En Chivilcoy, los trabajadores del Centro Universitario Herminia Brumana cuentan algunos episodios paranormales que ocurren en horarios nocturnos, como sillas que se corren solas, utensilios cambiados de lugar, luces que se encienden o se apagan y hasta un chancleteo por los pasillos. El edificio fue donado por la escritora como refugio para niñas y jóvenes desamparadas, pero en 1979 se decidió que el lugar fuera un Centro Educativo Universitario. Se rumorea en el pago que se trata del fantasma de la mismísima escritora, ofendida por los cambios en el destino de la institución.

Brumana nació en 1897 en Pigué y fue una feminista inquieta dedicada en su literatura a despertar la conciencia de las mujeres argentinas. A los cuatro años ya sabía leer de corrido y fue la mejor alumna de la Escuela Normal de Olavarría, donde cursó sus estudios. En el libro que compila sus publicaciones de 1936, están sus Cartas a las mujeres argentinas. Ella contestaba a sus lectoras las cartas que le enviaban acerca de la vida en familia, la mujer, la sociedad y les respondía duramente. Tenía un pensamiento que no encajaba para su época. Sus observaciones sobre la femineidad en el extranjero como en su propio país inquietaron mucho, porque hablaba de libertad, de salirse de los esquemas y de dejar la cobardía de lado.

A una lectora que le dijo que para triunfar en la vida eran primordiales la buena educación y los buenos modales, Brumana le contestó que si algún día tuviera una hija no perdería un instante su tiempo enseñándole esas cosas “me bastaría con practicarlos yo y ella los aprendería sin esfuerzo alguno”. Para ella, triunfar en la vida era tener antes que nada la convicción de sentirse útil. Su pensamiento no tenía nada que ver con no brindar educación, consideraba que había que llenar el país de escuelas pero que en las que había, no se precisaban técnicos sin corazón. Para la enseñanza de un niño era primordial saber escucharlo, interesarse por él, poder llegar al corazón antes que al cerebro, que se lo puede llenar estudiando. En cambio, el corazón si no se llena cuando es tierno, queda vacío para siempre.

En su labor docente jamás dijo que Argentina es el mejor país del mundo. Les habló a los estudiantes de los defectos producidos por los gobiernos, para que ellos en el futuro pudieran subsanar esas fallas. Realizó varios viajes escribiendo sobre lo que vio de las mujeres laboralmente explotadas, otras maltratadas, ignoradas. Su preocupación era que se tuviera presente “que el país no empieza y termina en Buenos Aires”. Le respondió a una lectora diciendo “Le voy a explicar a usted, señora de la Sociedad Protectora de Pobres de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, hacer caridad es dar las sobras, y si a alguno le sobra es porque a alguien le falta”.

Dispuesta a exponerse a las críticas más crueles de sus propias vecinas, dijo que las mujeres argentinas debían huir de la sensiblería egoísta, que, si se plantasen dispuestas a sostener como bandera la justicia antes que la caridad, eso solo le daría tranquilidad material al mundo.

A las señoras de la caridad las mandó a visitar los ranchos en los que vivían familias numerosas, pero que estaban ubicados en los puestos de estancias donde los patrones ni se preocupaban por las condiciones de una vivienda digna. Reflexionó que, si la caridad de esas señoras llegara allí, nadie la vería, quedaría oculta. En su continua provocación le propuso a la clase media que quisieran ser generosos, que mejor le compre un cuadro a un artista principiante que se muere de hambre, ayudar a un músico que se inicia, en fin, poner el hombro en cosas importantes, aunque no se vieran. Además, dijo que “Esa señora que reserva un palco para el festival a beneficio del dispensario tuberculoso, regatea durante toda su vida unas monedas en el pago a su lavandera, mide el pan que come la sirvienta y no admite al chico de la cocinera, porque es una boca más”.

En su viaje por el norte habló con las maestras rurales y la dificultad de enseñar a los alumnos que hacían varios kilómetros por senderitos marcados por las cabras y vicuñas. Se les daba cuatro horas de clase que no alcanzaban e igual los chicos aprendían a leer, a cantar, a reír. “En cambio sus madres siguen inmutables, con su changuito a la espalda, la mirada lejana como si esperaran algo que no ha llegado”. En sus escritos, a esas mujeres puneñas las llama “hermanas”, que viven en lugares donde reina la injusticia, bajo la presión de los explotadores, sin tierra propia.

Casas precarias sin una cama, ni un mueble, en la pared de barro un nicho con un santo, adornados con diarios y revistas. Mujeres que hilan, hombres que tejen paños inmensos “y sus guaguas tan calladitas que se diría que no saben llorar”.

Toda su obra literaria refleja su preocupación por los conflictos de género, el rol de la mujer, los problemas sociales de la región, con fuertes críticas a las “desorientadas” que ponían en práctica su frivolidad clasista, la ignorancia y la gran cobardía de hacer lo mínimo y necesario para ayudar al prójimo.

La escritora puso la lupa en el trato severo de los patrones y las señoras sin alma que, impiadosas tenían bajo su mando a chicos trabajando para ellos. Niños que, en lugar de estar jugando, corriendo en algún campo, aprendiendo, estaban contando las horas de trabajo y sobrevivían junto con sus madres planchadoras que también cobraban una miseria como salario. Anhelaba una justicia para “Los que desde que abren los ojos, la luz, la vida, les borra la sonrisa. Piedad para los que sufren como hombres y sueñan como chicos”.

Brumana se casó en 1921 con el dirigente socialista Juan Antonio Solari y falleció en enero de 1954. Varias instituciones, plazas, calles llevan su nombre, junto al Centro Educativo de Chivilcoy, donde hasta se dan el lujo de escucharla deambular por los salones y pasar sus quejas corriendo muebles. Es que no es para menos, que todo lo que escribió sobre el desamparo y la justicia social en Argentina, aún no se pudo terminar de subsanar como pretendía.