Hace algunos años, el editor de un sello de los Estados Unidos, Valancourt Books, me envió varios libros de nuevos autores de terror y recomendó, conociendo mis gustos, uno en particular: The Black, Maybe del joven autor húngaro Attila Veres. Lo empecé a leer con curiosidad: terminé el primer cuento, “To Bite a Dog” que en la edición de Sexto Piso, se llama “Morder un perro” y quedé impresionada. Cuando llegué al último cuento, era fan de Attila Veres. Por muchas razones. Me dio miedo. Me dio ternura. Me hizo reír. Me dio sana e insana envidia, ganas de escribir y admiración. Es un placer presentarlo a los lectores en español y también que su ficción se edite en un sello generalista, fuera del nicho del terror. No porque no sea terror, sino porque el terror debería estar mezclado con los demás géneros, como si tal cosa.
Veres, además, es atrevido. No es tan común, hoy, que un escritor se atreva a explorar el balance de poder en una relación de pareja con desenfado: Veres no escribe con un policía sobre el hombro diciéndole lo que tiene que pensar y cómo tiene que manejar sus metáforas para que sean aceptables. Al mismo tiempo, no hay nada sobrenatural en el cuento -como lectora de género, a pesar de que lo conozco mucho, aún espero el susto: es un defecto- pero es una historia extraordinariamente perturbadora. “Morder un perro” es un relato urbano, como muchos otros de este libro. Un departamento, un barrio donde los indigentes son atacados por perros, una pareja que es en apariencia feliz -el punto de vista es del hombre- hasta que ella, cuando sale a correr, se deja llevar por el extraño deseo de morder a los perros, incluso de luchar con ellos. Vuelve a casa llena de olor y mordiscos. Y, de a poco, se convierte en alguien con un poder que, si no puede compartir, impide la relación tal como la conocen hasta el momento. Veres presenta una masculinidad insegura frente al poder de una mujer, un poder que es voraz pero atractivo. El hombre no reacciona con violencia. Reacciona con callada desesperación. Es weird, con esa otra realidad que irrumpe y destroza el espejismo cotidiano, pero también es una observación sobre la convivencia y el amor. También lo es “No es mamífero”, un relato inédito, exclusivo para esta edición en español. El protagonista y narrador es otra vez el varón, y en el cuento flota la alienación urbana que Veres maneja a la perfección. “De lo que realmente vivo es del etiquetado. Lo que significa que veo vídeos porno y describo lo que pasa ahí, y cuando alguien visita esa web y hace clic en un vídeo elegido es gracias a las palabras clave de mi etiquetado: ‘adolescente’, ‘anal’, ‘doble penetración’, cosas así. Pero en inglés, claro. Casi nada de lo que veo me excita. Y veo más o menos cuatro docenas de vídeos al día para asignarles las palabras clave”. En un desarrollo extraño y familiar, se explora el misterio del embarazo: la mujer deseada como monstruo, y el hombre también por su eterna insatisfacción. También es un cuento de terror con rituales, seres de origen paranormal y muchísimo gore y el aire actual del ennui de la falta de estímulo. ¿Hasta dónde debemos ir, cuál es la frontera, que nos permita volver a sentir? ¿Y si una vez traspasada vuelve la abulia, el verdadero horror?
LA LUNA ROJA DE LA COSECHA
Algo notable de Veres es que maneja con soltura varios subgéneros del horror: no se dedica sólo a uno, no lo necesita porque su narrativa fluye con docilidad. Uno de esos subgéneros es el horror folk. Para los no iniciados, el horror folk suele centrarse en comunidades cerradas y rurales, y surge de ese aislamiento, como si lo remoto le diera permiso y existencia a lo perturbado. El campo, en narrativa, suele ser un lugar de esperanza: la lejanía de la urbe, la cercanía de la naturaleza como bálsamo de la vida ansiosa. Pero, sabemos, esto es una romantización. Los pueblos pequeños suelen ser opresivos y conservadores. No es casual que la otra gran tradición narrativa rural realista sea la de la crueldad y la huida, desde el irlandés John McGahern hasta las canciones de Bruce Springsteen.
