“En aquel entonces los seres humanos tenían cerebros mucho más grandes que ahora, así que se les podía seducir con misterios”, dice el narrador de esta historia, que está situado, insólitamente, a un millón de años de distancia de su epicentro, ubicable entre Guayaquil y Galápagos, más precisamente el viernes 28 de noviembre de 1986. Es el día de la partida de “El Crucero por la Naturaleza del Siglo”, el pomposo nombre para el viaje que desde el puerto ecuatoriano hacia el inhóspito archipiélago del Pacífico hará el Bahía de Darwin, bautizado así en honor del naturalista Charles Darwin, que anduvo por allá en 1835 y luego “escribió el volumen científico más influyente producido durante toda la era de los grandes cerebros geniales, según apunta el narrador. Hizo más por estabilizar las opiniones volátiles de la gente sobre cómo identificar el éxito o el fracaso que ningún otro libro. ¡Imagínate! El título del libro resumía su implacable teoría: Sobre el origen de las especies mediante la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”.
Organizado por un empresario poderoso, el Crucero tenía reservas de celebridades como Jacqueline Onassis, Mick Jagger, Rudolf Nureyev y Henry Kissinger, pero a último momento han cancelado debido a que colapsó la situación financiera internacional, en Ecuador hay hambruna y es inminente, adelanta el narrador, una extinción casi absoluta de los humanos. Así es que por una serie de azares, el puñado de personas que consiga subirse al Bahía de Darwin al momento de zarpar se constituirá en lo que sobreviva de la especie al llegar a la isla Santa Rosalía, en el extremo norte de las Galápagos. A decir de Darwin, “un quebrado campo de lava basáltica negra, atravesado por grandes grietas, cubierto por todas partes de maleza quemada por el sol, que apenas parece viva”. El equivalente al monte de Ararat para esta suerte de segunda Arca de Noé de la humanidad. Con una mirada antropológica que pivotea predominantemente sobre lo enmarañado, lo absurdo, lo destructivo de la humanidad, el narrador fantasma de Kurt Vonnegut sobreimprime férreas líneas y señales biologicistas, trazos con los que va retratando a sus criaturas, que ubica en la víspera en el lujoso hotel El Dorado, punto de concentración para los viajantes antes de subirse al crucero, una burbuja casi desierta asediada por una población desesperada, a punto del estallido.
Con los retratos de estos personajes, sus idearios, historias, impulsos, circunstancias, el narrador de Galápagos compone un nuevo Génesis. Recauchutado, pongamos. Hay un ex taxi boy reciclado que se dedica exitosamente a seducir a señoras ricas para casarse, desvalijarlas y desaparecer; hay un financista yanqui acompañado por su hija ciega que está abocado a fichar a un genio de las computadoras japonés, que también está ahí, junto a su esposa embarazada; hay una maestra de biología jubilada, viuda; están los hermanos von Kleist, uno en la gerencia de El Dorado y el otro al mando del Bahía de Darwin; y están las seis niñas de la tribu kanka-bonos, que han derivado de la selva a la urbe para caer en manos de un viejo proxeneta: será la lengua de las kanka-bonos la que sobrevivirá, adelanta el narrador. Que, a propósito, no se priva de ir adelantando casi todo: cuando un personaje está a poco de palmarla le planta delante de su nombre una estrella negra, “para advertir a los lectores de que están a punto de enfrentarse a la prueba darwiniana definitiva de su fuerza y astucia”.
Cada tanto Vonnegut le permite una referencia autobiográfica a su extraño narrador: que se fugó de su casa cuando era adolescente, que su padre era un escritor de ciencia ficción, que era invisible cuando asistió a los sucesos que relata, que su enorme cerebro le dio el cuestionable consejo de alistarse como marine en Vietnam; capaz conviene no pasar más señales sobre él, señales que cobrarán más cuerpo al avanzar en el libro. La descabellada perspectiva de su catalejo le permite cotejar los desatinos del pensamiento y el accionar humano con el volantazo evolutivo que arrancaría en 1986, porque un millón de años después los brazos y las manos se habrán convertido en aletas y tendríamos la pelambre de las focas: “La persona que hoy quiera peces, simplemente los persigue como un tiburón en el profundo mar azul. Así de sencillo es ahora”, apunta el narrador. Y también: “La gente es tan inocente y tranquila, ahora, y todo porque la evolución le quitó las manos”.
“Si mis predicciones son erróneas devolveré todo el dinero”, bromeó Vonnegut cuando publicó en 1985 esta novela, que por estos días reeditó Blackie Books. De acuerdo, la cosa no se disparó al año siguiente, pero es inevitable sintonizar por el lado de la inminencia: a comienzos de este año el Reloj del Apocalipsis marcó su récord de a 89 segundos del fin del mundo, y las masacres bélicas de los últimos días le dan todavía más cuerda al pálpito de exterminio. En Galápagos laten fuerte algunas señales de aquel futuro que aluden a este presente, o al pasado inmediato: lo que casi aniquila a la humanidad, por caso, es un virus. Y lo que el genio japonés ha desarrollado es Mandarax, una computadora de bolsillo con una pantalla del tamaño de un naipe, capaz de traducir automáticamente mil lenguas, de diagnosticar enfermedades, desplegar oficios, de poner automáticamente en relación infinidad de datos enciclopédicos y de citas literarias: casi un prototipo de smartphone. “En cuanto a ese desconcertante entusiasmo con que hace un millón de años se transfirieron a las máquinas tantas actividades humanas: ¿qué podría haber significado sino que la gente reconocía una vez más que el cerebro no les servía para nada?”, se pregunta el narrador.
Galápagos está dividido en dos partes: “La cosa fue así”, que desemboca en el accidentado arribo del “Crucero” a la isla, y “La cosa se convirtió…” que enfoca en el devenir de los sobrevivientes en sus nuevas condiciones de vida. Cada parte está compuesta por capítulos cortos que, a la vez, están notoriamente fragmentados: motivaciones y periplos de sus personajes, la danza nupcial del alcatraz azul y técnicas de pesca del cormorán, citas literarias vía Mandarax que ilustran las conductas de aquellos antiguos seres humanos. Esta de Brecht, por ejemplo: “Primero va la comida y después la moral”. “¡Cómo parloteaba la gente en aquel entonces! ¡No había forma de pararlos! Tanto si tenían algo que hacer como si no, estaban todo el tiempo en marcha. ¡Y qué ruidosos eran!” Campea el humor ácido, funesto, en Galápagos: es un rasgo de la narrativa de Vonnegut. “¿Siguen sabiendo las personas que van a acabar muriendo antes o después? No. Por suerte, en mi modesta opinión, lo han olvidado”.