¿Creer en fenómenos extraterrestres depende exclusivamente de haber vivido una experiencia directa con supuestos seres de otros mundos? Esta pregunta es uno de los grandes temas que suelen tratar quienes estudian los casos de comunicación entre humanos y alienígenas. Sean ufólogos, astrobiólogos o interesados en la exopolítica, todos, para dirimir la cuestión, suelen recurrir siempre a la misma moneda, esa que de un lado lleva escrita la popular frase “sólo creo en lo que veo” y del otro la sentencia bíblica: “dichosos aquellos que, sin ver, creen”. Quien decida lanzarla al aire para hallar respuestas tras la lectura de la intensa novela El vástago liminar de Juan Andrade, se sorprenderá ante un hecho curioso: caiga del lado que caiga, esa moneda siempre mostrará una única inscripción: “Creer o reventar”.

La historia es así: a mediados de 2010, una noche fría y de niebla, un profesor de literatura conduce su auto de regreso al hogar. En la solitaria ruta que conecta La Plata con Berisso, apenas iluminada por las antorchas de la refinería de YPF, asiste a un hecho fundante: “Clavé los frenos. No fue una decisión, sino un mero reflejo. Esa cosa de aspecto milenario, que parecía provenir de los fondos del tiempo y del espacio, ahora estaba a tres o cuatro metros del capot” dice el protagonista, y luego aclara: “No era una ilusión óptica, no era un fantasma ni una alucinación. Tenía una materialidad incontrastable. Mi única certeza era que no se trataba de un ser humano”.

Y efectivamente, aquella visión no se trataba de ningún ser vivo, sino una imagen sombría que se reveló por primera vez a comienzos de la década del 90, cuando entonces llenó de rumores al populoso Barrio SUPE de Berisso y luego fue protagonista de titulares en la prensa local y más tarde en la nacional: las famosas Monjitas del Espacio, siluetas que se dibujan en el aire y usan trajes de monjes, sin mostrar sus caras, y que flotan de un lado al otro aterrorizando a quien las mira. Desde entonces esas monjitas flotantes forman parte de la lista de los mitos urbanos que los platenses vienen anotando como trofeos desde que el malogrado Dardo Rocha pusiera la piedra fundacional de la ciudad en 1882: los fantasmas en el Museo de Ciencias Naturales; la señal diabólica del arquero sin flecha que apunta a la Catedral; las diagonales dibujando enigmas masones; los enanitos verdes huyendo más allá de la circunvalación; el cementerio indio sobre el cual fue construido el edificio de la gobernación, y una serie más de malentendidos, encantamientos y maleficios.

Lo cierto es que luego de ser testigo de esa visión paranormal, la vida del profesor entra en una suerte de espiral que lo desplaza de su sitio de confort (familia tipo y trabajo estable) y lo empuja a emprender una aventura de carácter doble. Por un lado, inicia una investigación sobre el caso alienígena que alcanzará niveles obsesivos, una obsesión que en lugar de enfermarlo le abre los ojos para permitirle ver el otro lado de la ciudad, el otro sentir de los habitantes de su barrio, y para que pueda entender los movimientos de la cultura más allá de las paredes donde dicta clases. Es como si el narrador abandonara su eje y empezara a transitar las periferias donde se nutre la cultura popular: contacta a viejos testigos del suceso en barrios de trabajadores, lee viejas revistas y consulta diarios sensacionalistas, y hasta mantiene un encuentro con un enigmático hombre que le revelará algunas características propias de las monjitas, sobre todo el poder de transformación que ejercen al ser miradas. Por otro lado, transita una investigación sobre su propio pasado, sobre su vida personal, explora los resquicios de su infancia hasta encontrar coincidencias, reflexiona sobre su matrimonio y la relación con sus padres, y, ante todo, empieza a comprender la figura de su padre muerto que deseaba verlo detrás del mostrador de la ferretería familiar y no en un aula hablando libros. ¿Qué tienen en común ambas investigaciones? Los misteriosos mecanismos de aprendizaje que ofrece la vida para comprender de qué madera están hechos los sueños de la cultura popular, sus modos de expresión y de transmisión. Tan es así que el protagonista pasa de una marcada adjetivación desdeñosa sobre series y sobre las llamadas literaturas de kioscos a aceptar que él mismo es producto de esa cultura que antes no veía. Incluso, lograr admitir que la ferretería familiar no era un lugar de otro mundo, sino parte del suyo y de su propia identidad.

Esta tensión presente a lo largo de la novela está rubricada desde los acápites con que Andrade elige abrir ésta, su segunda obra en prosa: una cita pertenece a H. G. Oesterheld y otra a Lovecraft. Uno es el espejo de la Aventura entendida como el momento en que el hombre comprende que le llegó la hora de hacerse cargo de su destino, y el otro es el espejo de lo misterioso, de lo no analizable, de lo que se debe aceptar tal como cae del cielo, entendiendo que al fin y al cabo nuestra existencia es tan extraña y ridícula como la de los seres que imaginamos habitando otros planetas.

Si bien Andrade deliberadamente transita (juega y hace guiños) con algunos de los tópicos de los relatos de género, su apuesta está (tal como sucedió con su primera novela: Canción Familiar) en la escritura. El autor platense ofrece una prosa sin saltos, sin arrebatos, un cómodo andar de lectura gracias a un consciente planteo escriturario: el lenguaje está para cumplir la función de contar una historia. Pero claro, esa comodidad que puede extenderse varios capítulos es, al fin y al cabo, un engaño: en el momento en que el relato y la voz del protagonista parece diluirse en los caminos ya conocidos de este tipo de situaciones (un hecho inesperado qué interrumpe la vida de un hombre y lo cambia para siempre), el autor deja caer sobre el lector la tapa de trampa y todo el relato estalla por los aires, toda la “normalidad” narrativa se detona y el lenguaje despliega su red de múltiples sentidos y se empieza a escuchar escucha ese susurrar en la niebla que describió Barthes. Ese es el punto en que Andrade anoticia que el encuentro con lo paranormal no fue algo gratuito: en el cuerpo del protagonista parecen aparecen marcas, señales de que algo se engendró en su interior: “¿Me habían convertido a la fuerza en un Vástago Liminar?”, se pregunta el profesor mientras intenta como tantas veces escribir su historia. Creer o reventar. ¿Acaso conoce usted, lector, otra puerta de salida?