Las mitologías de horror folk que se inventa Attila Veres son propias y son rurales: en el cuento del título, “Negro tal vez”, un pueblo campesino que, entre otras cosas, se dedica a criar caracoles, está abierta al turismo. Por supuesto guarda un secreto que los visitantes no deben conocer.
El otro cuento que entra en el horror folk es “Retorno a la escuela de medianoche”, donde el tema es el rebelde dentro de la comunidad, un chico adoptado por una de las familias rurales. La construcción de la mitología del lugar y su crueldad solapada es compleja y fascinante: es uno de los mejores cuentos, y de los más tristes.
LAS ESTRELLAS NEGRAS SE ELEVAN
Veres escribe horror cósmico en Black Aether, una revista húngara dedicada al género. Para los lectores que no estén inmersos en el terror quizá no resulte tan obvio que este subgénero, codificado por H.P. Lovecraft e iniciado por Arthur Machen, Robert W. Chambers y Algernon Blackwood es de los más populares, no sólo entre quienes trabajan los Mitos de Ctulhu sino en sentidos mucho más amplios que, por ejemplo, llegan a series de televisión como la primera temporada de True Detective (2014) escrita por Nic Pizzolato. Para resumir, el horror cósmico se aferra a esta idea: lo que consideramos realidad es simplemente una apariencia que cubre una verdad o, mejor dicho, hay una realidad verdadera tan pavorosa que, de conocerla, nos volveríamos locos. Vivimos en el simulacro. En el horror cósmico, la existencia de la humanidad es insignificante antes dioses mudos o dormidos que, en cualquier momento, pueden destruirnos. Salvo a aquellos que deciden ser sus acólitos y vivir en esa otra realidad, que es el horror puro pero, al menos, no es una mentira. En general, en el subgénero hay un culto o sociedad secreta que está a cargo del conocimiento, y los ritos se hacen en secreto.
Lovecraft es, entonces, quien crea la primera mitología cósmica. En su sistema, la Tierra, en el origen, era un páramo habitado por seres primitivos, que fue tomado por dioses antiguos que venían del espacio exterior. Gobernaron con magia negra y su culto fue sacrílego y brutal. Pero perdieron su poder y fueron expulsados por otros dioses, los llamados Primigenios, que a grandes rasgos representan el Bien. Desde entonces los expulsados conspiran para volver, ocultos en espacios siderales y aquí mismo, en la Tierra, en islas abandonadas, abismos oceánicos, rincones perdidos: están al acecho, algunos durmiendo, preparados para retomar la posesión del mundo. Y tienen seguidores, muchos, fieles y crueles que, para mantener su recuerdo, continúan con cultos sacrílegos e incestuosos. Los seguidores de estos dioses se guían por un libro, el Necronomicón, del árabe Abdul Alhazred. Por supuesto, es un libro inventado por el propio Lovecraft. No es el primer escritor en inventar un libro y es una tradición que también trabajará Jorge Luis Borges, otro creador de mitologías.
Para pensar en cómo revisitar y apropiarse de las mitologías planteadas por Lovecraft tenemos que pensar en el concepto de “universo ampliado”. Algunos escritores literarios, como Borges, lo entendieron como una forma refinada de la intertextualidad: “Pierre Menard, autor del Quijote” o “La biblioteca de Babel” son cuentos que hablan, fundamentalmente, del problema de la autoría, de la reproducción de textos, de la recreación y la traducción. El concepto de autor está cuestionado o, al menos, puesto en duda.
