A Mónica Santino

Ya conocemos la fórmula interrogativa “¿Dónde estabas el día…?”; la pregunta exige una respuesta a la altura del evento memorable en cuestión –digo, no vale ‘usar’ anécdotas triviales, de esas que no levantan vuelo alguno, como por ejemplo “Estaba en el comedor de mi casa, con mi familia”-. Es cierto, no obstante, que muchas veces la dimensión significativa del hecho histórico parece potenciar, con memoria de Funes, todo lo que de otro modo sería irrelevante; entonces nos encontramos de pronto haciendo una reconstrucción minuciosa de esa jornada, diciendo “Me acuerdo que ese día me levanté y compré media docena de tortitas negras, y yo siempre compro panes de leche…”, como si esa mutación fuera un dato divisorio en la escenografía del día inolvidable.

¿Dónde estabas el día del gol de Diego a los ingleses? Nos ocuparemos hoy, tal como lo exige la efeméride, del día del gol del siglo, no sin antes hacer una aclaración: el gol de Diego ‘a los ingleses’ es el primero, el de la mano; el segundo se lo hizo a la selección inglesa o, si se me permite otra taxonomía, más osada y acaso más lúcida: el primero se lo hizo a la historia del mundo y el segundo a la historia del fútbol. Beberemos, obviamente, de las peripecias que el gol más hermoso de todos los tiempos no deja de pulsar.

Volvamos a los duendes narrativos que la pregunta convoca: lo que se busca es algún detalle bizarro, esotérico, del tipo: “Mi abuelo hacía dos años que no nos reconocía y de golpe se levantó del sillón y gritó ‘¡Golazo! ¡Vamos Diego y la concha de su madre!’”, o “Estaba laburando en la morgue y, te juro… en la camilla que estaba a mi lado uno de los cuerpos cerró el puño cuando en la radio Víctor Hugo terminó su relato del gol”.

Comenzaré, por supuesto, con una anécdota personal, porque… ¿para qué escribe uno si no es para poder citarse? El día posterior al partido de octavos de final contra Uruguay, como producto de una ingesta de achuras en mal estado -“achuras en buen estado” tal vez sea un oxímoron- exacerbada exponencialmente por el estrés mundialista, terminé en el Sanatorio Güemes, con un rápido y furioso diagnóstico de peritonitis. El médico de guardia me tocó la zona abdominal y salté del dolor; al ratito, nomás, estaba en una camilla, camino al quirófano. Según el cirujano –esto me lo dijo, obviamente, una vez que sobreviví a la cirugía-, lo último que dije antes de dormir –y no hubiese estado nada mal que hubiese sido lo último que dijera antes de morir- fue, a propósito de un comentario de un enfermero sobre el histórico ‘Argentina-Inglaterra’ por venir: “Tranquilos, el Diego nos va a salvar”. Tres días después, todavía cableado y rodeado de suero, vi el partido en mi pieza. Atención millennials, generación de cristal, multitudes con sobredosis de apps: vi el partido en un televisor Noblex, en blanco y negro, con una antena que cada tanto convertía la TV en una súbita radio; era un aparato hermoso, que hoy suele decorar intervenciones en el MALBA, que mi amado viejo Chiche había traído ad hoc a la habitación. Lo hice rodeado de gran parte del personal del sanatorio. Cuando Diego dejó a los ingleses como si les hubiese tirado aceite hirviendo, yo salté de la cama hacia el pasillo, abrazándome a toda esa cofradía con guardapolvo que debía velar por mi salud, quienes solo después de volver en sí procedieron a reconstruir el cablerío que había saltado por el aire entre mi euforia, sus abrazos y la locura generalizada.

Pero esta es la historia que les quiero contar.

