Allí donde la empanada se come con más limón que picante, los acusos de coca escasean en la boca de los habitantes y son apenas metros los que lo separan de Tucumán, se encuentra El Jardín, localidad que no por ello pierde su orgullo salteño, sino que por el contrario, lo reafirma en cada paso que transita.
Es que para llegar a este confín hay que recorrer 220 kilómetros desde la capital provincial hacia el sur, desviarse por la ruta provincial 35 unos 12 kilómetros hasta la localidad de El Tala, y allí, desde donde termina el pavimento, continuar otros 20 kilómetros por camino de tierra atestado de calamina. Así es como se llega a esta recóndita perla del sur.
El Jardín es una invitación a detener el reloj e ingresar en un remanso de sensaciones, donde las puertas están siempre abiertas y tanto bicicletas como todo tipo de vehículos, descansan sin candados y con las llaves puestas, una verdadera rareza para el mundo actual y citadino.
Su pequeño casco de ciudad, con sencilla y hermosa plaza central, sumado a diversos espacios recreativos, se mixtura con grandes campos y serranías que encierran misterios y belleza natural de ríos, espacios de verde profundo y paredones rojizos que se encuentran a la vera de la ruta provincial 6, que une, luego de una larga travesía, este pueblo con la localidad de Guachipas.
Si bien la creación de la Municipalidad de El Jardín fue 23 de octubre de 1959 por la Ley 3.475, comienza a funcionar como tal el 26 de octubre de 1960, dando inicio a una autonomía que le permitió, poco a poco, comenzar a crecer con mirada propia.
Relatos en primera persona
En la entrada misma de El Jardín, apenas cruzando el puente que da acceso, se encuentra el local multirrubro de Liliana Sanguino, bautizada en el pueblo como “Ñata”. Allí, aparte de vender productos varios, inclusive insumos para ciclistas que transitan el territorio haciendo travesías, es conocida por sus tortillas a la parrilla.
“Nací en El Tala porque antes era el único lugar donde había partera. Pero después pasé toda mi vida en El Jardín. A nuestro pueblo lo reconocen por la tranquilidad, la paz y porque somos muy caritativos. Si uno llega de visita y se acerca a una casa, siempre se lo atiende y recibe con lo que tiene. Acá somos humildes, lo importante es tener un lugar donde estar, no importa el lujo”.
Ñata agita las brasas humeantes de carbón mientras se sumerge en recuerdos sobre diferentes personajes históricos del pueblo. “Estaba don Córdoba, tenía una farmacia y él mismo fabricaba los remedios, y también muchas veces hacía de dentista, era el que más sabía. Había también un enfermero que hacía de doctor, y otro vecino que tenía una rastrojera que cuando se enfermaba alguien, era quien trasladaba a la gente”.
“Somos cuarta generación nacida en El Jardín”, cuenta con orgullo Liliana haciendo memoria ante una pregunta recurrente: ¿De dónde surge el nombre del pueblo? “Era algo que nosotros también nos preguntábamos porque nos llamaba la atención y se lo preguntábamos a mi abuelo. Él decía que en todo este lugar había muchas flores de amancay. Y yo le creo, porque cerca del galpón municipal, cerca del cementerio y por las lomas, todavía algunas se ven. Me imagino que cuando esto era todo campo, parecía un jardín”.
La Charo, historia viva
“Donde hoy nosotros vivimos era una finca que se llamaba El Jardín. La sala de la casa todavía existe, aunque ocupada por unas personas. Es una casona de tres piezas grandes con pisos de ladrillo. De toda la finca era dueña la señora Lidia Cansino, que había quedado viuda y heredado. Mi abuela era amiga de ella y le vendieron una parte”.
Quien suma un valiosísimo relato y una nueva teoría sobre el nombre del pueblo es Charo, vecina reconocida e icónica, quien con sus 93 años es historia viva de la localidad. Como muestra, solo basta decir que cuando ella tenía 28 años el pueblo comenzó a funcionar como municipio.
Con una memoria y vitalidad envidiable, Charo continúa el relato desde el comedor de su hogar: “Mi papá nació aquí en el año 1905, él ha tenido una trayectoria importante aquí en el pueblo ya que ha sido intendente en El Tala y dos veces senador por el departamento La Candelaria”.
