedaba de la avanzada de los ejércitos en tierras indígenas.
El 11 de febrero, en cercanías de Bariloche, se les volvió a romper la moto y fueron auxiliados por un niño de 10 años de a caballo, que los acompañó a la estancia donde trabajaba como petisero. La encargada los recibió y autorizó a que los peones ayudaran a reemplazar los eslabones rotos de la moto por los de un tractor. Los dos quedaron admirados de la generosidad de la gente humilde. La encargada no se despegaba un segundo de su perro, un fox terrier que cada vez que alguno de los dos lo miraba le gruñía que daba miedo. Durante la comilona, los peones le comentaron de la presencia de un puma que los tenía a mal traer comiéndose las ovejas, entre otras historias del lugar.
Con la panza llena, se fueron a dormir al galpón. En mitad de la noche los despertó un ruido extraño. Unos ojos feroces los miraban entre los fardos. Guevara rápido y oportuno, sacó el revólver del portafolio que tenía como almohada y le disparó al supuesto puma. A la mañana siguiente, la dueña lloraba la muerte de su perro mientras los insultaba de pies a cabeza. Para colmo, con el apuro, la moto no arrancó y tuvieron que empujarla y lanzarse cuesta abajo hasta que La Poderosa reaccionó y los llevó por la ruta de curvas y contra curvas, cada vez más en la Cordillera de los Andes.
Cuando cruzaron a Chile, en sus diarios de viaje tomaron nota de las injusticias hacia la clase trabajadora, los campesinos mal pagos, las condiciones de trabajo. Comprobaron la necesidad de un cambio radical, político y social que terminara con la explotación del hombre por el hombre “Y del país por los tursitas internacionales”, agrega Granado en su libro. La bondad de los araucanos, explotados también y sin territorio donde establecerse, pero aun así eran serviciales. La belleza del paisaje también explotada por la compañía que era dueña del hotel, los ómnibus, los yates y para colmo la única fuente de trabajo para los paisanos. “Nadie pasa por aquí sin dejarle unos pesos en los bolsillos de la compañía”. Ellos, para evitar eso, prefirieron dormir en un galpón cerca del muelle, donde el cuidador los dejó dormir sin problemas, y sin sacarles un peso.
En Valparaíso convencieron al capitán de un barco de carga que iba a Antofagasta, que los dejara embarcar como polizones con la condición de que, si la prefectura marítima los pillaban, trabajarían para él en el viaje. Obviamente tuvieron que trabajar igual, limpiando baños, lavando platos, pelando cebollas. Por la noche, a pesar de los mareos pudieron ver el espectáculo de los peces voladores a la luz de la luna. Al llegar, el desierto chileno de Antofagasta los recibió agotados. Se encontraron con rostros distintos, pero eran indígenas que al igual que los del sur padecían la discriminación. En Chuquicamata una pareja de humildes trabajadores harapientos les contaron sobre la vida de los mineros, los compañeros asesinados en Huachipato o fondeados en el océano, acusados de comunistas.
Guevara y Granado se sintieron frustrados por todos los testimonios que iban recogiendo en el camino. En Andahuaylas a Guevara le dio otro ataque de asma y tuvieron que pedir ayuda en el hospital regional. Granado era quien lo asistía y cuando se sintió mejor pudo comer bien. Fue inevitable no percatarse de un grupo de niños que los veían comer y no les quitaban la vista del plato, así que compartieron y cuando siguieron viaje, no podían dejar de reflexionar acerca de los maltratos que sufrían los indígenas, el desprecio que padecían. “Los convierte en sumisos y desconfiados, como si les enseñaran que únicamente servirán para hacer mandados”.
Compraron boletos para ir rumbo a Llave a bordo de un camión. En el camino les llamó la atención el montón de piedras formando una pirámide al costado del camino, ellos eran los únicos blancos entre las caras cobrizas de los aymaras. Alguien les contó que eran apachetas, sobre el escupir para que mediante la saliva se vaya todo lo malo. Les explicó como todo caminante deja al pasar una piedra y con ella todo su cansancio, sus dolores, sus penas. Al lado de la apacheta había una cruz y ante la pregunta de por qué estaba allí, un aymara explicó que los curas las ponen ahí para confundir al indio. Al final lo hace pasar al indio por católico y puede decir en su parroquia que hay miles de creyentes, aunque ellos sigan creyendo en la pachamama.