En un pueblo del interior, en un bar del interior, en esas tardes del interior; se reunía esa Babel, ese Aleph con mesa de salamines que harían replantear su dieta a un vegano que son las reuniones de parroquianos matando el tiempo mientras el tiempo los mata. A veces, la guitarra acompañando; siempre, el vino, mentor eventual de alguna trifulca, pero hermanando los que Dios ha unido. Adentro, todos iguales; afuera, la bici, el caballo y la 4x4. Hacía unas semanas se había acercado a esa variopinta fauna el ‘gringo’, que podía ser inglés, alemán, noruego o yanqui; venido desde Europa a –según se comentaba- comprar o vender unos campos en el sur de la provincia de Buenos Aires. Lo acompañaba el misterio y una tristeza de esas que se guardan en silencio; apenas si se permitía alguna sonrisa a media cara cuando el ingenio pueblerino detonaba una carcajada. Caía al bar alguna que otra tarde, acomodaba la silla no lejos de la nobleza, aunque con alguna distancia que algo quería decir, y contemplaba, entre absorto y tal vez agradecido, a esos hombres que parecían haber vivido eones y lo aceptaban como se acepta todo en esos lugares. Parecía no hablar castellano ni entenderlo, por lo que sólo recibía desde la tertulia el gesto convidatorio de una copita en alto, al que siempre respondía negativamente con respetuoso desdén.

Las tardes solían disolverse entre confidencias, risotadas, historias mínimas con detalles máximos. Viejas anécdotas, que siempre eran las mismas, decoradas por nuevas risas, que siempre son diferentes. En general, no parecía importarles mucho a esos hombres desangrarse en discusiones futboleras, tal vez más comunes en las urbes donde odiarse por amor a los colores es tan fácil. Pero ese día, convocado por los duendes maradonianos, a alguno se le ocurrió preguntar al resto dónde estaban el día del gol de Diego a los ingleses. El Gringo escuchó y tosió en inglés; se ve que algo entendía de castellano y la pregunta, indudablemente, lo había incomodado. Expertos como son esos hombres de pocos gestos en decodificarlos, alguno vio que la pregunta había herido al forastero y, como se estila en los duelos, cuando se ve sangre hay que atacar. La silla foránea amagó desarticularse, y entonces uno lo miró fijo: “Y usté, amigo… ¿dónde estaba el día del gol de Maradona a los ingleses?”. Como vio que el Gringo no arrancaba, lo ‘ayudó’ con una exagerada y apócrifa autorreferencia: “Yo justo salí porque vi nerviosos a los caballos, pateaban al piso como locos… Unos segundos después, todo el pueblo gritó el gol…”. La anécdota disparó una digresión; Nachito Maciel, el filósofo del grupo, recordó la historia de aquel caballo, el ‘listo Hans’, que hacía sumas en los circos y expresaba sus resultados pateando el piso mientras decodificaba los gestos del público. El Gringo respiró hondo, y pensó aliviado que esa anécdota erudita dispararía el banquete hacia otras direcciones. Pero se equivocó, porque el mismísimo Nachito lo inquirió al nuevamente, casi como regodeándose en su vacilación: “Acérquese, amigo, cuéntenos dónde estaba el día del gol de Diego a los ingleses” le dijo, y le arrimó una copita de grapa en falsa camaradería. El extranjero, que balbuceaba un castellano con resonancias de Luca Prodan, procuró salir del paso con una estratagema que le duró poco: “Fútbol a mí no importa mucha”. Pero algo de su cara denotaba una herida profunda, y se ponía cada vez más inglés a medida que se enojaba: sus pómulos se pusieron rojos como Erik y comenzó a rascarse su barba vikinga con furia contenida. Alguien estaba por contar dónde estaba el día del gol de Diego, pero cuando apenas había dicho “Yo esa tarde estaba en…” el líder de la mesa le hizo un gesto severo y le señaló al ‘inglés’, como diciendo “Hasta que no hable él, nadie dice nada”. Por unos segundos se escuchó una sinfonía de respiraciones, de esas que preceden algo serio. El inglés tiró de una patada la silla y miró a la feligresía, desafiante. Nachito, que además de filósofo –o tal vez por serlo- sabía boxear, amagó con tirarle una piña y sólo con el amague el extranjero se despatarró en el piso. Luego, mientras procuraba erguir su fofa y enorme anatomía, se frotó unos pelos blancos que alguna vez habían sido rulos y dijo, primero en mal castellano: “¿Donda estuvo?”, y luego en un inentendible inglés, que apenas se dejó escuchar mientras se iba para siempre del lugar: “I was… I was at the goal…”; que, por si acaso lo aclaramos, quiere decir: “Yo estaba en el arco”. 

(Esta nota se publicó por primera vez en la web el 22 de junio de 2025, a 39 años exactos del gol del Mundial de México de 1986)