A principios de los dos mil, el jovencísimo Zach Condon era un chico perfecto para la música indie –lo que cada uno piense que eso significa– que en un momento breve pareció dominarlo todo: niño precoz y bastante atormentado, tenía 19 años pero un alma muy antigua. Estaba interesado en la música balcánica –vientos, acordeones, metales y cuerdas herederas de la tradición romaní–, nada que ver con su edad, ni con su círculo, ni con su origen. Un tipo de música que exploraba y producía, como muchos por esa época, desde la intimidad de su propio dormitorio conectado a internet. Bajo el nombre artístico Beirut, la pegó temprano con su primer disco Gulag Orkestar (2006), que tuvo la colaboración de Jeremy Barnes de Neutral Milk Hotel y que ese año estuvo entre los mejores en todos los recuentos, bautizado como la cruza extraña entre un Rufus Wainwright y Emir Kusturica. Entonces, fue la gran cosa para los modernos de aquel tiempo: se mudó de Nuevo México a Brooklyn, la meca de los pantalones chupines, y se amalgamó con otros jóvenes que exploraban desde sus cuartos otros tipos de música, aunque ninguno como él.

“Estaba rodeado de gente como Grizzly Bear o Dirty Projectors. Todos tocábamos juntos, salíamos juntos. Y recuerdo que siempre me sentía como el hermano menor molesto o algo así para estos chicos. Todos eran un poco mayores que yo y eran mil millones de veces más cool que yo, conocían los bares cool, la música cool. Y yo siempre me preguntaba por qué no podía ser más como ellos, por qué era este tipo que escribía valses cursis y cosas así. Una parte de mí pensaba: ‘Bueno, eso es lo que hago y eso es lo que me gusta’. Y luego otra parte de mí decía: ‘Soy un idiota’”, ironiza Zach Condon, desde una videollamada que llega desde Berlín, donde vive desde hace algunos años, una ciudad que parece sentarle mucho mejor que Nueva York.

Aunque de una u otra forma, también cuenta que en su vida adulta sigue siendo el mismo chico desadaptado, lo bueno es que le ha llegado la calma y la aceptación: “Siento que hoy tampoco estoy de acuerdo con muchas de las ideas modernas sobre la música, la producción y cosas por el estilo. Me recuerda a cuando era adolescente y todos mis amigos se unían a bandas punk y emo. Y yo pensaba: No me interesa en absoluto. Quiero escuchar pianos de verdad, acordeones de verdad”, dice Condon que está por cumplir 40 años y por estos días se está acostumbrando a ser padre de un niño, que ya tiene seis meses. También acaba de terminar una pequeña gira local –en trenes, nada de aviones porque les teme y solo podía subirse borracho pero hace poco dejó el alcohol– con su último disco. Se trata del número siete en su carrera, uno que muchos consideran una rareza; son casi un veintenar de canciones, entre instrumentales y muy narrativas, el trabajo más largo que ha producido, todas hechas por encargo de un circo sueco, en donde explora temas como la memoria, el archivismo y la aventura de quienes buscan registrar desesperadamente el devenir humano que desaparece como lágrimas en la lluvia.

HABÍA UNA VEZ UN CIRCO

La cosa con mentes y corazones así de afectados es que la vida fácilmente puede convertirse en un lugar bien insoportable. De hecho, su disco anterior, llamado Hadsel (2023), lo grabó en una remota isla en Noruega con el órgano colosal de una antigua Iglesia del siglo XIX. Fue un momento de retiro personal en busca de una posible sanación, luego de que sus problemas de consumo de alcohol y de drogas, de ansiedad y depresiones varias, empezaran a tener impacto también en su cuerpo y todo desembocara en una laringitis aguda que en combo lo llevaron a cancelar una gira ya en curso. Ese disco lo hizo totalmente solo, ya aislado del mundo justo antes de la pandemia. Y salió en todos lados como el gran disco que había rescatado a Beirut de una extensa oscuridad. “Hacer esto completamente solo me recordó cómo empecé: como un músico de dormitorio con cuatro pistas”, dijo Condon en su momento.

Pero ahora el músico parece haber hecho exactamente lo contrario. No se puede decir que este nuevo disco sea un disco colaborativo, pero sí que implicó radicalmente salir de la habitación, pensar en conjunto, adaptar los pensamientos de otros: de varios otros. El disco se llama A Study of Losses y salió a través de Pompeii Records, su propio sello, uno que paradójicamente creó hace un par de discos atrás para no tener que soportar el estrés que implica estar a cargo de un equipo. Con 18 temas –siete de los cuales son interludios de cuerdas que sirven de puente entre canciones– y casi una hora de duración, este es su proyecto musical más extenso hasta la fecha. También es una nueva impronta: una extraña colaboración con Kompani Giraf, un circo sueco contemporáneo basado en la dramaturgia, la acrobacia y la expresión corporal que estaba montando su nuevo proyecto basado en el libro Un Inventario de Pérdidas de la autora alemana Judith Schalansky.

