No estoy bautizado: una decisión consciente de mis padres, educados ambos bajo la aspereza de las escuelas católicas y amparados por haberme tenido en una década en la cual cualquier apelación a las instituciones constituía una ingenuidad o un despropósito.
Al igual que con Papá Noel, a lo largo de mi más prematura infancia estuve encargado de refutar ante cualquier estrado la existencia de Dios en base a un motivo contundente: que nadie lo había visto, ni al ir a la luna, ni al nacer, ni en fotografías.
Esa contenida y planificada rebeldía cosechó a lo largo de los años un grupo de amistades igual o aún más progresistas que, al llegar a cierta edad, comenzaron a sentir las falencias de una vida espiritual prácticamente nula. ¿Qué funciones tiene una mesa? Sostener almuerzos, codos, soportar horas de estudio, hacer las veces de banqueta de una conversación pasajera o, como en esa oportunidad, servir de plataforma -de altar- para una cena improvisada en un bar.
Estamos en junio, hace mucho frío. Llegamos en un horario en el que adentro ya no hay lugar. Nos sentamos afuera. Dudamos, pero nos sentamos afuera. Mis amigos fuman, aplacan un poco estar en la periferia. Es una semana con muchos acontecimientos, con festejos, alegre. Uno de nosotros terminó sus estudios, dos de nosotros se van de viaje. Nos ponemos al día, hace tiempo que no estamos solos.
Mientras hablamos pasa un hombre, un hombre pobre que pide plata. La indigencia tiene, además de sus obvias desventajas, el estigma de ser irreconocible. Hay ya una total falta de singularidad. Estos tipos son todos iguales.
Nos topamos ante un signo de época: los jóvenes ya no tenemos efectivo, estamos materialmente limitados a ayudar, pero el hombre tiene suerte, tenemos unos pesos y se los damos. Nos agradece. Uno de nosotros, que no soy yo, nota que el hombre está en ojotas y sin medias. Estamos en junio, hace mucho frío. No tenés medias le dice, y se toca el talón y nota que él tampoco tiene. El hombre no escucha, entra al local y tiene suerte: le dan comida y junta otros pesos, un éxito.
Sale el hombre y uno de nosotros, que esta vez sí soy yo, se saca sus medias y las hace un bollito, las acomoda como lo hace en su casa al guardarlas, y se las da al hombre, que nuevamente tiene suerte y ahora, también, medias. Nuestras manos se rozan en la transacción y el hombre, por pretendido respeto, corrige su gesto e intenta que no haya contacto físico, que la transacción sea sólo eso. Agradece y dice “Dios te bendiga”.
Se le suma otra función a la mesa: cubrir mis pies calzados, sin medias; ocultar parte de su dignidad y parte de mi culpa en iguales proporciones. Esta función de la mesa está íntimamente vinculada con la perspectiva desde la que se mira y, ante una nimiedad tan tonta como dar un simple paso, incumple aquello para lo que sirve.
Pasan a ser visibles mis tobillos desnudos, mis cordones desatados –pero atándose, en ese instante, lo que atrae la atención- y El Hombre, súbitamente, se siente indigno de aquella suerte y pretende devolver las medias. Estira su mano y las ofrece y de vuelta le decimos, todos, que es junio, y que hace mucho frío. Sucedió así algo que, al mismo tiempo, quitó y dio razón a aquel pequeño y joven refutador, un espectáculo, allí, ante tres pares de ojos incrédulos pero sedientos de cualquier demostración de trascendencia: la simultánea existencia e inexistencia de algo divino. Dios te bendiga. Y repitió: Dios te bendiga.