El autor que que expandió por primera vez el universo de Lovecraft fue su también editor, August Derleth, fundador de la editorial Arkham House que desde 1939 estuvo especializada en publicar literatura fantástica y de terror. Él creo el nombre “Los mitos de Ctulhu” para la serie de historias sobre el universo de dioses antiguos de Lovecraft. Hoy, los mitos de Lovecraft se han expandido en múltiples direcciones: los usan autores tan famosos como Stephen King, todos los años se publican antologías y el autor de cómics Alan Moore (autor de Watchmen) le ha dedicado varias novelas gráficas, como Providence, a la expansión del universo de los mitos. Pero el problema literario hoy es: ¿cómo trasladar estos universos a escenarios contemporáneos? Las respuestas son muchas. Y Attila Veres tiene, en este libro, dos respuestas magníficas. La primera es “Multiplicado por cero” el cuento que, cuando leí esta colección por primera vez, me dio verdadero miedo y una profunda envidia por la originalidad en el tratamiento de los mitos pero también por la inteligencia del punto de vista. El cuento es un diario de viaje, o más bien una guía, como de antiguo blog o de TripAdvisor extendido. El viaje es el de un hombre gris en busca de emociones. Vuela hacia Askathot en un paquete turístico. Una tierra más allá de Islandia donde, en efecto, viven los viejos dioses, sus adeptos y los híbridos que nacen de la unión de los unos con los otros. Veres no utiliza siempre términos específicamente lovecraftianos, pero para cualquier entendido la variación del nombre del lugar es obvia. Y en otros casos sí lo cita, como en el “tour de buceo Al’r-Dagon”. (“Dagon” es el título de un cuento de Lovecraft sobre ruinas de un templo submarino). Al principio el relato puede parecer sátira o incluso una observación crítica poderosa al macro turismo, su intrínseco horror, un castigo a nuestro modo de vida que acaba con la Tierra en vuelos brutales de Ryanair y souvenires fabricados en condiciones esclavizantes. Pero de a poco el miedo va cobrando forma ante cada mención de los jefes-sacerdotes de esa tierra inhóspita, los Señores sin Rostro. “Las azafatas repetían las palabras del capitán, pero no a los pasajeros, sino como para sí mismas, murmurándolas entre dientes mientras el sudor les corría por las sienes; tal vez tengan fiebre, pensé; el sudor impregnaba también sus uniformes. El olor del miedo inundaba el interior del avión”, piensa el narrador en el vuelo, compartido con unos ancianos alemanes cuyos comentarios hielan la sangre. Cuando llegan a Askathot: “Los controles de aduana se ventilan relativamente rápido. En el folleto que nos da la agencia antes del viaje se nos advierte que los policías de frontera pueden elegir a cualquier persona, sin motivo aparente alguno, y maltratarla a capricho, hurguetear en sus orificios corporales o cortarle la lengua. Si sospechan que podría estar justificado, y levantan acta al respecto, pueden violar y hasta ejecutar en el acto a la persona en cuestión”. Subyace, claro, el espanto de los controles de frontera, su inhumanidad y su velada amenaza. Pero aunque la crítica persiste el cuento se vuelve cada vez más perturbador: un paseo por la ciudad indica “en dos de las calles está terminantemente prohibido entrar, pero no tienen ningún cartel ni nada que lo especifique, por lo que hay que andar con cuidado para no doblar en la esquina equivocada”; una visita a la Iglesia advierte: “el altar, construido a base de carne seca y huesos hervidos, está en el centro. Por razones religiosas, de manera permanente algún tipo de criatura debe estar agonizando allí; durante nuestra visita le tocaba el turno a una cabra montés. El animal apenas si alentaba ya, dando sus últimos estertores, ensartado en la púa metálica destinada a las víctimas. Los que sufran con el maltrato animal deberán estar preparados, y saber además que también, a veces, ensartan a seres humanos en esa misma púa”.
No conviene seguir adelante con citas: el cuento, con su tono distanciado, es una delicia.