La directora del circo Viktoria Dalborg convocó a Condon para la música. Y aunque al principio él se sintió bastante escéptico, después de verlos en acción sintió que en esa puesta en escena había también una nueva inyección de vida para él. “Empecé a leer el libro, dejé que mi mente volviera a ese mundo de fantasía y, por alguna razón, la música seguía surgiendo y surgiendo. Era como si no pudiera parar. Lo cual no ha sido el caso durante los últimos diez años”, dice Condon. Porque, además, ese libro lo tocaba de cerca, hablaba de conceptos vinculados a la pérdida y la impermanencia de las cosas que conocemos. Desde especies de animales extintos a tesoros arquitectónicos o literarios perdidos, o incluso conceptos más abstractos de pérdida a través del proceso de envejecimiento.

Una imagen de la obra A Study of Losses

ALGO BELLO Y TRASCENDENTE

“Mientras hacía este disco, sentía que toda mi adolescencia, mis veinte años y hasta gran parte de mis treinta habían sido una búsqueda constante. Porque siempre luché contra el peor nihilismo y, sin embargo, siempre tenía esta ambición loca de crear algo realmente épico, significativo y duradero. Y no fue hasta hace muy poco que me recompuse. Siento que en algún momento me di cuenta de qué era importante”, cuenta Condon, que para componer este disco se sumergió en un proceso intenso de investigación de la música renacentista, la tradición folclórica medieval y algunos episodios de la Revolución Científica, proceso que de algún modo ya había empezado en sus inicios estudiando la música balcánica y que se había intensificado en aquella iglesia noruega.

“Estoy tratando de decírtelo de una manera que no sea solo un montón de clichés, pero realmente era esta la sensación que tenía cuando estudiaba. Viendo lo que había en la arquitectura antigua, en el arte, en la música de la época clásica me di cuenta de cuánto corazón y alma se ponía en cada pequeño detalle de todo. Y eso era en sí mismo una especie de cosa espiritual, porque el objetivo de lo que creaban era guiar a otras personas hacia algo bello y trascendente, algo espiritual, fuera el Dios cristiano o lo que fuera. Y creo que existía este elemento de aprendizaje. La vida era mucho más difícil que ahora y, sin embargo, todo lo que la gente pensaba era en la belleza y la trascendencia y todas estas cosas increíbles, y crearon estas epopeyas locas de potencial duradero”, se emociona.

Zach Condon, alias Beirut

EN LA DIRECCIÓN OPUESTA

De hecho, el torrente creativo se hizo extensivo para Condon y lo que iban a ser algunas canciones para momentos específicos de la obra, se convirtió en una banda sonora de principio a fin. Los interludios instrumentales que completan su repertorio nacieron cuando la directora del circo, entusiasmada por las primeras entregas, le preguntó si estaría dispuesto a hacer la música de la totalidad de la obra. Condon le puso a cada una de esas canciones el nombre de los mares lunares, inspirado en la historia de uno de los pasajes del libro donde un hombre en la luna, obsesionado con archivar todos los pensamientos y creaciones perdidas de la humanidad, se da cuenta demasiado tarde de la vida que ha perdido en el proceso. Y todo eso al mismo tiempo terminó convirtiéndose por supuesto en un disco integral de Beirut. Luego, la tarea era trabajar en la adaptación del disco a un show personal, más allá del show circense que tuvo su temporada en 2024.

“Me lo pasé mucho mejor de lo habitual, pero la verdad es que fue bastante difícil. Creo que en mi show durante los últimos 20 años, las canciones fueron pensadas para hacerlas lo más ruidosas y grandes posible. Y este álbum es más minimalista. Muchas de las canciones del nuevo álbum se reducen a uno o dos instrumentos. Son tranquilas, lentas y mucho más reflexivas, y así es en todo el álbum. Eso iba en contra de la forma en que la banda y nosotros solemos hacer conciertos, era como ir en la dirección opuesta”, dice Condon, que adaptó un pequeño show para tocar esas canciones únicamente en Utrecht, Londres y Bruselas, todo en tren, claro. “Y a Latinoamérica estaría absolutamente encantado de ir, he querido ir durante años pero simplemente le temo demasiado a los aviones. Mi idea por estos días es ver si hay alguna ruta en barco”, se ríe el músico, que reconoce estar, quizás, en el momento más templado y satisfactorio de su carrera, pero también cuenta que se lo tomará con calma porque durante un par de años planea explorar la paternidad.

“Esta es la primera vez que he escuchado un álbum mío muchas veces desde que lo terminé y se lo he puesto a mi hijo y cosas así, y la verdad es que me gusta”, dice el músico, y agrega que no tiene mucho más que decir. Aunque sí tiene: “Siento que el fuego, esa llama interior que me impulsaba a crear algo perfecto o épico o lo que sea, ya no me consume. Ya no destruye mi vida en el proceso. Así que creo que, en cierto modo, este era el momento adecuado para hacerlo, porque ahora tengo otras responsabilidades. Y mi idea es seguir tocando aquí y allá cuando pueda y seguir componiendo música, pero creo que, en cierto modo, ya no estoy ahí afuera intentando crear la próxima obra épica”.