En el otoño llegaron a Andahuaylas, Perú. Pidieron alojarse por un día en la comisaría donde se cocinaron unas papas, tomaron mate y conversaron con los presos. La mayoría eran indígenas desertores del servicio militar. Estaban tras las rejas por no querer perder tres años sin trabajar sus tierras, descuidándolas. Decían que se llenaban de malas hierbas por falta de brazos. El abuso de autoridad no se hizo esperar. Una fila de mujeres, esposas de los presos, con sus bebés en brazos, cargados en la espalda envueltos en aguayos, debían dejar que las cachearan aunque no era exactamente lo que hacían los policías, que les manoseaban los senos, acariciaban sus muslos, se regodeaban tocándoles el sexo. Ni siquiera una niña de diez años se salvó de la lujuria uniformada.
Dejaron ese lugar con bronca e impotencia, porque cuando amagaron con pasar la queja a un superior, todo el personal policial festejaba ese acto de impunidad.
El 15 de abril llegaron a Huancarama. Bajo la lluvia los indígenas festejaban el carnaval, tocando quenas, bailando carnavalitos y yaravíes. Guevara había tenido otro ataque de asma y debieron pedir lugar en una comisaría para poder atenderlo. Obviamente hasta la policía estaba de jarana. Una mujer se le acercó a Granado porque se había corrido la voz que dos médicos habían llegado y tenía un hijo enfermo. Lo obligó a ir a verlo a su casa y al rato, una fila de mujeres con hijos esperaba su atención. Luego escribió, “los médicos incapaces de tener sentimientos de humanidad, qué van a ser médicos, en todo caso como este tipo Montes, hijos de millonarios, explotadores de indios, que usan el título como adorno, para acrecentar su fortuna y nunca como vehículo para aliviar a la humanidad de sus dolores”.
De camión en camión conocieron de cerca el rostro indígena de las alturas, aunque pensaron que poder viajar entre los aymaras les permitiría tener su visión político social del territorio, no fue así. La América indígena es silenciosa, en aquel viaje la mayoría prefería callar, labios que se cerraban imperiosamente sin decir una palabra por varias horas.
En Lima vieron una riqueza económica desconectada del resto del país. “Hay un millón de campesinos encadenados a la tierra de dos mil latifundios, estaba en la base de la riqueza y el despilfarro de una minoría cómicamente aristocrática, aliada con banqueros, importadores y extranjeros inversionistas”.
Pasaron los meses y el 14 de junio de 1952 Ernesto Guevara cumplió 24 años, también fue sábado. Visitaron el hospital más grande de leprosos, en la ciudad de San Pablo, en la Amazonia peruana. Eran seiscientos pacientes que vivían en una aldea, aislados. Se instalaron entre los enfermos durante quince días y mientras el doctor Granado se pasaba horas mirando por el microscopio, Guevara les leía poesías, jugaba al ajedrez o salía a pesar con los médicos. Su juventud lo llevó a desafiar su propia enfermedad, porque siendo asmático al punto que le silbaba el pecho, una tarde se arrojó al ancho Amazonas y lo cruzó a nado en dos horas. Los enfermos y el personal construyeron para ellos una balsa que bautizaron Mambo-Tango y ese fue uno de los cumpleaños más lindos del Che.
Pacho O´Donell cita a Eduardo Galeano diciendo “¿por qué será que el Che tiene esta peligrosa costumbre de seguir naciendo? Cuanto más lo insultan, lo manipulan, lo traicionan, más nace. Él es el más nacedor de todos". Con estas palabras, uno no puede hacer otra cosa que levantar la vista al wenu mapu, la tierra de arriba y decir: Xipantu mai kumelén Guevara! ¡Feliz cumpleaños, hermano!