La relación entre una madre y una hija carga una maldición: no es posible desunirse por completo. Ni siquiera la muerte divorcia los cuerpos de las dos mujeres. La unión se conserva, y si el vínculo incluye odio, mucho más. La madre es parte ineludible del pasado de una hija, haya sido presente o invisible. Desde el exceso o la falta esa primera mujer marca, deja huella y tatua sobre la membrana de los órganos.
Por eso hay tantas películas de terror sobre ese vínculo invadido de deudas y reclamos de afecto. Relatos de madres castradoras que se desligan de la moral antes de abandonar el control sobre una hija en pleno despertar sexual. Sobre todo si son hijas únicas. Largometrajes clásicos como Carrie (Brian de Palma,1976) donde una adolescente solitaria, criada en la ignorancia por una fanática religiosa, entra en pánico al tener su primera menstruación, o contemporáneos como Corre (Aneesh Chaganty, 2020). La película de género en la que una temible Sarah Paulson sobreprotege a su hija paralítica no permitiéndole salir de la casa. En ambos relatos la madre pierde poder si sus hijas crecen y se independizan.
Hot Milk, la primera película como directora de la inglesa Rebecca Lenkiewicz (guionista de Ida, Colette, Ella dijo y Desobediencia), es un drama ominoso que no narra desde los códigos del terror, sin embargo, se nutre de la misma fuente que Carrie y Corre. El amor de una madre como un agua contaminada que daña y debilita el cuerpo. La sangre compartida se transforma en un líquido denso que duele al atravesar las venas.
¿Cuál es el precio de ser hija única?
Hot Milk, adaptación de la novela de Deborah Levy, retrata un díptico de dos mujeres, madre e hija, Rose y Sofia. La vejez y la juventud. La experiencia y la ingenuidad. El movimiento y la quietud. Sofia (Emma Mackey) habla con sus ojos, irascibles y desorientados, una mirada opaca que pide ayuda. Camina por la playa de la costa española, escala hasta llegar a su madre que se encuentra recluida en una casa en las alturas. La puesta en escena es engañosa: quien en realidad está prisionera no es Rose, es su hija.
Una madre es una voz que no se apaga. Una radio encendida, un murmullo dentro del cuerpo que se queda para siempre como una marca de varicela. Por eso la directora presenta a Rose a partir del color de su voz, la elegancia del acento inglés que encubre la violencia con la que dispara cada palabra. No la vemos, pero la oímos. Sofia es alcanzada por el sonido de la demanda, sus gritos se oyen desde lejos, retumban como un trueno. No contestaste tu teléfono, lanza. Ese recurso se repetirá una y otra vez. La madre es un fantasma vivo, más vivo que su hija de veinte años. Está en todas partes. Vigila. Minutos después conoceremos su cara arrugada, los gestos rígidos de una persona que calcula cada sílaba que sale de su boca, y las imposibilidades de su cuerpo: Rose está en una silla de ruedas, no camina.
Siempre contesta por la hija, se adelanta a su voz, como si los cerebros estuvieran conectados por un cable. Pero cuando Sofia logra hablar las respuestas se superponen: no coinciden. Se ligan, una conversación distinta. En el inicio de Hot Milk Sofia fuma en la terraza, uno de sus pocos placeres. No fumes cerca de mi vestido, grita Rose desde algún lugar. Una madre es un dios que todo lo ve. Tras la orden la joven da unos pasos y se acerca todavía más a ese vestido preciado, pita el cigarrillo y dirige el humo a la tela. Hace lo que no puede decir.
Sofia emana una sensualidad de sirena, su pelo largo levantando vuelo, la piel tersa, los labios dibujados, las curvas pronunciadas. Nunca lleva corpiño debajo de las musculosas, los pezones se marcan, quieren sobresalir de la tela. Cuando entra al mar su cuerpo se libera, busca la desnudez, el terreno desconocido, olvida quién es. Rose es Úrsula, una señora envidiosa que no quiere que la joven tenga piernas. Se las ofrece para después quitárselas. Si ella no puede caminar, entonces Sofia tampoco. Pero, ¿realmente no puede caminar esa madre? Esa duda flota durante toda la película, persiste en la cabeza de la joven y en las notas de los médicos. En una de las primeras escenas el especialista de la clínica le pregunta a la paciente y ella dice que una vez por año puede caminar, pero no sabe por qué puede cuando puede. El médico insiste con un interrogante: ¿Quién sos? Rose contesta que es una persona con una enfermedad en los huesos. Construye la identidad en base al dolor físico. El dolor como una manera de dominar a los demás.
Madre e hija se mudaron de Londres a España para visitar a un especialista, hallar una cura para el padecimiento de Rose. Y Sofia la lleva de un lado al otro, está al servicio de sus caprichos y antojos, responde a cada berrinche porque son una familia de dos. Nadie más. Solo somos Sofia y yo. Esperé mucho tiempo para tener a mi única hija, le dice Rose a su nuevo médico. Necesitar al otro para soportar la vida es un secuestro enmascarado. Sofia es rehén de esa madre déspota que despliega una estrategia sólida para retenerla: mientras le recuerda que no puede curarse sin ella, se ocupa de bajarle el autoestima. La manipulación reside en hacerle creer a la joven que es frágil e incapaz de sobrevivir en el mundo salvaje. Sofia está sentenciada a no saber quién es para no dejar de ser la enfermera de su madre. La condena es tener un destino sin horizonte. Te observo tan de cerca como tú a mí, es lo que hacen las madres. Observamos a nuestros hijos, se justifica Rose en su conducta agobiante. El amor de una madre puede ser aterrador, la incondicionalidad una amenaza.
Rose representa a una clase singular de madre castradora, lastima de a poco, por dentro. Su baba es un veneno que pudre el deseo de la hija, una saliva que apaga el fuego interno de una chica en edad fértil. El mayor daño que ocasiona es sacar lo peor de una persona, obligarla a conocer su costado más oscuro. El tratamiento que comienza Rose en esa clínica abre dos posibilidades para Sofia, una futura y otra inmediata. La futura es que Rose consiga caminar y se vuelva autosuficiente, la inmediata es que mientras la paciente está en consulta Sofia alcanza la privacidad por primera vez. Un rato de soledad, un poco de silencio.
¿Puede una hija desligarse de una madre?
La maldición reside en que no es suficiente distanciarse de una madre censora, el eco de su voz continúa. En uno de los recreos que se toma Sofia conoce a una chica, la presencia de una mujer que no es su madre. Se llama Ingrid (Vicky Krieps), atraviesa la arena montada a caballo, tiene un cabello rubio y ondulado. Sofia recibe la electricidad del enamoramiento con la picadura de una medusa, su piel reacciona, arde. Ingrid es una distracción de sus deberes como hija, pero también una ventana para huir de la casa compartida con la madre. Ese amorío tiene una falla importante: es tan intensa y apasionada la relación madre e hija en el relato que el arco narrativo del romance no consigue el mismo relieve. Es en ese punto donde el error deja de ser un error para mutar en hallazgo.
Sofia enfurece cuando Ingrid besa a otras personas, quiere ser la única porque no conoce otra dinámica. Ni ella ni nadie le presta atención como lo hace su madre. ¿Cómo competir con ese sistema de exclusividad? Ese es el verdadero horror de una madre castradora: (de)formar la manera de amar de una hija.