La segunda respuesta al horror cósmico contemporáneo es un relato también magnífico: “Anda entre vosotros”. Una de las lecturas posibles de este encuentro es la integración de los extranjeros o de los creyentes en religiones minoritarias a una sociedad que no confía en ellos. Escribe Veres: “La creencia en los Señores Sin Rostro, Sin Nombre y Durmientes no se castiga ya con cárcel en el territorio de la República de Hungría. A sus seguidores se les permite establecer santuarios e iglesias, siempre que estén fuera de los límites de la ciudad y de un radio de cinco kilómetros de distancia de cualquier escuela, prisión, iglesia de otra confesión o tienda de comestibles… Uno de los cambios fundamentales fue el abandono de los ritos que requerían sacrificios humanos”. La historia se focaliza en una familia de la Iglesia y comienza con Leila, la adolescente. Está claro, como suele suceder en la realidad, que una cosa es la ley y otra el comportamiento de la sociedad. Leila es rechazada en la escuela, incluso por el Director, obligado a tolerar una religión que considera repugnante. Leila y su familia atraviesan el funeral de uno de sus integrantes, un evento de gran importancia mística que, además, los pone frente al hecho de que la integración les quitó poder, lazos: identidad. La familia añora los años salvajes y clandestinos. Es una nostalgia que se extiende a todos los cuentos del libro: un retorno a lo primitivo, a la niñez, a la simpleza. La angustia radica en la imposibilidad de ese regreso. El relato también recuerda, en una clave mucho más brutal pero con la misma insólita ternura, al clásico “Reunión de familia” de Ray Bradbury, un cuento de juventud del autor publicado, casualmente, por Arthur Derleth en Arkham House dentro del libro Dark Carnival (1947).
RARO Y ENCENDIDO
Todos estos cuentos, claro, podrían incluirse en un subgénero más amplio -quizá habría que desechar los subgéneros y hablar solo de ficción oscura, pero por el momento sirven en carácter ilustrativo- en la weird fiction o ficción rara. Los críticos y escritores Jeff y Ann VanderMeer compilaron en 2011 The Weird, una colección de relatos que reúne a autores desde fines del siglo XIX hasta la primera década del XXI, tratando de hacer un mapa de estos cuentos que desbordan los geńeros pero que tienen raíz en el horror, en la mayoría de los casos. Escriben: “Se trata de ficción que viene de la parte más inquietante y sombría de la tradición fantástica. Lo Raro puede ser transformador e incluir monstruos, aunque no siempre los vea como monstruosos”. La definición es algo vaga, porque el weird lo es. Se puede hablar de David Lynch, de lo intersticial, de la mezcla de géneros, del soporte del realismo, pero hoy mucha ficción tiene este tipo de contaminaciones. Los límites de los géneros están corridos. ¿Entonces? Entonces hay un nombre: Robert Aickman, el gran maestro de la weird fiction, el que rompió con el marco de lo esperable en el cuento de horror. Nacido en Londres en 1914 (murió en 1981), nieto del novelista victoriano Richard Marsh -autor de The Beetle (1897), una novela de tema ocultista que compitió en popularidad con Drácula de Bram Stoker-, Aickman fue arquitecto, conservacionista y crítico de ópera pero, fundamentalmente, fue cuentista. En sus momentos más tensos e inquietantes, los cuentos de Aickman se leen como pesadillas y provocan la misma angustia, la misma desorientación y, sin embargo, todos tienen una estructura (casi) clásica, un estilo elegante y una articulación sólida. El virtuosismo de Aickman radica quizás en un manejo absoluto de la atmósfera y de las fisuras de lo real.
