¿Alguna vez te enamoraste de manera fulminante de un color?
Aprieto unos segundos sobre el chat que recibí para que aparezca la fila de emojis. Elijo el corazón rojo. Levanto la vista del celular.
Estamos en clase, en un parate, una estudiante pone en el centro de la mesa un pan de maíz, dice que no lo cocinó ella, que lo compró en la panadería de su barrio, que es fan, que es como un pan dulce y que también pueden venir rellenos de membrillo. ¿Fan de un pan? ¿A qué variedad de cosas nos podemos apasionar las personas? Agarro el cuchillo para cortar una lonja y una torpeza infantil me arrebata; me corto el dedo, salen chorritos de sangre. De repente veo todo rojo.
Especulo con que así debe mirar el personaje de la nueva novela de Ana Montes, La flamenca (Seix Barral). Si bien, dice su autora, es una ficción, la construcción de la voz se articuló, por un lado, en la investigación y el acopio documental sobre la artista visual Emilia Gutiérrez y, por el otro, en la invención de un personaje “como salido” de un cuadro de la propia Emilia, con ojos desviados y los vínculos torcidos (igual a las criaturas de la pintora). La prosa de Montes conquista un registro, un tono adictivo, que resbala entre biografía y ficción, apoyadada en el fragmento como pócima para la sobrevivencia. La nota pequeña es la casa donde la protagonista (parecida a la autora tal vez, parecida a la pintora quizás o parecida a ninguna de ellas) reúne pensamientos recurrentes, imágenes adheridas, frases lúcidas que anota en su cuaderno.
El rojo es un cordón, un pulso, tinta para escribir.
Hace un tiempo, gracias a la traducción de Isabel Zapata, llegué a Bluets, un libro pequeño y poderoso de Maggie Nelson, dice así:
1. Supongamos que empiezo diciendo que me he enamorado de un color (…). Empezó lentamente. Una apreciación, una afinidad. Un día se volvió más seria. Luego (…) se volvió, de algún modo, personal.
2. Y fue así que me enamoré de un color —en este caso, el color azul— como si hubiera caído bajo un hechizo. A veces luché por mantenerme bajo ese hechizo y a veces luché por salir de él.
Pero Ana Montes cuando habla de su novela prefiere decir la palabra obsesión. En mi cabeza, empieza a sonar bajito: “no es amor lo que tú sientes/ se llama obsesión/ una ilusión/ en tu pensamiento/ que te hace hacer cosas/ así funciona el corazón”. Así frasea la canción de Aventura y que mi generación más de una vez la cantó bajo la ducha, bajo la lluvia o en algún pogo festivo, dedicando con los deditos al cielo y muy puntualmente a ese otrx que imaginamos y nos quita el sueño y nos hace mover los pies.
El otrx también puede ser un color, un cuadro, un libro.
En La flamenca hay mirada, obsesión y foco sobre un color-universo. La protagonista ve un cuadro de una artista que la sensibiliza y en ese acto se inaugura el hechizo del tiempo (“un antes y un después de”), ya no puede correr los ojos; su mirada extraviada encuentra oriente. Lxs lectores somos testigos de su recorte del mundo, del dolor que separa y no nombra, del salto que da para cruzar del otro lado del pozo hondo y tachar un día, apuntar y después tachar otro y seguir tras los indicios de eso -rojo- que la conmueve.
Hace muchos años que insisto y veo sistemáticamente el mismo videíto que sigue colgado en YouTube y que no dura mucho más que un minuto. Hablo de un fragmento de L'amour, de Godard. Lo primero que aparece son los créditos: letras negras sobre una placa de color rojo Caravaggio tan específico que se impregna hasta el final de los tiempos del video como un pulso ineludible. El color como un pulso, sí: el rojo se queda pegado a mi retina y se conecta al rojo interno que llevo en la sangre. En los planos que siguen aparece la lavanda, el jean, el cuello, los pelos (siempre teñidos, ya dije, de ese primer rojo caravaggio, filtro incesante). En el final algo descansa y vemos el recorte de una boca carnosa sin maquillaje, pero como justo detrás vemos una flor roja, la boca se contagia. Y vemos todo rojo, otra vez.


