La vemos bailando detrás de un vidrio cuando todavía la obra no comenzó. La casa hace posible que algunas situaciones ocurran antes porque la dimensión teatral se pierde en la cercanía que tiene el espacio con la ficción de la escena.

La fiesta que remite a la noche de San Juan está en el cuerpo de Julia, en la manera en que el drama se vuelve contemporáneo y la luz del celular es parte del código, de la faena de reescribir un clásico desde la dirección. Porque lo que vamos a ver es una versión de la obra Señorita Julia (1874) de August Strindberg que ha perdido su título original para convertirse en la frase que señala una disposición del ánimo. Se irrita Julia es el nombre que Moro Anghileri decidió darle a esta propuesta donde Julia se zarandea con un vestido brillante ante la mirada de Juan que permanece sometido y atado a su atuendo de mayordomo.

Una historia del siglo XIX que daba cuenta de la incursión del feminismo y de los conflictos y tragedias que podían tener lugar en una sociedad que todavía no soportaba los cambios en las conductas de las mujeres, puede reproducirse sin muchos reparos en el siglo XXI. Julia no acepta el matrimonio, no quiere obedecer a ningún hombre y en esa noche de San Juan desea a su mayordomo.

El autor escandinavo tiene una biografía plagada de episodios misóginos. Le hace decir a El Capitán en su obra El padre (1887) que la igualdad de derechos es lo que trajo el malestar en el ámbito familiar. En Señorita Julia presenta la libertad sexual femenina como una conducta que el hombre puede usar a su favor para que la dominación masculina sea más determinante que la diferencia de clases. En esta versión lo que prevalece es cierta desaprensión en el personaje de Juan, una idea de abandono, una distancia para narrar cómo los personajes de Strindberg sienten un deleite especial por destruirse.

La obra contempla las tres unidades aristotélicas: tiempo, espacio y acción. Todo sucede en esa cocina donde Julia y Juan establecen un impasse de la fiesta pero siguen prendados del alcohol y de los estímulos propios de una noche donde todo está permitido. Acertadamente Anghileri entiende que la arbitrariedad de los estados de ánimo de los dos personajes necesita del alcohol pero también de otra clase de sustancias para dar lugar al desvarío. La obra comienza en plena noche y termina cuando está por amanecer, con esa angustia que trae la claridad después de la locura noctámbula. La acción que podría medirse desde el deseo, desde la necesidad de Juan de poseer a la hija del Conde como si tomara un tesoro que parecía inalcanzable, es también un drama psicológico

Julia intenta llevar adelante una vida que no encaja con su tiempo. Vive su sexualidad sin medir las consecuencias pero a su alrededor la forma de ver a la mujer sigue siendo arcaica y machista.

La cópula que ocurría fuera de escena, en el territorio de lo obsceno, aquí tiene dos variantes. Están a punto de coger frente a nosotros pero hay algo violento, insoportable en la manera en que Juan toma el cuerpo de Julia y la escena se interrumpe. El placer tiene para ella algo de monstruoso y será después, cuando ya no podamos verlos que el sexo tendrá otro tenor y otro efecto.

La confesión intenta establecer la ubicación de cada personaje en la contienda. En Strindberg cualquier vínculo entre un hombre y una mujer estaba atravesado por la voluntad de aniquilarse. Sus personajes podían amarse, podían sentirse atraídos pero lo que prevalecía era ese odio donde alguno de los dos tenía que triunfar sobre el otro.

En esta versión el atractivo del personaje de Julia, a cargo de Flor Dyszel es avasallante y deja al personaje de Juan (Javier Drolas) en un lugar mucho más calmo, menos manipulador de lo que se sospecha en la lectura del texto original. Podríamos decir que desde la actuación y la dirección prevalece esa condición de sirviente que él mismo reconoce cuando observa las botas del Conde o escucha el sonido del timbre. Ese momento entre Julia y Juan, esa noche donde se seducen, se emborrachan, drogan y cogen es también la instancia de la construcción de una ficción novelesca. Él le cuenta cómo la observaba de niño mientras ella come pochoclos, embelesada por la manera de narrar más que por la declaración de amor. Ella busca algún instante de sumisión (le pide que le bese el zapato) pero también establece cierto goce en descender, en ser humillada por su mayordomo, en establecer un vínculo donde la masculinidad pueda más que la relación de clases. En esta versión se suprimen algunos pasajes de la obra, justamente ese parlamento donde Juan se imagina trepando, como si Julia fuera un peldaño que le sirve para ascender y ella se define como alguien que cae en un juego que es también parte del estado histérico por el que los dos transitan esa noche.

La seducción pero también la sensibilidad para entender la hondura del personaje de Julia funcionan como los elementos a los que recurre Flor Dyszel para construir un personaje que ofrece todos sus dilemas como si quisiera ir hasta el final de su drama y también como si buscara descubrir plenamente su deseo. Parece que en esa noche se sintetiza y condensa la vida de Julia mientras que Juan, en una actuación mesurada de Javier Drolas, es un espectador, un partener que se involucra transitoriamente pero que, más allá de ciertos delirios de huida, no quiere que las cosas cambien, busca permanecer en su lugar y es justamente ese sentido de realidad que establece en el mismo momento que degüella el canario de Julia, donde muestra su crueldad como una manera de establecer un límite a la aventura que imaginaron esa noche. En ese acto se instala el efecto tanático que abre la posibilidad de la tragedia.

Señorita Julia es un drama burgués donde los personajes no terminan de pasar a la acción, más allá de la contingencia de esa noche. Se irrita Julia se queda con el costado realista, con la violencia de los vínculos, con esa soledad que trae el fin de fiesta, con el temor infinito de volver a mirar el día.

Se irrita Julia se presenta los sábados a las 21 en Milión.