De quien habla la ilustre vecina es de Miguel Ángel Argañaraz, una de los primeros pobladores de ésta recóndita perla sureña. “Él tenía el recuerdo de su abuelas y hermanas, porque sus abuelas han sido santiagueñas y vinieron huyendo en el tiempo de Rosas”. Según cuenta, al no llevar la “cintita roja”, la divisa punzó, debieron escapar para resguardarse.
Gracias a una de las hermanas, que tenía un novio trabajando en la vecina localidad de El Brete, “cuando fue a visitarlo le contaron (de la persecución) y él la invitó a que vayan para ahí, que él le iba a conseguir donde estar y que se venga. Así fue que llegaron y se radicaron”.
“Mi padre, Miguel Ángel Argañaraz”, resalta Charo, “era muy comunicativo con nosotros, nos enseñaba mucho, le encantaba leer. Cuando tenía sus reuniones en El Tala por su labor política, dejaba todo lo que tenía que hacer para estar presente. Iba y volvía a caballo, durante la noche, a la madrugada, cuando sea”.
Charo remonta sus recuerdos a la niñez, momentos en que la hoy ya consolidada localidad apenas contaba con un puñado de casas. “En el pueblo, cuando yo era niña, había la escuela, que funcionaba en lo que era la casa de mi abuela. Ella la prestaba y vivía en una finca donde su marido trabajaba”.
Una prenda histórica
Una de las instituciones que primero estuvieron asentadas en el pueblo, junto a la escuela, fue la capilla Nuestra señora de la Merced. Por allí, alrededor de ella y sus festividades, transcurría gran parte de la vida social del pueblo: fiestas patronales, encuentros, casamientos y bautismos, entre otros.
Charo fue una de las niñas que se bautizó allí, hace nada más ni nada menos que 93 años: “Todavía tengo la capita que me bordó mi mamá cuando me bautizaron, en ese tiempo mi mamá tenía 16 años, todo lo hizo con pespunte y diferentes bordados”.
De un cajón del hogar familiar, la memoriosa vecina muestra la capa con la que fue bautizada, tanto ella como cuatro de sus hermanas, una verdadera reliquia casi centenaria que puede contar entre sus hilos la historia de un pueblo que fue creciendo y transformando al compás del siglo XX.
Estos motivos de celebración comunitaria eran los más esperados en El Jardín, algo que Charo remarca en relación a lo que sucedía cada 24 de septiembre para la celebración de la patrona de la localidad, la Virgen de la Merced.
“A la madrugada se tiraban 21 bombas de estruendo que servían para despertar al pueblo, que se ponía a limpiar y preparar las casas. Durante la fiesta había bailes sociales, así se los llamaba, que eran con entrada, y después bailes en la plaza del pueblo con premios. Se premiaban las mejores parejas que bailaban, había juegos para niños, carrera de sortija y otras actividades a caballo”, cuenta Charo.
Este tipo de fiestas resultaban el marco ideal para preparar una de las comidas más reconocidas de El Jardín, “la guatia”, una receta de antaño que con el tiempo se fue transformando pero no perdiendo. Sin ir más lejos, el festival tradicional de la sureña localidad es dedicado a esta comida típica.
“Mi abuelo Ramón Juárez sabía hacer bien la guatia, y sus bisnietos la siguen haciendo”, comenta Charo y explica a grandes rasgos el proceso que atraviesa la preparación: “la guatia la hacen la tarde/noche anterior, adoban bien la carne con comino, pimienta, ajo, vinagre y la dejan en maceración. Después la ponen en tachos o latas y se hornea dentro de hornos de barro. Para esto se prende el horno mucho tiempo antes, y una vez que está bien caliente se pone la carne y se revoca todo el horno; ahí permanece 4 horas o más. Así se hace la guatia y sale una carne riquísima, todos los que vienen y la prueban se quedan maravillados”.
"Nosotros parece que somos más tucumanos que salteños", dice entre risas Charo, sin temor a sentirlo como una ofensa, porque la gente que vive en los márgenes sabe que las fronteras son una convención impuesta.
"Me acuerdo que un señor le decía a mi papá, 'Usted es tucumano, ¿no?', por como lo escuchaba hablar, por el acento, la tonada. Es que nosotros tenemos mucho más cerca la capital de Tucumán que la de Salta", comenta con naturalidad la memoriosa vecina jardinense.
Y así, entre historias, ríos, calles de tierra y charlas a puerta abierta, cae el atardecer en un pueblo que lleva ritmo propio. Por fuera de los grandes titulares camina El Jardín, guardando en la memoria colectiva de su gente y paisajes, una riqueza inmaterial imposible de mensurar.