Encarar un cuento “a la Aickman” es de lo más atrevido que pueda hacer un escritor de género weird o de horror, porque no sólo es el maestro absoluto sino que su estilo es reconocible de inmediato. Muchos de sus cuentos, por ejemplo, empiezan con vacaciones y un hotel. La salida de lo cotidiano más común y trivial. Y así empieza el magistral cuento “a la Aickman” de Veres: “Dormiremos en la nieve”. Una pareja se va a un hotel con aguas termales, muy del estereotipo del Este europeo. Todo es mundano y normal. El hotel sí es raro y la llegada aún más: “Robi acercó una de las tarjetas al lector pero la puerta no se abrió. Despotricó mientras le daba la vuelta y, al abrirse, la puerta emitió el leve silbido de un pájaro mecánico. Entraron en la habitación y Luca, al instante, percibió por el olor que algo no iba bien. Como deseaba escapar lo más pronto posible de aquella tufarada, aceptó ser ella la que regresase a recepción. Pronto volvió a la habitación en compañía de Balázs o Viktor. El hombre le echó un vistazo al cuarto: la cama estaba revuelta, el espejo mugriento, restos de comida se esparcían por el suelo, agujas ya usadas aparecían tiradas sobre el revoltijo de las sábanas, y las paredes se veían embadurnadas de algo que a Luca le pareció excremento y probablemente humano”. ¿Una habitación asquerosa, verdad? Eso suele pasar. Pero en un relato de este estilo de weird el hotel es la entrada a una pesadilla donde la lógica se desbarata, hasta el romántico y desolador final de “Dormiremos en la nieve”.
El otro cuento que puede incluirse en el weird es “El complejo ámbar”. Más duro y urbano, comienza en un bar de suburbio: “Todos los alcohólicos y jugadores de cartas de la zona lo tenían como su casa, y disfrutaban del ruido de las continuas transmisiones deportivas que les llegaban de la televisión colgada en la pared, o de la extraña mezcla del pop gitano y el rock nacional que salía a raudales por los altavoces. Las peleas eran un problema constante.”. El barrio, de trabajadores manuales, es igual de deprimente. Al protagonista lo salva de un episodio de violencia confuso un conocido de la juventud, ahora millonario, que quién sabe por qué deambula en su coche caro por las afueras. Lo invita a una degustación de vinos. Y, cuando llegan a la casa de otro rico, el coleccionista de bebidas, el estado alucinatorio es la regla en un cuento que describe un recodo en el tiempo, una fuga. Una entrada a ese mundo otro que está en este, detrás de cualquier puerta, en las afueras de una ciudad de nombre difícil de recordar.
TODOS LOS PERIÓDICOS SON ROJOS
Es imposible despedirse de este libro sin decir que Veres hace distopía con la tranquilidad de un brujo profeta en “La máquina color sangre” (exclusivo para esta edición en español) y ejerce el cuento de hadas moderno en “El tiempo restante” con la soltura de Kelly Link o Angela Carter. Pero dos de sus cuentos merecen unas pequeñas líneas. Son puro corazón rockero. “El cielo lleno de cuervos, luego nada en absoluto” es, creo, un homenaje del autor al heavy metal: Veres sabe del tema, y mucho, y aunque se trata de la relación de un rockero y un demonio, también es una excusa para nombrar a Black Sabbath, Iron Maiden, Venom, Slayer, Dio, Tankard y Judas Priest. De hecho el epígrafe es de una canción de la banda húngara Pokolgép, formada a principios de los ‘80. El nombre «Pokolgép» significa “máquina infernal” y es la palabra húngara para una bomba casera, lo que es una suerte de ironía porque, en 1987, un adolescente de 15 años fue alcanzado por pirotecnica cuando tocaba la banda y el dispositivo casi le parte la cabeza en dos. El joven no murió, aunque quedó con daños permanentes. La banda sigue activa.
Y, por fin, “Ciudad de niebla”, la historia de un periodista fanzinero que trata de registrar a todas las bandas a su alrededor, y la editorial independiente que quiere publicar su investigación. Es un cuento fantástico, si, pero sobre el underground y las bandas secretas, las cintas míticas, las salas de concierto frías donde se bebe hasta el mareo y el llanto, donde uno se divierte pero no disfruta, donde se gastan los años y la tristeza. Es un cuento sobre una melodía, apenas recordada, que se parece a la juventud.
Es mi cuento favorito de uno de mis libros contemporáneos favoritos. Ojalá sea solo el comienzo para Attila Veres: necesito más de su magia negra.