En 1980, cuando menguaba un poco la represión de la dictadura, empecé a desangrarme por dentro. La mayoría de mis amigos habían “perdido”: estaban presos (los más afortunados), desaparecidos o se habían marchado al exilio. Mi compañero y yo tuvimos suerte. Nos refugiamos en un barrio de la zona sur de la provincia de Buenos Aires, donde no conocíamos a nadie. Nos habían transferido al “territorio”, justo antes del 76, con mínimos contactos que pronto dejamos de ver.
Ese mismo año me quedé sin trabajo y tuve que volver, como hija pródiga, a pedir ayuda a mi padre. Buscar empleo en otro sitio hubiera sido suicida, no era fácil sortear la averiguación de antecedentes.
Siempre aprecié que mi padre me ofreciera un lugar en su estudio jurídico sin preguntar nada, sin mencionar siquiera que me había ido de la casa familiar pegando un portazo, pero a la vez el hecho mismo de tener que recurrir a él me dio la pauta de hasta qué punto la catástrofe era un hecho. Me sentía sin rumbo y ni siquiera haber sobrevivido hasta entonces o tener una beba recién nacida lograba dar sentido a mi vida.
Una amiga, una de las pocas que conservaba de antes de la militancia, hizo dos cosas por mí.
Me llevó al Centro de Salud Mental Número 1 en Vicente López y me dijo: A vos te gustaba escribir ¿no? ¿Por qué no te anotás en Letras?
En el Centro de Salud Mental, me entrevistaron dos psicólgos. Dijeron: Para que se dé una idea, está entre una gripe y un cáncer.
En cuanto a anotarme en Letras, la idea no prosperó.
Yo ya tenía un título en Derecho (que detestaba), vivía lejos del centro, con miedo y sin dinero, y no veía el interés de empezar otra carrera.
Es cierto que siempre me había gustado escribir.
De adolescente, llené varios diarios íntimos.
E incluso en la facultad, tenía un cuaderno donde garabateaba algo parecido a poemas que no mostraba a nadie. Por entonces, pensaba que el individuo es nada, el pueblo todo y que sus necesidades tienen prioridad. (Pensaba también que el pueblo nunca se equivoca). ¿Cómo sostener una actividad que conspiraba contra mis convicciones?
Mi amiga insistió en que buscara algún curso.
Conseguí una cita con una docente de la Universidad de Buenos Aires que el golpe había dejado en la calle. Fue amable y directa conmigo. Dijo: yo doy seminarios de teoría y crítica, y a vos te gusta escribir. La decisión es clara: te conviene un taller literario.
Así llegué a una esquina en Colegiales.
Una vez por semana para empezar a entender qué cosa extrañísima, fascinante y terrible es la escritura.
Mi tratamiento en el Centro de Salud Mental continuaba.
La cacería política también.
No fue fácil.
En medio de una vida tabicada y rota, asfixiada por lo que ocurría en el país, me encontraba de pronto con una vocación postergada.
Lo tenía todo en contra.
¿Pero no tiene todo en contra quien empieza a escribir?
Fragmento de Colección permanente de María Negroni, que acaba de publicar Random House.